lunes, 1 de diciembre de 2014

Arqueología shakesperiana

Ha sido hallado un nuevo Primer Folio (ejemplar de la primera edición) de las obras de Shakespeare. Más información en este reportaje.


domingo, 19 de octubre de 2014

domingo, 5 de octubre de 2014

Beatus ille


Dichoso el que de pleitos alejado,
cual los del tiempo antigo,
labra sus heredades, no obligado
al logrero enemigo.

Ni la arma en los reales le despierta,
ni tiembla en la mar brava;
huye la plaza y la soberbia puerta
de la ambición esclava.

Su gusto es, o poner la vid crecida
al álamo ayuntada,
contemplar cuál pace, desparcida,
el valle su vacada.

Ya poda el ramo inútil, o ya enjiere
en su vez el extraño;
castra sus colmenas, o si quiere,
tresquila su rebaño.

Pues cuando el padre Otoño muestra fuera
la su frente galana,
con cuánto gozo coge la alta pera,
las uvas como grana.

Y a ti, sacro Silvano, las presenta,
que guardas el ejido,
debajo un roble antiguo ya se asienta,
ya en el prado florido.

El agua en las acequias corre, y cantan
los pájaros sin dueño;
las fuentes al murmullo que levantan,
despiertan dulce sueño.

Y ya que el año cubre campos y cerros
con nieve y con heladas,
o lanza el jabalí con muchos perros
en las redes paradas;

o los golosos tordos, o con liga
o con red engañosa,
o la extranjera grulla en lazo obliga,
que es presa deleitosa.

Con esto, ¿quién del pecho no desprende
cuanto en amor se pasa?
¿Pues qué, si la mujer honesta atiende
los hijos y la casa?

Cual hace la sabina o la calabresa
de andar al sol tostada,
y ya que viene el amo enciende apriesa
la leña no mojada.

Y ataja entre los zarzos los ganados,
y los ordeña luego,
y pone mil manjares no comprados,
y el vino como fuego.

No me serán los rombos más sabrosos,
ni las ostras, ni el mero,
si algunos con levantes furiosos

nos da el invierno fiero.

Horacio, Epodos, 2. Traducción de Fray Luis de León

El charlatán

Horacio, Sátiras, IX.


Iba por la vía Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido sólo de nombre, que cogiéndome la mano me preguntó: "¿Qué tal va, querido amigo?", y contestéle: "Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes." Quiso acompañarme, le salí al paso diciéndole: "¿Te ocurre algo?", y él me respondió: "Quiero que me conozcas, soy poeta como tú." "Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación". Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies a cabeza, y murmuré entre dientes: "¡Oh Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!" Mi hombre, resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus arrabales, y observando que nada le respondía: "Ya veo -me dice- que deseas huir; pero es inútil, porque he determinado seguirte, pues llevamos el mismo camino." "No es necesario que te molestes. Voy a visitar a un amigo que tú no conoces y vive bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César." "No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta allí".
En resolución, no tuve otro remedio que agachar las orejas, como cl asno que lleva encima una carga superior a sus fuerzas. Aquél proseguía: "Sin vanidad, creo que has de estimarme tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia del mismo Hermógenes." "¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa salud?" "No, ninguno: a todos los enterré." Dichosos ellos, y ¡ay desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal: "A éste no le matará el veneno ni la espada enemiga, ni el dolor de costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea hombre hecho y derecho: huya, sobre todo, de los charlatanes."
 Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez, hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla si no comparecía, y me dijo: "Si me estimas, no me abandones" "Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la casa que ya sabes"; y me responde: "Me encuentro perplejo. ¿Qué haré? ¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?". "Déjame a mí". "No, jamás", dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a luchar contra el más fuerte? "¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran entendimiento y de pocos, pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te ayudase a dar cuenta de tus rivales". "¡Qué error! Allí se vive de modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde." "Me
cuentas cosas casi increíbles." "Y sin embargo, verdaderas." "Con tus palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas." "Si así lo quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto: no tiene nada de intratable, aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista." "Eso corre de mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día me dan con la puerta en los hocicos, volveré al día siguiente, y esperaré que salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo".
Mientras hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien el poema, me para y me dice: "¿De dónde vienes, adónde vas?", pregunta y contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero; mas el gran bribón riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La bilis me abrasaba los hígados. "¿No dijiste que tenías que hablarme en secreto?" "Sí, es verdad; pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos judíos". "No profeso ninguna religión." "Pues a mí no me sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame, hablaremos otro día." ¡Qué negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el cuchillo en la garganta. La suerte quiso que me apareciera la parte contraria de aquel moscardón, gritando con la fuerza de sus pulmones: "¿Adónde vas, infame? Tú me servirás de testigo." "Con mucho gusto", le respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los ociosos, y conseguí salvarme con el favor de Apolo.

sábado, 4 de octubre de 2014

Adiós a Roma


Ovidio, Tristia, I, 3

Cuando se me aparece la tristísima visión de aquella noche que fue para mí mis últimos momentos en Roma, cuando de nuevo revivo la noche en que tuve que dejar tantas cosas para mí queridas, todavía ahora de mis ojos resbalan las lágrimas.

