domingo, 31 de mayo de 2020

Dostoievski, 4

EL SUEÑO DE UN HOMBRE RIDÍCULO


I
Soy un hombre ridículo. Ahora ellos me llaman loco. Y eso podría haberme supuesto un ascenso de grado, si no me siguieran considerando igual de ridículo que antes. Ahora no me enfado y todos me parecen simpáticos; incluso cuando se burlan de mí siguen algún modo pareciéndome especialmente dulces. De buena gana me reiría con ellos –no ya de mí, sino por afecto hacia ellos- si no fuera por la tristeza que siento cuando los miro. Y me siento triste porque ellos desconocen la verdad, y yo sí la sé. ¡Oh, qué difícil le resulta a uno conocer la verdad! Pero ellos no lo entenderán. No, no lo entenderán.
Antes me angustiaba porque les parecía ridículo. Más que parecérselo lo era. Siempre fui ridículo, y lo sé probablemente desde el día de mi nacimiento. Seguramente supe que era ridículo desde que tenía siete años. Después estudié en la escuela, más tarde en la universidad. Y ¿qué es lo que sucedió? Pues que cuanto más estudiaba, más me convencía de que era ridículo. De modo que toda mi ciencia universitaria, a medida que penetraba en ella, pareció a fin de cuentas haber existido para demostrarme y explicarme que yo era un hombre ridículo. Lo mismo que ocurrió con la ciencia, también sucedió en la vida real. A medida que pasaban los años se acrecentaba y afianzaba en mí la conciencia de mi ridículo aspecto, en todos los sentidos. Siempre se ha reído de mí todo el mundo, que si había un hombre sobre la faz de la tierra que tenía consciencia de que era ridículo, ese hombre era yo; ésta era la cuestión que más me ofendía, cosa que ellos ignoran; pero de esto sólo yo tengo la culpa: siempre he sido tan orgulloso que por nada del mundo reconocérselo jamás a nadie. Ese orgullo crecía en mi interior a medida que pasaban los años, y si me hubiera permitido reconocerme como ridículo, ante cualquier persona, creo que al instante me habría volado la tapa de los sesos. ¡Oh, cómo sufría en mi adolescencia pensando que no aguantaría más y que en cualquier momento lo confesaría a mis compañeros! Pero desde que me hice joven, y a pesar de ir tomando lentamente conciencia de mi horrible cualidad, no sé por qué, me sentí más aliviado. Y digo que no sé por qué, pues hasta hoy día no he encontrado la razón. Puede que fuera por aquello de que en mi alma crecía una terrible melancolía debido a un hecho, que era infinitamente superior a mí; para ser más exactos, se había apoderado de mí la única convicción de que en el mundo todo daba igual. Lo venía presintiendo desde hacía ya tiempo, pero la convicción completa se me presentó de pronto el último año. De repente sentí que me daba igual que existiera el mundo o que no existiera en absoluto. Comencé a percibir con todo mi ser que nada existía a mi alrededor. Al principio creí que, a pesar de todo, en otros tiempos hubo muchas cosas, pero más tarde llegué a la conclusión de que tampoco antes las hubo, de que todo era una ilusión. Poco a poco me fui convenciendo de que jamás existiría nada. Entonces de pronto dejé de enfadarme con la gente, y apenas me percataba de ellos. La verdad es que eso afloraba incluso en las nimiedades más insignificantes; por ejemplo, iba por la calle y me chocaba con la gente. Y no era porque fuera ensimismado y pensativo: no tenía nada en que pensar; por aquel entonces dejé de pensar completamente: todo me daba igual. Si al menos hubiera resuelto algún problema; pero no resolví ninguno. ¡Y cuántos había! Pero todo me daba igual, y todos los problemas se apartaban de mí por sí solos.
Fue después cuando conocí la verdad. La conocí en noviembre del año pasado; concretamente, el tres de noviembre, y desde aquel momento recuerdo cada instante de mi vida. Ocurrió en un anochecer lúgubre, el más lóbrego que puede haber. Iba de regreso a casa, alrededor de las once de la noche, y recuerdo haber pensado exactamente que no podía hacer un tiempo más funesto. Incluso en el aspecto físico. Durante todo el día había estado lloviendo a cántaros una lluvia fría, siniestra y terrible; recuerdo que incluso resultaba hostil a la gente; y de pronto, a las once de la noche, dejó de llover y se empezó a sentir una humedad espantosa, más pegajosa y fría que cuando llovía, todo ello desprendía una especie de vapor, que salía de todos los empedrados de la calle y los callejones cuando se mira en su interior desde una cierta distancia. Y de repente, se me figuró que, de haberse apagado todas las farolas de gas, sería menos espeluznante, ya que con el gas alumbrando y proporcionando luz hacía que el corazón se sintiera más triste, porque alumbraba todo eso. Ese día apenas comí, y desde la primera hora de la tarde estuve en casa de un ingeniero, junto a otros dos compañeros suyos. Estuve completamente callado y creo que les aburrí. Hablaban sobre un tema apasionante, y en un momento incluso llegaron a acalorarse. Pero el tema les resultaba indiferente, yo ya me había percatado de ello, y se enzarzaron en vano. De pronto les dije: “Señores, si a ustedes les da igual todo”. Ellos no se ofendieron, pero se rieron de mí. Debe ser porque lo que dije fue sin intención alguna, sino únicamente porque a mí todo me daba igual. Se percataron de que a mí todo me daba igual, y eso les hizo gracia.
