Era mediodía; las casas tenían cerrados los postigos, y los
tejados de pizarras, que relucían bajo la áspera luz del cielo azul, parecían
echar chispas en la cresta de sus hastiales. Soplaba un viento pesado, Emma se
sentía débil al caminar; los guijarros de la acera la herían; vaciló entre
volverse a su casa o entrar en algún sitio a descansar.
En aquel momento, el señor León salió de un portal cercano
con un legajo de papeles bajo el brazo. Se acercó a saludarle y se puso a la
sombra delante de la tienda de Lheureux, bajo el toldo gris que sobresalía.
Madame Bovary dijo que iba a ver a su niña, pero que ya empezaba a estar
cansada.
-Si... -replicó el señor León, sin atreverse a proseguir.
-¿Tiene que hacer algo en alguna parte? -le preguntó Emma.
Y a la respuesta del pasante, le pidió que la acompañara.
Aquella misma noche se supo en Yonville, y la señora Tuvache, la mujer del
alcalde, comentó delante de su criada que «Madame Bovary se comprometía».
Para llegar a casa de la nodriza había que girar a la
izquierda, después de la calle, como para ir al cementerio, y seguir entre
casitas y corrales un pequeño sendero, bordeado de alheñas. Estaban en flor lo
mismo que las verónicas y los agavanzos, las ortigas y las zarzas que
sobresalían de los matorrales. Por el hueco de los setos se percibían en las
casuchas algún cochino en un estercolero, algunas vacas atadas frotando sus
cuernos contra el tronco de los árboles. Los dos caminaban juntos, despacio,
ella apoyándose en él y conteniéndole el paso que él acompasaba al de ella; por
delante, un enjambre de moscas revoloteaba zumbando en el aire cálido.