Ya estaba  cerca el día en que Augusto me había ordenado partir desde las fronteras  de la más remota Italia.
Ni el tiempo ni el ánimo habían sido bastante apropiados para los preparativos, mis decisiones se habían visto entorpecidas por la prolongada espera.
No puse cuidado en escoger los acompañantes, los criados, los vestidos o lo necesario para mi destierro.
Estaba tan aturdido como el que, herido por el rayo de Jove, está vivo, pero él no es consciente de que vive.
Pero cuando el propio dolor disipó esta niebla de mi mente y recobráronse por fin mis sentidos, a punto de partir, me dirijo por última vez a mis afligidos amigos, que de muchos sólo me acompañaba alguno que otro.
A mí que lloraba, me sostenía mi amante esposa, aun más llorosa, cayendo por sus mejillas sin cesar una lluvia de inmerecidas lágrimas.
No estaba presente mi hija; estaba lejos, en las tierras de África, y no había podido hacerse una idea de mi aciago sino.
Doquiera que mirases, llantos y gemidos se oían y el aspecto del interior de la casa era el de un nada silencioso funeral.
Mujeres y hombres, también los criados, lloran en mi entierro, y no hay rincón en la casa que no se vea anegado por las lágrimas.
Si es lícito servirse de los grandes ejemplos en los incidentes menores, tal era el aspecto de Troya en el momento de su caída.

Ya iban callándose las voces humanas y los ladridos de los perros, y la luna, alta, conducía sus nocturnos caballos.
Yo, levantando hacia ella la mirada, y viendo a su luz el Capitolio que inútilmente estuvo cercano a mi casa, dije:
“Divinidades que habitáis en las moradas vecinas, templos que ya nunca volverán a ver mis ojos, dioses que debo abandonar y que son los de  la alta ciudad de Roma, recibid mi saludo para siempre.
Y aunque cojo el escudo tarde, después de la herida, a pesar de todo, librad mi destierro de odios y al varón celestial explicadle qué equivocación me ha confundido, no piense que hay un crimen en lugar de una falta. Que lo que vosotros sabéis, lo sienta también el autor de mi castigo; aplacado el dios, puedo yo no seguir siendo desgraciado."
Con esta plegaria oré yo a los dioses; con muchas otras mi esposa, entrecortando el sollozo las palabras.
Ella, incluso, postrada ante los Lares, con los cabellos en desorden, besó con sus trémulos labios el apagado hogar y dirigió a los contrarios Penates largos discursos del todo ineficaces  en favor de su desventurado esposo.

Y ya la noche muy avanzada me negaba más tiempo de demora, y ya la Osa Mayor había completado una vuelta sobre su eje.
¿Qué iba yo a hacer? El dulce amor a la patria me retenía, pero esta noche era la última de mi obligado destierro.
¡Ah!, Cuántas veces, ante el agobio de alguno, dije « ¿Por qué te apresuras? Mira de dónde y a dónde te das prisa en marcharte.»
 Cuántas veces dije mintiendo que tenía fijada una hora que sería  la favorable para mi prevista partida.
Tres veces pisé el umbral, tres veces volví sobre mis pasos, y mis propios pies, indulgentes con mi ánimo, se mostraban perezosos. Una y otra vez, tras decir “adiós”, de nuevo reanudé la conversación, y como si ya me marchase, di los últimos besos. Una y otra vez, reiteré los mismos encargos y me engañé remirando con mis ojos las prendas queridas.
Por fin exclamé: « ¿Por qué me doy prisa? Es la Escitia adonde me destierran y tengo que abandonar Roma; la una y la otra justifican la demora.
A mí que aún estoy vivo se me niega para siempre una esposa que está viva, y mi propia casa y los queridos miembros de mi fiel hogar y mis amigos a los que yo he querido como hermanos, ¡corazones unidos a mí con la fidelidad de Teseo! Mientras se me permite, os abrazaré; quizás nunca más podré hacerlo. Por ganancia tengo la hora que se me da.»
Y sin demora, dejo a medias las palabras de mi charla, abrazando a todo lo querido del alma.

Mientras hablo y lloramos, el Lucero del Alba, estrella aciaga para mí, había aparecido con todo  su brillo en el alto cielo.
Me separo no de otra manera que si me desprendiese de mis miembros y una parte pareciese ser arrancada de su cuerpo. De ese modo se dolió Meto cuando tuvo a caballos, dirigidos hacia direcciones opuestas, como vengadores de su traición.
Pero estalla entonces el griterío y los gemidos de los míos y sus desgraciadas manos golpean sus pechos desnudos.
Entonces mi esposa, cuando yo ya me marchaba, colgándose de mis hombros, mezcló con sus lágrimas estas tristes palabras:
«Tú no puedes serme arrancado; juntos, ¡ah!, juntos nos marcharemos los dos”, dijo, “te seguiré, y como mujer de un desterrado, desterrada voy a ser. Para mí ya está hecho el viaje, ya la tierra más remota me posee y como leve carga subiré a tu nave de desterrado. La cólera del César te ordena a ti que te vayas de la patria, a mí el sentido de mi deber como esposa. Este sentido del deber conyugal será  mi César. »
Bregaba en tal empeño como ya lo había intentado antes, y con dificultad cedió por el mutuo interés.
Salgo o aquello era ser conducido al sepulcro sin estar muerto, adelgazado y con el pelo alborotado sobre el rostro sin afeitar.

Ella, loca de pena, dicen que, perdido el sentido, se desplomó desmayada en medio de la casa.
Y que cuando volvió en sí, con el pelo manchado del sucio polvo, y alzó su cuerpo del frío suelo, o bien deploró su suerte, o bien sus Penates vacíos. Y que llamó por su nombre una y otra vez al esposo que le había sido robado, y que no gimió y lloró menos que si hubiese visto que la alzada pira sostenía el cadáver de su hija o el mío.
Y que hubiese deseado morir y muriendo poner término al sufrimiento, y que, sin embargo, no pereció por consideración a mí.

