Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no
podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la
puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la
amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de la
sopa, subían del fondo de su alma como otras tantas bufaradas de desánimo.
Carlos comía muy despacio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el
codo, se entretenía en hacer rayas en el hule con la punta del cuchillo.
Ahora dejaba todo en la casa manga por hombro, y cuando
madame Bovary madre fue a pasar en Tostes una parte de la cuaresma, le extrañó
mucho aquel cambio. Y es que Emma, antes tan cuidadosa y delicada, ahora se
pasaba los días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se
alumbraba con velas. Repetía que había que economizar, porque no eran ricos,
añadiendo que estaba muy contenta, que era muy feliz, que Tostes le gustaba
mucho, y otras cosas nuevas que le tapaban la boca a la suegra. Por lo demás,
Emma no parecía dispuesta a seguir sus consejos; hasta una vez que a madame
Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían cuidarse de la religión de
los criados, Emma le replicó con una mirada tan colérica y con una sonrisa tan
fría, que la buena mujer no volvió a intervenir.
Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para
ella, luego no los tocaba, un día o bebía más que leche pura, y al día
siguiente, tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no salir; al
poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después
de echar una buena bronca a la criada, le hacía regalos o la mandaba a pasar el
rato a casa de las vecinas, de la misma manera que a veces echaba a los pobres
todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no era tierna ni fácilmente
asequible a la emoción ajena, como la mayor parte de las personas de familia
campesina, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos
paternas.
A finales de febrero, el tío Rouault, en recuerdo de su
curación, le trajo él mismo a su yerno un magnífico pavo, y se quedó tres días
en Tostes. Como Carlos estaba haciendo la visita a sus enfermos, Emma acompañó
al padre. Este fumó en la habitación, escupió en los morillos, habló de
labranza, de terneros, de vacas, de aves de corral y de concejo; tanto que,
cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de
satisfacción que a ella misma la sorprendió. Además, ya no disimulaba su
desprecio por nada ni por nadie; y a veces daba en expresar opiniones
singulares, censurando lo que los demás aprobaban y aprobando, con gran asombro
de su marido, cosas perversas o inmorales.
¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir
nunca de ella? ¡Y sin embargo, ella, Emma, valía tanto como todas las que
vivían felices! Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas que ella
y con modales más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios; apoyaba la
cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de
máscaras, los insolentes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y
que debían de dar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarla más.