-¿Está usted enamorado? -dijo ella tosiendo un
poco.
-¡Eh!, ¡eh!, ¿quién sabe?-contestó Rodolfo.
El prado empezaba a llenarse, y las amas de casa
tropezaban con sus grandes paraguas, sus cestos y sus chiquillos. A menudo
había que apartarse delante de una larga fila de campesinas, criadas, con
medias azules, zapatos bajos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se
pasaba al lado de ellas. Caminaban cogidas de la mano, y se extendían a todo lo
largo de la pradera, desde la línea de los álamos temblones hasta la tienda del
banquete. Pero era el momento del concurso, y los agricultores, unos detrás de
otros, entraban en una especie de hipódromo formado por una larga cuerda
sostenida por unos palos.
Allí estaban los animales, con la cabeza vuelta
hacia la cuerda, y alineando confusamente sus grupas desiguales. Había cerdos
adormilados que hundían en la tierra sus hocicos; terneros que mugían; ovejas
que balaban; las vacas, con una pata doblada, descansaban su panza sobre la
hierba, y rumiando lentamente abrían y cerraban sus pesados párpados a causa de
las moscas que zumbaban a su alrededor. Unos carreteros remangados sostenían
por el ronzal caballos sementales encabritados que relinchaban con todas sus
fuerzas hacia donde estaban las yeguas. Éstas permanecían sosegadas, alargando
la cabeza y con las crines colgando, mientras que sus potros descansaban a su sombra
o iban a mamar; y de vez en cuando, y sobre la larga ondulación de todos estos cuerpos
amontonados, se veía alzarse el viento, como una ola, alguna crin blanca, o sobresalir
unos cuernos puntiagudos, y cabezas de hombres que corrían. En lugar aparte, fuera
del vallado, cien pasos más lejos, había un gran toro negro con bozal que
llevaba un anillo de hierro en el morro, tan inmóvil como un animal de bronce.
Un niño andrajoso lo sostenía por una cuerda. Entretanto, entre las dos
hileras, unos señores se acercaban con paso grave examinando cada animal y
después se consultaban en voz baja. Uno de ellos, que parecía más importante, tomaba, al paso,
notas en un cuaderno. Era el presidente del jurado: el señor Derozerays de la Panville.
Tan pronto como reconoció a Rodolfo se adelantó rápidamente y le dijo sonriendo
con un aire amable:
-¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted?
Rodolfo aseguró que volvería. Pero cuando el
presidente desapareció dijo:
-Por supuesto que no iré; voy mejor acompañado con usted
que con él.