Inmóviles el uno frente al otro, se repetían:
-¡Hasta el jueves!..., ¡hasta el jueves!
De pronto ella le cogía la cabeza entre las dos manos, le
besaba rápido en la frente, exclamando: «¡Adiós!», y se precipitaba
por la escalera.
Iba a la calle de la Comedia , a una peluquería, a arreglarse sus
bandós. Llegaba la noche; encendían el gas en la tienda.
Oía la campanilla del teatro que llamaba a los cómicos a la
representación, y veía, enfrente, pasar hombres con la cara blanca y mujeres
con vestidos ajados que entraban por la puerta de los bastidores.
Hacía calor en aquella pequeña peluquería demasiado baja,
donde la estufa zumbaba en medio de las pelucas y de las pomadas. El olor de
las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le tocaban la cabeza, no
tardaba en dejarla sin sentido y se quedaba un poco dormida bajo el peinador. A
veces el chico, mientras la peinaba, le ofrecía entradas para el baile de
disfraces.
Después se marchaba. Subía de nuevo las calles, llegaba a la
«Croix Rouge»; recogía sus zuecos que había escondido por la mañana debajo de
un banco y se acomodaba en su sitio entre los viajeros impacientes. Algunos se
apeaban al pie de la cuesta. Ella se quedaba sola en la diligencia.
A cada vuelta se veían cada vez mejor todas las luces de la
ciudad que formaban un amplio vapor luminoso por encima de las casas
amontonadas. Emma se ponía de rodillas sobre los cojines y se le perdía la
mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a León, y le enviaba
palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.
Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su
bastón por en medio de las diligencias. Un montón de harapos cubría sus hombros
y un viejo sombrero desfondado que se había redondeado como una palangana le
tapaba la cara; pero cuando se lo quitaba descubría, en lugar de párpados, dos
órbitas abiertas todas ensangrentadas. La carne se deshilachaba en jirones
rojos, y de allí corrían líquidos que se coagulaban en costras verdes hasta la
nariz cuyas aletas negras sorbían convulsivamente. Para hablar echaba hacia
atrás la cabeza con una risa idiota; entonces sus pupilas azuladas, girando con
un movimiento continuo, iban a estrellarse hacia las sienes, al borde de la
llaga viva.