¡Que siga viviendo ella, y a mí ausente, pues así lo dispusieron los hados, que siga viviendo, y me sostenga continuamente con su auxilio!

El mancebo presentable


Ovidio, Arte de amar

Jóvenes romanos, os aconsejo que no aprendáis las bellas artes con el único objeto de convertiros en defensores de los atribulados reos; la beldad se deja arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido; pero ocultad el talento, que el rostro no descubra vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un estúpido escribirá a su tierna amiga en tono declamatorio? Con frecuencia un billete pedantesco atrajo el desprecio a quien lo escribió. Sea tu razonamiento sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante, de modo que imagine verte y oírte al mismo tiempo. Si no recibe tu billete y lo devuelve sin leerlo, confía en que lo leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno. Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohibe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado. Cuida que no vaya sin tu compañía a ostentar su belleza en el teatro; allí sus espaldas desnudas te ofrecerán un gustoso espectáculo; allí la contemplarás absorto de admiración y le comunicarás, tus secretos pensamientos con los gestos y las miradas. Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa a una doncella, y más todavía al que desempeña el papel del amante. Levántate si ella se levanta, vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos. Tampoco te detengas demasiado en rizarte el cabello con el hierro o en alisarte la piel con la piedra pómez; deja tan vanos aliños para los sacerdotes que aúllan sus cantos frigios en honor de la madre Cibeles. La negligencia constituye el mejor adorno del hombre. Teseo, que nunca se preocupó del peinado, supo conquistar a la hija de Minos; Fedra enloqueció por Hipólito, que no se distinguía en lo elegante, y Adonis, tan querido de Venus, sólo se recreaba en las selvas. Preséntate aseado, y que el ejercicio del campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan tus dientes su esmalte y no vaguen tus pies en el ancho calzado; que no se te ericen los pelos mal cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca, recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás resérvalo a las muchachas que quieren agradar y para esos mozos que con horror de su sexo se entregan a un varón.

viernes, 3 de octubre de 2014

Carta de Dido a Eneas



Ovidio, Heroidas, VII 1-24; 133-140.

Como canta el blanco cisne, cuando la muerte lo llama, tendido sobre las húmedas hierbas en la ribera del Meandro, así te hablo yo, y no porque abrigue esperanzas de conmoverte con mis súplicas.

Contra la voluntad divina he dado comienzo a esta carta. Pero, puesto que para mi desgracia he perdido ya mi buena fama y la honestidad de mi cuerpo y de mi alma, de poca importancia es perder también unas palabras.

Tienes decidido, a pesar de todo, irte y dejar a la desdichada Dido, y los vientos se llevarán al mismo tiempo tus velas y tu promesa. Tienes decidido, Eneas, desatar amarras a las naves a la vez que te desatas tú de tu compromiso, y buscar los reinos ítalos, que no sabes dónde están. Y nada te importa la naciente Cartago ni las murallas que van alzándose ni el sumo poder entregado a tu cetro. Escapas de lo que está hecho, persigues lo que está por hacer. Otra es la tierra que debes buscar a través del orbe, otra es la tierra que buscabas. Mas, aunque encuentres esa tierra, ¿quién te la ofrecerá para que la poseas?, ¿quién dará sus campos a unos desconocidos para que se queden con ellos? Otro amor te está esperando y otra Dido a la que engañar de nuevo, otra palabra tienes que dar. ¿Cuándo llegará el tiempo en que fundes una ciudad como Cartago y veas a tu gente desde la altura de un alcázar? (…)

Quizás incluso, malvado, abandones a una Dido embarazada y en mi cuerpo se esconda encerrada una parte de ti. La desdichada criatura seguirá el destino de su madre y serás culpable de la muerte de alguien que aún no ha nacido; el hermano de Julo morirá junto con su madre y un único castigo arrastrará a dos que están unidos entre sí.


(traducción de Vicente Cristóbal López)

domingo, 18 de mayo de 2014

Samuel Beckett (1906-1989)

