Chasqueó la lengua. Los dos animales corrían. Largos helechos a orilla
del camino prendían en el estribo de
Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba y los retiraba al mismo tiempo. Otras veces, para apartar las ramas,
pasaba cerca de ella, y Emma sentía su rodilla rozarle la pierna. El cielo se
había vuelto azul. No se movía una hoja. Había grandes espacios llenos de
brezos completamente floridos, y mantos de violetas alternaban con el revoltijo
de los árboles, que eran grises, leonados o dorados, según la diversidad de los
follajes. A menudo se oía bajo los matorrales deslizarse un leve batir de alas,
o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que levantaban el vuelo entre
los robles. Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante, sobre el
musgo, entre las rodadas.
Pero su vestido demasiado largo la estorbaba aunque lo llevaba
levantado por la cola, y Rodolfo, caminando detrás de ella, contemplaba entre
aquella tela negra y la botina negra, la delicadeza de su media blanca, que le
parecía algo de su desnudez. Emma se paró.
-Estoy cansada -dijo.
-¡Vamos, siga intentando! -repuso él-. ¡Ánimo!
Después, cien pasos más adelante, se paró de nuevo; y a través de su
velo, que desde su sombrero de hombre bajaba oblicuamente sobre sus caderas, se
distinguía su cara en una
transparencia
azulada, como si nadara bajo olas de azul.
-¿Pero adónde vamos?
Él no contestó nada. Ella respiraba de una forma entrecortada. Rodolfo
miraba alrededor de él y se mordía el bigote.
Llegaron a un sitio más despejado donde habían hecho cortas de árboles.
Se sentaron
sobre un
tronco, y Rodolfo empezó a hablarle de su amor.
No la asustó nada al principio con cumplidos. Estuvo tranquilo, serio,
melancólico. Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras que con la punta de
su pie removía unas virutas en el suelo.
Pero en esta frase:
-¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes?
-¡Pues no! -respondió ella-. Usted lo sabe bien. Es imposible.
Emma se levantó para marchar. Él la cogió por la muñeca. Ella se paró.
Después, habiéndole contemplado unos
minutos con ojos enamorados y completamente húmedos,
le dijo
vivamente:
-¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde están los caballos?
¡Volvámonos!
Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella repitió:
-¿Dónde están los caballos?, ¿dónde están los
caballos?