Hasta el momento, ¿qué había tenido de bueno su vida? ¿Su
época de colegio, donde permanecía encerrado entre aquellas altas paredes, solo
en medio de sus compañeros más ricos o más adelantados que él en sus clases, a
quienes hacía reír con su acento, que se burlaban de su atuendo, y cuyas mamás
venían al locutorio con pasteles en sus manguitos? Después, cuando estudiaba
medicina y mamá no tenía bastante dinero para pagar la contradanza a alguna
obrerita que llegase a ser su amante. Más tarde había vivido catorce meses con
la viuda, que en la cama tenía los pies fríos como témpanos. Pero ahora poseía
de por vida a esta linda mujer a la que adoraba. El Universo para él no
sobrepasaba el contorno sedoso de su falda; y se acusaba de no amarla; tenía
ganas de volver a verla; regresaba pronto a casa; subía la escalera con el
corazón palpitante. Emma estaba arreglándose en su habitación; él llegaba sin
hacer el mínimo ruido, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito.
Él no podía aguantarse sin tocar continuamente su peine, sus
sortijas, su pañoleta; algunas veces le daba en las mejillas grandes besos con
toda la boca, o bien besitos en fila a todo lo largo de su brazo desnudo, desde
la punta de los dedos hasta el hombro; y ella lo rechazaba entre sonriente y
enfadada, como se hace a un niño que se te cuelga encima.
Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero
como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse
equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban justamente en
la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían
parecido en los libros.