Samuel Beckett en 1920
La meta de Samuel Beckett en toda su carrera de escritor siempre fue la misma: nombrar lo innombrable, describir el caos con precisión, contar la oscuridad del mundo con sobria claridad. “Sí, no está mal, pero aún no es eso”, decía para referirse a su propia obra. Su lucha con el lenguaje para arrancar de él la más extrema nitidez era un esfuerzo inacabable para un irlandés que escribía en francés, lo que le exigía mayor disciplina y le brindaba menos posibilidades. Beckett fue de carácter huidizo, alérgico a hablar de su obra, parco en palabras, sobrio, ascético, solitario. Al mismo tiempo, entre sus muchos amigos siempre tuvo fama de hombre bueno y generoso. Cuando, en 1969, se le concedió el premio Nobel, no lo rechazó pero entregó el dinero a aquellos que lo necesitaban más que él.
            Su aspecto físico ha sido comparado con frecuencia al de un águila inclemente, que traspasa las cosas, las desnuda de engaños, las deja en su esencia ridícula. La leyenda le acompaña. Vivió en París entre 1928 y 1931, a pesar de lo cual Joyce siguió siendo su maestro y amigo. El gusto por la brillantez, por el juego de palabras y por la experimentación con el lenguaje que aún podemos ver en Esperando a Godot tienen esa misma procedencia. Pero, tras su regreso a Dublín en 1931, y hasta su regreso a París en 1937, la vida de Beckett fue la de un escritor errante, sobre todo en Londres, siempre por los círculos más alejados de la cultura oficial. Durante esos años Beckett ahondó en la búsqueda de un lenguaje más puro, más transparente y exacto, una ambición que en la literatura europea había ya cristalizado en el gran Kafka.
            Hacia 1946 Beckett, según contaron sus amigos, pasaba todo el tiempo como poseído por la inquietud y por la urgencia. Una noche de tormenta, mientras deambulaba junto al mar, Beckett experimenta la visión de lo que será su obra posterior: discurso desnudo, sin concesiones, sin nada que enmascare el tuétano descarnado de la realidad. Desde entonces se empeñará en un esfuerzo de precisión al servicio de la estética del fracaso. Entre 1951 y 1945, llevado por este ascetismo despiadado, escribe cuatro obras fundamentales en su carrera y en la literatura europea: Las novelas Molloy, Malone muere y El innombrable y la pieza teatral Esperando a Godot.
            Este triunfo deparó a Beckett el título de “padre del teatro del absurdo”, una distinción que al propio Beckett le parecía absurda. Beckett prefería calificarse como realista y vanguardista. Y es cierto que en su obra encontramos elementos expresionistas, surrealistas, dadaístas e incluso alguna sombra futurista, si bien tratada, como todo, con un sentido crítico, escéptico, crudo y desesperanzado. Pero por otra parte es evidente lo que Beckett constata. Vladimir y Estragon están mucho más cerca de nosotros de lo que parecen sugerir sus movimientos circenses. Se tomó por absurdo lo que era una exhibición de técnica teatral. Los montajes de Esperando a Godot que eligen esa estética circense, de payasos tristes, aciertan con la forma más realista de entender a sus personajes: amos y esclavos, optimistas y agoreros, sombreros y zapatos, cuerdas y huesos, el látigo y el árbol. La maquinaria dramática se sustenta sobre el atrezzo, que adquiere una carga simbólica muy cercana a la realidad de cualquier época, pero quizá todavía más tormentosa en la época que le tocó vivir, y que hace que su literatura, más que en el absurdo, valga la pena encuadrarla en el existencialismo.
            Entre teatro, novela, poesía, piezas para radio y cine, etc., Beckett escribió alrededor de cincuenta obras. Su obra se inclinó cada vez más por una acumulación de palabras sostenidas por sí mismas, por el espectáculo de su sobriedad. Reduce el lenguaje a su mínima (e inagotable) expresión, casi a la enumeración, a la letanía, una voz que habla porque no puede dejar de hablar “Para evitar la muerte hay que contar historias”, dice Malone.
            Beckett escribe sobre el fracaso, la desolación y la impotencia. Sus personajes son estrafalarios, mendigos, enfermos, despojos que van de un lado a otro sin nada que esperar, que viajan sin rumbo como en Molloy, y acaban matando a alguien sin que se sepa por qué o para qué, que se embarcan en monólogos desde la cama de un psiquiátrico y nos van describiendo personajes extraños que se comportan muchas veces con la lógica de las pesadillas. Su obra es una permanente paradoja entre la necesidad y la inutilidad. El final de Esperando a Godot es muy revelador.
A pesar de que esas cuatro obras fueron, según él, lo mejor de su carrera, el resto consistió en el desarrollo de un lenguaje literario para describir la nada, la miseria, el fracaso, la piedra de Sísifo que los personajes suben sin saber por qué y sin poder dejar de subirla. Como experimento extremo, Beckett es desde entonces un punto de referencia para cualquier estética de la crudeza y de la lucha con el lenguaje. Su estilo es la forma más coherente de representar el nihilismo, esa mirada fría sobre un mundo sin objeto.

