martes, 24 de enero de 2012

Madame Bovary, 4


Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de la sopa, subían del fondo de su alma como otras tantas bufaradas de desánimo. Carlos comía muy despacio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el hule con la punta del cuchillo.
Ahora dejaba todo en la casa manga por hombro, y cuando madame Bovary madre fue a pasar en Tostes una parte de la cuaresma, le extrañó mucho aquel cambio. Y es que Emma, antes tan cuidadosa y delicada, ahora se pasaba los días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar, porque no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, que era muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que le tapaban la boca a la suegra. Por lo demás, Emma no parecía dispuesta a seguir sus consejos; hasta una vez que a madame Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían cuidarse de la religión de los criados, Emma le replicó con una mirada tan colérica y con una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a intervenir.
Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, luego no los tocaba, un día o bebía más que leche pura, y al día siguiente, tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no salir; al poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después de echar una buena bronca a la criada, le hacía regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas, de la misma manera que a veces echaba a los pobres todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no era tierna ni fácilmente asequible a la emoción ajena, como la mayor parte de las personas de familia campesina, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas.
A finales de febrero, el tío Rouault, en recuerdo de su curación, le trajo él mismo a su yerno un magnífico pavo, y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba haciendo la visita a sus enfermos, Emma acompañó al padre. Este fumó en la habitación, escupió en los morillos, habló de labranza, de terneros, de vacas, de aves de corral y de concejo; tanto que, cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de satisfacción que a ella misma la sorprendió. Además, ya no disimulaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces daba en expresar opiniones singulares, censurando lo que los demás aprobaban y aprobando, con gran asombro de su marido, cosas perversas o inmorales.
¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ¡Y sin embargo, ella, Emma, valía tanto como todas las que vivían felices! Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas que ella y con modales más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de máscaras, los insolentes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y que debían de dar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarla más.