Cuando de regreso a casa, en la calle, pensé en las farolas de gas, miré hacia el cielo. Hacía una noche terriblemente oscura, pero en algunos trozos se podían distinguir con claridad las nubes despedazadas, y entre ellas unas insondables manchas negras, De golpe, en una de esas manchas, reparé una estrellita, y la miré fijamente. Sucedió porque la estrellita me había insinuado una idea: me había propuesto suicidarme aquella noche. Desde hacía dos meses me rondaba la cabeza aquella idea fija, y, a pesar de mi penosa situación económica, me compré un espléndido revólver y lo cargué aquel mismo día. Desde entonces ya habían transcurrido dos meses, y el revólver todavía permanecía en el cajón; y tanta era mi indiferencia que se me ocurrió posponerlo hasta encontrar el momento en que no todo me diera igual; no sé por qué razón. Y de ese modo, durante esos dos meses, cada noche cuando regresaba a casa, pensaba que iba a suicidarme. No hacía más que esperar el momento oportuno. Y he aquí que esa estrellita me dio la idea, y me propuse que eso debía suceder irremisiblemente aquella noche. Sin embargo, ignoro la razón por la que la estrella me dio la idea.
Y justo cuando estaba mirando al cielo, de repente una niña me agarró por el codo. La calle estaba prácticamente desierta y apenas había transeúntes. A lo lejos, sobre el pescante, dormitaba un cochero. La niña tendría unos ocho años. Llevaba un pañuelo en la cabeza y un vestidito. Estaba completamente empapada, y se me quedaron especialmente grabadas sus botas mojadas y rotas, que aún recuerdo: me llamaron la atención especialmente. La niña comenzó a tirarme del codo y a llamarme. No lloraba, pronunciaba entrecortadamente algunas palabras, que no lograba articular bien, porque tiritaba y tenía escalofríos y convulsiones. Estaba horrorizada por algo y gritaba desesperadamente: “¡Mamita, mamita!”. Yo giré la cabeza hacia ella, y sin decirle palabra continué andando; pero la niña siguió corriendo detrás de mí tirándome del brazo. Su voz tenía el tono de desesperación de los niños cuando están muy asustados. Conozco ese tono. Y aunque no llegara a articular y terminar las palabras, comprendí que su madre se estaba muriendo en algún lugar, o que algo por el estilo estaría sucediendo para que la niña saliera corriendo a llamar a alguien, o encontrar algo, con tal de ayudar a su madre. Pero yo no fui tras ella; antes al contrario, de pronto se me pasó por la cabeza la idea de espantarla y echarla. Al principio le dije que buscara al guardia municipal. Pero ella juntó las manitas y, sollozando y ahogándose, continuó corriendo a mi lado sin apartarse de mí. Fue entonces cuando di una patada en el suelo y lancé un grito. La niña sólo exclamó: “¡Señor, señor…!”; pero de repente me dejó, y al momento cruzó la calle: en la otra acera había un transeúnte, y al parecer la niña me había dejado para salir corriendo tras él.
Subí al quinto piso en el que vivo. Vivo en una habitación de alquiler. Es mísera y pequeña, con un ventanuco semicircular, de desván. Tengo un sofá cubierto con un hule, una mesa llena de libros, dos sillas y un sillón, viejo a más no poder; pero eso sí, de estilo volteriano. Me senté, encendí una vela y me puse a meditar. Al lado, en otra habitación, detrás del tabique, continuaba la juerga. Llevaban así ya tres días. Allí vivía un capitán retirado, que tenía invitados –unos seis troneras– que bebían vodka y jugaban a las cartas con unos viejos naipes. La noche anterior hubo pelea, y sé que dos de ellos se habían tirado de los pelos durante un buen rato. La casera quiso presentar una denuncia, pero le tiene mucho miedo al capitán. Aparte de nosotros, en otra habitación, vive de alquiler una señora muy bajita y delgada, mujer de un militar, que había venido a la pensión con tres niños que enfermaron allí. Tanto ella como los niños temían al capitán hasta más no poder, y se pasaban la noche tiritando y santiguándose; el más pequeño hasta tuvo una especie de ataque por el miedo que le daba el capitán. Sé que ese tal capitán para a la gente en la avenida Nevski para pedir limosna. No le admiten para prestar servicio, pero es cosa extraña (y por eso lo cuento), pues durante todo el mes, desde que él se alojó aquí, no me contrarió en absoluto. Desde el principio rehuí cualquier contacto amistoso con él, y, además, desde el primer día él mismo se aburrió conmigo, y por más que puedan gritar al otro lado del tabique, y por más gente que pueda haber allí, a mí siempre me resulta indiferente. Permanezco toda la noche sentado, y la verdad es que ni los oigo, hasta tal punto me abstraigo y me olvido de que están allí. No me duerno en toda la noche hasta el amanecer; y así ha transcurrido ya un año. Durante la noche entera estoy sentado en el sillón, delante de la mesa sin hacer nada. Los libros los leo sólo durante el día. Permanezco sentado y ni siquiera pienso, sino que dejo que algunas ideas me ronden, y yo las dejo vagar a su libertad. Durante la noche se gasta toda la vela.
Me senté despacio junto a la mesa, saqué el revólver y lo puse delante de mí. Cuando lo coloqué, recuerdo que me hice una pregunta a mí mismo: “¿Ha de ser así?”, y completamente convencido me dije: “Así ha de ser”. Es decir, me suicidaré. Sabía que probablemente me suicidaría aquella noche, pero ignoraba cuánto tiempo permanecería así sentado junto a la mesa. Y sin duda alguna me habría dado un tiro en la cabeza, de no ser por aquella niña.