domingo, 27 de abril de 2014

Kafka


Cuando Franz Kafka murió en 1924, con 41 años, tan solo había publicado, entre 1912 y 1919, las colecciones de cuentos Contemplación y Un médico rural, y los relatos La condena, El fogonero, La metamorfosis y En la colonia penitenciaria. Quedaron inéditas, e inacabadas, sus tres novelas largas, El proceso, El castillo y América, así como sus Diarios, su Carta al padre y algunos relatos, textos de carácter ensayístico y un copioso epistolario. Kafka dejó instucciones para que fuesen destruidas, pero su amigo Max Brod las publicó después de su muerte.
               Así como su fama en vida fue bastante exigua, tras su muerte la influencia de Kafka no dejó de crecer. Joyce, Proust o Faulkner habían ensayado una nueva forma de ver la realidad, desde el lenguaje, desde la sensorialidad y la memoria, o desde la épica, pero Kafka planteó un modo de no entender la realidad, de considerarla extraña, plagada de situaciones absurdas, cuando no siniestras o angustiosas. Solo podemos hablar en términos literarios de lo joyceano, lo proustiano, lo faulkneriano, pero cualquier situación incomprensible de la vida cotidiana, cualquier circunstancia que introduce al ser humano en un laberinto ciego puede considerarse kafkiana. Es kafkiano todo aquello cuya más clara y precisa descripción no tiene sentido, o más bien tiene un sentido perverso, como vuelto contra sí mismo. Es kafkiana aquella situación de la vida real que tiene la lógica de las pesadillas, de las convenciones que escapan al sentido común, y sin embargo forman parte del comportamiento del ser humano.
               Kafka consiguió esta perspectiva prescindiendo de cualquier manierismo. Su lenguaje es pulcro, neutro, muchas veces con el aire frío de los documentos oficiales o de los manuales de instrucciones, pero siempre de la manera más clara posible, más breve y más sencilla. Se ha dicho que es ausencia de estilo lo que en realidad es un estilo muy riguroso, el de quien describe las cosas sin dar nada por supuesto, nombrando lo que realmente son, tal como se manifiestan por primera vez. A sus protagonistas les superan las situaciones en que viven, no logran entender su funcionamiento, pero en vez de juzgarlas las constatan, y son víctimas de ellas.
               En El proceso, el protagonista es K., un empleado de banca acusado de un delito que desconoce. Lo procesan sin que llegue a entender las normas que rigen el proceso y la sentencia, y es ejecutado sin haber sabido nunca por qué. Detrás del mundo que lo condena hay una gran organización que se dedica a detener a personas inocentes e instruirles procesos absurdos. El abogado de K. le recomienda que se adapte a las circunstancias, que no las critique. K. lo despide. Un cura lo sermonea y le habla de la grandeza oculta del sistema, y le aconseja no seguir buscando la verdad. K. muere pensando que han convertido la mentira en principio universal.
               En este argumento se aprecia el esquema simbólico que aplicó Kafka en su nuevo modo de ver. El protagonista es capaz de ver cómo funciona todo, pero no de entender por qué no puede vivir al margen. El mismo esquema explica cualquier forma de rebeldía contra la injusticia, pero también contra las convenciones más asentadas. K. sufre un creciente sentimiento de culpa a medida que avanza el proceso, que termina sometiéndolo cuando lo ejecutan y K. no opone ninguna resistencia: “Fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”.
               En El castillo, K, llega a un castillo para cumplir con su trabajo de agrimensor. No quiere privilegios, pero sí determinados derechos. Aspira a ser un vecino más del pueblo y rechaza integrarse con la élite. Esta actitud asusta a los aldeanos, a los que les asombra que K. quiera ser tan solo uno de ellos. K. queda fuera: no es ni amo ni siervo, ni jefe del castillo ni aldeano. K. se empeña en reclamar sus derechos, en no plegarse a lo inevitable del sistema. Los aldeanos, esclavos supersticiosos, temen que sobre K. recaiga una terrible catástrofe, y sin embargo morirá de forma natural, y no sobrevivirá como vergüenza sino como recuerdo.
               Esta simplicidad argumental se nos aparece tan desnuda que resulta irreal, y al mismo tiempo muy absorbente. Las escenas se nos cuentan en sus líneas más abstractas, sin encarnadura, son metáforas descritas en su más estricta literalidad. Cualquiera ha sentido que estorbaba, o se ha sentido culpable de cuestionar la actitud de los demás. Cualquiera ha sentido que lo miraban como a un bicho raro. Kafka construye una metáfora a medio camino entre la frialdad y el regodeo, y elabora un idioma para describir aquella realidad que rechazamos por convencional o por absurda.
               Su simplicidad de trazos gruesos ha hecho que a Kafka se le vincule con el expresionismo. Un argumento parecido al de El proceso dio origen a El extranjero, de Albert Camus, una de las novelas clave del existencialismo. Pero su hallazgo fue mucho más allá. Kafka es un modelo de prosa sobria, distanciada, de situación abstracta, de lógica perversa. En contra de la tradición realista del XIX, Kafka, más que construir mundos, construye maquetas. No es casual que haya influido, tantos años después, en la novela contemporánea, en las artes plásticas, en el cine y en el cómic. La gran virtud de Kafka es que no cuesta reconocer el estilo kafkiano, y puede aplicarse a casi todo. Novelistas actuales como el norteamericano Paul Auster siguen reconociendo su influencia, el gran dibujante Robert Crumb le dedicó un álbum entero. Casi todo el hieratismo y la congelación de gestos de la pintura contemporánea tiene un regusto kafkiano. La fotografía sigue buscando el máximo contraste en las escenas que representa, un vacío inquietante que nos llena de preguntas. Es posible que las principales estrategias del arte contemporáneo, la desproporción y la descontextualización, tengan su gen kafkiano. Mirar las cosas fríamente, con Kafka, ya no es hacer un esfuerzo para comprenderlas, sino para comprender que no tienen sentido. No hay en el siglo XX una mirada que se haya extendido tanto.

miércoles, 2 de abril de 2014

Poemas de Paul Verlaine


El hogar y la lámpara...

El hogar y la lámpara de resplandor pequeño;
la frente entre las manos en busca del ensueño;
y los ojos perdidos en los ojos amados;
la hora del té humeante y los libros cerrados;
el dulzor de sentir fenecer la velada,
la adorable fatiga y la espera adorada
de la sombra nupcial y el ensueño amoroso.
¡Oh! ¡Todo esto, mi ensueño lo ha perseguido ansioso,
sin descanso, a través de mil demoras vanas,
impaciente de meses, furioso de semanas!


Lasitud

Encantadora mía, ten dulzura, dulzura...
calma un poco, oh fogosa, tu fiebre pasional;
la amante, a veces, debe tener una hora pura
y amarnos con un suave cariño fraternal.

Sé lánguida, acaricia con tu mano mimosa;
yo prefiero al espasmo de la hora violenta
el suspiro y la ingenua mirada luminosa
y una boca que me sepa besar aunque me mienta.

Dices que se desborda tu loco corazón
y que grita en tu sangre la más loca pasión;
deja que clarinee la fiera voluptuosa.

En mi pecho reclina tu cabeza galana;
júrame dulces cosas que olvidarás mañana
Y hasta el alba lloremos, mi pequeña fogosa.



Chanson d’Automne

Les sanglots longs
Des violons
De l'automne
Blessent mon coeur
D'une langueur
Monotone.

Tout suffocant
Et blême, quand
Sonne l'heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure

Et je m'en vais
Au vent mauvais
Qui m'emporte
Deçà, delà,
Pareil à la
Feuille morte.


