Por miedo a parecer ridícula, Emma quiso antes de entrar dar
un paseo por el puerto, y Bovary, por prudencia, guardó los billetes en su mano
en el bolsillo del pantalón, apretándola contra su vientre.
Ya en el vestíbulo Emma sintió latir fuertemente su corazón.
Sonrió involuntariamente, por vanidad, viendo a la muchedumbre que se
precipitaba a la derecha por otro corredor, mientras que ella subía a la
escalera del entresuelo. Se divirtió como un niño empujando con su dedo las
amplias puertas tapizadas; aspiró con todo su pecho el olor a polvo de los
pasillos, y una vez sentada en su palco echó el busto hacia atrás con una
desenvoltura de duquesa.
La sala empezaba a llenarse, la gente sacaba los gemelos de
los estuches, y los abonados se saludaban de lejos. Venían a distraerse con las
bellas artes de las preocupaciones del comercio; pero, sin olvidar los
«negocios», seguían hablando de algodones, de alcohol de ochenta y cinco grados
o de añil. Allí se veían cabezas de viejos, inexpresivas y pacíficas, y que, blanquecinas
de cabellos y de cutis, parecían medallas de plata empañadas por un vapor de
plomo. Los jóvenes elegantes se pavoneaban en el patio de butacas, luciendo en
la abertura de su chaleco su corbata rosa o verde manzana; y Madame Bovary los
contemplaba desde arriba apoyando sobre junquillos de empuñadura dorada la
palma tensa de sus guantes amarillos.
Entretanto, se encendieron las luces de la orquesta; la
lámpara bajó del techo derramando con la irradiación de sus luces una alegría
repentina en la sala; después entraron los músicos unos detrás de otros, y hubo
un prolongado guirigay de bajos que roncaban, violines que chirriaban,
trompetas que sonaban, flautas y flautines que piaban. Pero se oyeron tres
golpes en el escenario; comenzó un redoble de timbales, los instrumentos de
cobre tocaron acordes simultáneos, y al levantarse el telón apareció un paisaje.
Era la encrucijada de un bosque, con una fuente a la
izquierda, a la sombra de un roble. Campesinos y señores, con la manta al
hombro, cantaban todos juntos una canción de caza; luego apareció un capitán
que invocaba al ángel del mal elevando sus brazos al cielo; apareció otro; se
fueron y los cazadores volvieron a empezar.
Emma volvía a encontrarse en las lecturas de su juventud, en
pleno Walter Scott. Le parecía oír a través de la niebla el sonido de las
gaitas escocesas que se extendía por los brezos.