II

Ya lo ven: aunque todo me daba igual, yo –por poner un ejemplo- sentía dolor. De haberme dado alguien un golpe, habría sentido dolor. Y lo mismo sucedía en el sentido moral: si hubiera ocurrido algo muy penoso, habría sentido la pena de igual modo que entonces, cuando todavía no todo en la vida me resultaba indiferente. Hacía un rato había sentido compasión: podía haber ayudado a la niña. ¿Y por qué no la ayudé? Pues por una idea que me asaltó: cuando ella me estaba tirando del brazo y me llamaba, se me planteó una cuestión que no pude resolver. La pregunta era ociosa, y eso me enfureció. Me enfadé porque si ya había tomado la decisión de acabar con mi vida aquella misma noche, entonces todo cuanto ahora me rodeara debía serme más indiferente que nunca. ¿Por qué razón sentí de pronto que no todo me resultaba indiferente, y que sentía compasión hacia aquella niña? Recuerdo que me provocó mucha lástima; incluso, hasta producirme un dolor extraño, absolutamente inverosímil dada mi situación. Es cierto que no sé expresar aquel sentimiento mío pasajero, pero éste continuó cuando me encontré ya en casa y me hube sentado a la mesa completamente alterado como hacía tiempo que no lo estaba. Una reflexión sucedía a otra. Se me presentaba con toda claridad que si yo era una persona, y aún no me había convertido en un cero, y hasta que ello sucediera, en tal caso, estaba vivo, y por consiguiente era capaz de sufrir, enfadarme y experimentar la vergüenza por mis actos. Que así fuera. Pero si me suicidara, por ejemplo, al cabo de dos horas, ¿qué importancia tendrían para mí la niña, la vergüenza, y todo cuanto hubiera en el mundo? Si yo iba a convertirme en un cero, en un cero absoluto, ¿acaso la conciencia de que dejaría totalmente de existir, y de que, por consiguiente, tampoco nada existiría, no influiría mínimamente en el sentimiento de compasión hacia aquella niña, ni en el de la vergüenza tras haber cometido aquel acto vil? Porque si le lancé aquel salvaje grito a esa infeliz criatura dando una patada al suelo, fue porque pensé que no sólo no sentía lástima por ella, sino que si cometía aquella inhumana bajeza era porque podía hacerlo en aquel momento, ya que pasadas dos horas todo se acabaría. ¿Pueden creerme que por eso lancé el grito? Ahora estoy casi convencido de ello. Se me presentaba con claridad la idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí. Incluso podría decir que el mundo, en aquel momento, estaba hecho únicamente para mí: si me suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí. Por no hablar de que en realidad era probable que ya nada existiera tras mi desaparición, y que cuando se apagara mi conciencia, se apagaría y desaparecería al instante todo el mundo, como si fuera una aparición de mi conciencia, pues tal vez todo ese mundo, y toda esa gente, no eran únicamente más que yo. Recuerdo cómo, cuando estaba sentado y reflexionando, les daba vueltas a todas estas nuevas interrogantes, que se apretujaban las unas contra las otras, orientándose incluso en otra dirección y ocurriéndoseme cosas completamente nuevas. Por ejemplo, se me figuró una idea extraña: si yo hubiera vivido antes en la Luna o en Marte, y hubiera cometido allí un acto de lo más atroz y deshonesto que el hombre pueda imaginar, y se me hubiera reprendido y deshonrado allí por él, de modo tal que un acaso sólo pudiera sentirlo e imaginarlo en un sueño, viviendo el horror; y después, ya en la Tierra, continuara yo conservando la conciencia de lo que había cometido en el otro planeta, y al margen de ello supiera que ya jamás podría regresar a aquel lugar; en tal caso, si