Canción de Otoño

Los largos sollozos
De los violines
Del otoño
Hieren mi corazón
Con monótona
Languidez

Todo sofocante
Y pálido, cuando
Suena la hora,
Yo me acuerdo
De los días de antes
Y lloro

Y me voy
Con el viento malvado
Que me lleva
De acá para allá,
Igual que a la

Hoja muerta.

lunes, 31 de marzo de 2014

El artista moderno


Charles Baudelaire 1821-1867

            Charles Baudelaire es, según el poeta Verlaine, el paradigma del hombre moderno, con todas sus características: los refinamientos de una sociedad excesiva, la hiperestesia, la búsqueda de paraísos artificiales o la figura del letraherido, una especie de héroe trágico condenado, más que a vivir de la literatura, a ser él mismo una obra literaria.
            Por eso es también el prototipo del dandy, el artista de estética perturbadora, refinada y excéntrica, que, como haría después el novelista Huysmans, se mete en su torre de marfil y no entiende de más ética que la que dicta su estética, es decir, es bueno lo que es hermoso, y es hermoso, a veces, lo que es terrible. Es el artista que, cuando le brota del ojo una lágrima, corre a mirarse al espejo.
            La devoción que Baudelaire sentía por Edgar Allan Poe describe muy bien la evolución del Romanticismo a la Modernidad. Baudelaire tradujo los cuentos de Poe, en una versión que, paradójicamente, popularizó a Poe en Europa porque suavizaba la retórica un tanto anticuada (deliberadamente anticuada) del original inglés. Por una parte, Baudelaire hizo suyas las ideas de Poe sobre la composición poética: igual que Poe construyó El cuervo a partir de aquello que quería sugerir con su poema y no de lo que podía contar, Baudelaire acude a un lenguaje simbólico, en ocasiones oscuro y confuso, plagado de brillantes paradojas, como un misterio difícil de revelar, expuesto según un desorden deliberado, un caos milimétrico.
            A partir de aquí, Baudelaire incorpora de nuevo el realismo como material poético, y, frente a la verborrea romántica, defiende la exigencia, la labor limae de que nos habla Horacio, al tiempo que un sentido aristocrático de la poesía que necesita un lector difícil, refinado, necesariamente limitado, porque forma parte de la tragedia del artista la incomprensión a que lo someten los otros, el malditismo a que le lleva su hastío, su desprecio por una vulgaridad que encuentra, sobre todo, en la estética burguesa biempensante.
            En 1845, con 24 años, Baudelaire ya era un llamativo crítico de arte que, aparte de fundar la crítica moderna, trajo al mundo la palabra vanguardia en un sentido estético que llega, con sus innumerables formas, hasta hoy en día.
            En 1847 escribe su única novela, La Fanfarló, un sarcasmo contra el Romanticismo, en la que narra la aventura cínica de Cramer, quien se compromete a seducir a la amante del marido de su antigua amada. Ya entonces Baudelaire había escrito su leyenda de bohemia desmadrada, la silueta del artista moderno, sublime sin interrupción, con una vida excesiva donde cabía dirigir una revuelta para fusilar a su propio padre o desafiar a las buenas costumbres con su ensayo Los paraísos artificiales, de 1860, donde narra sus presuntas experiencias con diferentes tipos de narcóticos. Pero es en su obra poética, reunida en Las flores del mal, desde donde Baudelaire ejerció una influencia definitiva sobre el simbolismo, el decadentismo y el parnasianismo, es decir, las tres escuelas literarias por las que a partir de entonces transitaría la modernidad.
            La primera edición es de 1857, y ya desde el título (tomado de un objeto vulgar, de un manual de buenas costumbres demonizado), exhibe su talento para extraer la más elevada poesía de los más insignificantes detalles, de todo aquello que no podía formar parte de una poesía tradicionalmente recluida en las alturas. Hace, pues, lo mismo que los antiguos neoteroi, como Catulo, dedicarse a los primores (perturbadores) de lo vulgar.
            Los grandes temas de Las flores del mal son el hastío, la gran ciudad, la mujer y la conciencia del mal.
La gran ciudad es el símbolo de lo desconocido, la posibilidad de escandalizar, el territorio de la crudeza, de lo sórdido, del afán de totalidad, y, dentro de ella, la mujer no tiene término medio: o es la mujer fatal, diabólica, la sirena de Ulises, o bien es un ángel de pureza intocable, como Nausicaa.
            El hastío por el paso del tiempo y la repetición a que vive sometida la existencia dio también lugar a otro importante libro de prosas, Spleen de París, modelo de periodismo poético para los siguientes ciento cincuenta años, donde Baudelaire abundó en el tema del divino fracaso, tan duradero, o el de la necesidad de llegar al fondo del vaso y, como los grandes héroes, bajar a los infiernos para tratar con los fantasmas de uno mismo.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Maupassant


Guy de Maupassant (1850-1893) estuvo, desde los inicios de su carrera, en el centro de lo más granado de la literatura francesa de su tiempo. Alternó con Zola o Huysmans, el primero gran apóstol del naturalismo, y el segundo un curioso ejemplo de transición abrupta entre el naturalismo más ortodoxo y el más exótico decadentismo. Pero su maestro fue Flaubert, con quien mantuvo una relación de abnegado discípulo y de quien aprendió dos máximas imprescindibles: la observación escrupulosa del entorno y un lenguaje preciso y depurado. Al igual que Flaubert, pensaba que “el talento es solo mucha paciencia”, y eso se nota en la cuidada composición de sus cuentos, la impersonalidad o desaparición del narrador, en la selección de detalles de mímesis con valor simbólico, y también en la concepción del ser humano como alguien inevitablemente abocado a la estupidez. Maupassant también apostó por el rechazo del final tradicional (lo que daba pie a anagnórisis y sorpresas) y la relatividad del punto de vista.
            Como buen naturalista, Maupassant muestra su visión lúgubre, cínica y desapasionada de la vida de las personas y de sus circunstancias. Su trabajo en el Ministerio de Marina le dio abundante material para escribir sobre los burócratas (Los domingos de un burgués) o los militares (Bola de sebo, Bel Ami), a los que invariablemente trata como a fanfarrones traidores a la patria.
            Pero también hay un Maupassant enfermo de neurosis que sufría alucinaciones y era víctima de su propia fantasía. Él mismo participaba en la creencia un tanto literaria de ser un hombre poseído por la personalidad de un difunto. El tema del doble es muy habitual en su obra, y de ahí el mundo de los fantasmas como parte de sus conflictos psicopatológicos.
            En el género fantástico son patentes las influencias de Hoffmann y Poe. En todos estos cuentos, la locura es el tema central, el horror cotidiano, el detalle maligno, la percepción morbosa, el fetichismo, la obsesión por partes del cuerpo, etc.
            Entre los relatos naturalistas, el más famoso es Bola de sebo; entre los fantásticos, El Horla.
            Bola de sebo sucede en el transcurso de la Guerra Franco-prusiana. Los personajes viajan en una carroza, pero al llegar al frente un soldado prusiano exige los favores de uno de los viajeros, una cortesana. Esta mujer, Elisabeth Russet, Bola de sebo, durante el trayecto había compartido sus víveres con los otros viajeros, un matrimonio de la aristocracia campesina, otras dos parejas de comerciantes burgueses, dos monjas y un demócrata furibundo que primero le piden e incluso le ordenan que transija con los caprichos del soldado, pero después de conseguirlo no dudan en negarle el alimento y despreciarla por comerciar con su cuerpo.
            El Horla, del que Maupassant publicó varias versiones (como si el propio cuento tuviera varias personalidades), cuenta la historia de un hombre que empieza a tener fuertes neuralgias y horrorosas pesadillas, y decide marchar a un lugar tan romántico y fantasmagórico como Mont Saint Michel. Allí descubre que alguien más está en la casa. Alguien, y no fue él, a no ser que fuera sonámbulo, bebió agua durante la noche. Pero las pruebas que intenta dejan claro que no ha sido él sino alguien que acecha. En su regreso a París se somete a una hipnosis, y él mismo la practica, con aviesas intenciones. Pero las crisis vuelven. Alguien invisible corta una flor en su presencia, un fantasma que se apodera de él y dirige sus pasos, alguien a quien, por sus lecturas desbocadas, ha identificado como el Horla. A partir de entonces, todos sus esfuerzos conducen a atraparlo. Consigue encerrarlo en su casa y prenderle fuego, sin acordarse de que dentro permanecen todavía los criados. Como sucede en Poe, la perturbación mental no se sabe a qué parte del cuento afecta, si a su historia o a su narración.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Anton Chéjov


La literatura rusa del siglo XIX dio una gran importancia al relato corto. Los grandes autores (Tolstoi, Dostoievski, Turgueniev, Gogol) nunca dejaron de practicarlo, e incluso habían sido pioneros, con Affanasiev, en el rescate de los cuentos populares rusos. Pero sería Chéjov (1860-1904), con sus 400 relatos cortos y unos 70 algo más extensos, quien llevaría el género del relato realista a la forma que todavía hoy consideramos vigente. Chéjov fue el primero en limitar sus historias al tiempo de la acción misma y en revelar de sus personajes solo lo estrictamente necesario para la acción o situación concreta que narra el cuento. A partir de Chéjov, el cuento ya no describe profusamente a los personajes, ni cuenta su pasado ni las circunstancias de su vida. Es la exacta descripción de una escena, de una anécdota sin aparente importancia, pero muy significativa, una secuencia en la que parece no sobrar ningún detalle y ser todos símbolo de algo, cuyo argumento queda apenas esbozado. Es interesante constatar que uno de los más importantes e influyentes escritores de relatos breves del siglo XX, el norteamericano Raymond Carver, nunca dudó en señalar a Chéjov como su gran maestro. La grandeza de Chéjov es que para el teatro contemporáneo tiene una importancia parecida. Sus obras Tío Vania, La gaviota o El jardín de los cerezos siguen estando entre las piezas clásicas más leídas y representadas, desde luego mucho más que las de Ibsen.
               El efecto es que el lector presencia una escena corriente que lo llena de preguntas hacia sí mismo. Los detalles, aparentemente irrelevantes, van llenando de complejidad al personaje, lo hacen víctima de su propia incapacidad frente al mundo, y transmiten esa desolación, la sugieren, según la estética del simbolismo, que en Chéjov llega a una unión perfecta con el realismo.
               En la vida de Chéjov, en su manera de narrar y en los temas que trató influyeron varios aspectos. Para pagarse los estudios de medicina y contribuir al sustento de su familia, Chéjov comenzó muy joven con la escritura de relatos cortos. El hecho de que cualquier personaje, especialmente el hombre corriente, pudiera ser objeto de sus cuentos ya desde el principio está relacionado con la urgencia de su escritura y el público al que estaba destinada.
               En 1890 Chéjov viajó a la isla Sajalín para dar testimonio de las condiciones infrahumanas en que vivían los habitantes de aquella colonia penitenciaria. El resultado de sus investigaciones, descrito con implacable contundencia, con desgarrada exactitud, pero también con profunda piedad hacia las víctimas, marcaría para siempre el tono de sus historias. Chéjov sabe conmover sin juzgar, tan solo con describir. En sus cuentos no hay ideologías superfluas ni se le dice al lector lo que tiene que pensar. Tan solo se le sugieren preguntas, no respuestas, aunque a veces, como en Historia de un desconocido, las preguntas sean demasiado crudas: “¿Por qué nos hemos cansado de todo?”. Pero el ambiente que crea Chéjov siempre subraya la monotonía, el vacío, la rutina, el aburrimiento y la banalidad, los atributos del hombre corriente que se ve enfrentado a tragedias silenciosas.
               Algunos de sus cuentos más famosos son los siguientes:
               En La estepa cuenta un viaje de un joven a través de la estepa hacia una ciudad extranjera donde va a estudiar. Los acontecimientos de la narración apenas tienen importancia, sino el ambiente, la melancolía de la estepa infinita, el calor sofocante, la monotonía, el cansancio de los viajeros, su angustia, su soledad, un ambiente enrarecido que suscita conflictos entre ellos.
               En Una historia aburrida, un profesor, decepcionado consigo mismo, pierde la fe en su vocación. Para él la vida carece de sentido y es un puro aburrimiento. Su única amiga, Katia, hija adoptiva, experimenta el mismo vacío, pero cuando pregunta al padre este solo le sabe responder con un “no sé”. Este tema del hombre aislado, sin comunicación, amuermado en su filosofía pasiva y resignado ante su propia ruina, personajes que se dejan caer dulcemente, pero sin poderlo remediar, es muy frecuente en sus cuentos de madurez.
               En La habitación número 6 se cuenta cómo el doctor Rágin debe ingresar en el hospital por culpa de un colega que opina que está loco, porque presta atención a las conversaciones utópicas del paciente Grómov, enfermo mental, de la sala número 6. A Rágin le parece que Grómov es el único que no está enfermo en aquella ciudad de provincias. Mientras Grómov ve el sentido de la vida en la lucha contra el sufrimiento y el dolor y por la felicidad del hombre, el médico Rágin reflexiona sobre la inutilidad de la existencia. La escena final simbólica (Rágin se rebela al ver la cárcel de la ciudad por su ventana) también fue interpretada también en clave revolucionaria.
               Chéjov trató no solo las condiciones miserables y humillantes en que vivían los campesinos, sino nuestra incapacidad de ser felices. En El reino de las mujeres, una hija de un obrero, gracias a una herencia,  se convierte en la dueña de una fábrica. Ella desea casarse con uno de los obreros, pero debe abandonar la idea por tratarse de un plan irrisorio, según la alta sociedad. En Ana al acecho: un hombre no le hace caso a su mujer, hasta que, un buen día, un alto dignatario se interesa por ella en un baile. Ella entonces se venga de su marido y hace de él un esclavo ridículo. En La dama del perrito, quizá su cuento más famoso, un hombre y una mujer se enamoran apasionadamente y encuentran en su doble vida la felicidad que no encontraron en sus respectivos matrimonios. Sin embargo, ninguno es capaz de romper con las ataduras familiares y sociales y terminan dejándose de ver.

El teatro de Chéjov

               Características:
1.      Carácter estático (en las piezas hay apenas desarrollo).
2.      En cuanto a sus diálogos, el espectador tiene la impresión de que los personajes hablan sin escucharse, que no se entienden, aunque entiendan muy bien el fondo de la historia; lo que de veras tiene importancia es lo oculto detrás de las conversaciones cotidianas y banales. Los diálogos tienden a sustituir a la acción.
3.      Utiliza símbolos estables para ambientar la trama. La gaviota muerta en La gaviota representa la vacuidad de la vida. El jardín de los cerezos representa la vieja Rusia noble, a punto de desaparecer.
4.      Los personajes más apreciados por el autor son soñadores sensibles que se quejan de la vida tan agobiante y esperan un futuro mejor, más limpio, más libre. Los cínicos y los pedantes son representados muy peyorativamente.

Obras:

1.      Tío Vania. Un profesor emérito se retira con su esposa, bella y joven, a la finca de su primera mujer, ya difunta. La finca la lleva el tío Vania, que envidia al profesor. Para Vania, es injusto que tenga que sacrificarse por un ignorante presumido. Cuando el profesor quiere vender la finca (porque está cansado de la vida en el campo, de vivir entre “tanta gente ignorante”, casi sucede una tragedia. El tío se rebela y dispara contra el profesor, pero no da en el blanco. Vania se reconcilia con el profesor y este se marcha con su mujer. Al final nada ha cambiado. Ha fallado con los disparos y con su intento de acto heroico.
2.      El jardín de los cerezos. La acción se desarrolla a finales del siglo XIX en una finca con un inmenso jardín de cerezos. La finca, hipotecada, tiene que ser vendida. Lopáchin, hombre sensato, manda arrancar los árboles del jardín y los vende al mejor postor. Sin duda alguna, el jardín de los cerezos es el símbolo de la belleza (sobre todo cuando está en flor), pero también del mundo al cual pertenece. Si bien la propietaria le tiene cariño al jardín, Lopáchin muestra su lado utilitario hasta ser casi brutal con ese mundo. La hija, Ana, a pesar de que le gusta mucho el jardín, puede asimilar su pérdida.

Cf. E. Waegemans, Historia de la literatura rusa desde el tiempo de Pedro el Grande, Pamplona, EIU, 2003, pp. 266-276