mirara la Luna desde la Tierra ¿me daría todo igual o no? ¿Habría sentido vergüenza, o no, por aquel acto? Las preguntas eran ociosas, y estaban de más, puesto que el revólver yacía sobre la mesa frente a mí, y yo estaba completamente convencido de que aquello ocurriría sin lugar a dudas, pero las preguntas no dejaban de acalorarme y me enfurecían. Parecía que no me podía morir ahora sin haber resuelto algo previamente. En una palabra, la niña me salvó, porque al hacerme todas esas preguntas aplacé la idea del disparo. Entre tanto, en la habitación del capitán también empezó a cesar el ruido; dejaron de jugar a las cartas, se disponían para irse a dormir, y mientras tanto gruñían y reñían entre sí perezosamente. Y he aquí que en aquel momento me quedé dormido, cosa que jamás me había ocurrido antes, sentado y en el sillón. Me dormí sin haberme dado cuenta. Los sueños, como es bien sabido, son algo extraordinariamente extraño: algunas cosas se te presentan con una claridad pasmosa, con unos detalles minúsculos, similares a la orfebrería, y otras transcurren como si estuvieras sobrevolando el tiempo y el espacio, sin darte cuenta en absoluto. Parece que los sueños no los dirige la razón, sino el deseo; que no es la cabeza, sino el corazón, y mientras tanto, ¡qué cosas más astutas se le antojaban a mi razón durante el sueño! Además, durante el sueño suceden cosas absolutamente inconcebibles para la razón. Mi hermano, por ejemplo, había fallecido hacía cinco años. A veces lo veo en sueños: participa de mis cosas, tenemos intereses en común, y, mientras dura el sueño, yo sé perfectamente, y lo recuerdo, que mi hermano está muerto y enterrado. ¿Cómo es que no me resulta extraño que, a pesar de estar muerto, esté aquí, junto a mí, haciendo cosas? ¿Por qué mi razón permite que eso ocurra? Pero dejémoslo aquí. Voy a contar mi sueño. ¡Sí, entonces yo tuve un sueño, mi sueño del tres de noviembre! Ellos ahora se burlan de mí diciendo que sólo se trataba de un sueño. Pero ¿acaso no da igual que fuera o no un sueño? ¡Si ese sueño me ha aportado la Verdad! Ya que una vez que has conocido y visto la verdad, es cuando reconoces que no hay otra, ni puede haberla, bien esté uno dormido o despierto. ¡Qué más da que sea un sueño, pues esta vida, que ustedes tanto ensalzan, quise apagarla yo con un suicido! ¡Mientras que mi sueño, mi sueño! ¡Oh! ¡Me ha revelado una vida nueva, grandiosa, renovada y fuerte!

III

Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta e incluso continué reflexionando sobre las mismas materias. Y soñé que cogía el revólver, y sentado lo dirigía directamente al corazón… al corazón, y no a la cabeza; puesto que, cuando me lo propuse, tenía pensado dispararme precisamente en la sien derecha. Lo dirigí hacia el pecho, esperé un par de segundos, y tanto mi vela como la mesa y la pared de enfrente se movieron y se sacudieron de repente. Me disparé lo más aprisa que pude.
A veces, cuando uno sueña, cae desde una gran altura, o le están dando un navajazo, o le pegan, pero en ningún momento siente dolor, al margen, claro está, de que realmente se dé un golpe desde la cama hasta despertarse a causa del dolor. Del mismo modo me sucedió a mí: yo no sentí dolor, pero se me figuró que con mi disparo todo en mi interior se sacudió; todo se había apagado y alrededor de mí oscureció terriblemente. Pareció que me había quedado ciego y mudo; y he aquí que permanezco tumbado sobre algo duro, completamente estirado y boca arriba, sin ver nada y sin poder moverme en absoluto. Alrededor de mí va y viene gente gritando; se oye tronar la voz de un capitán, grita la casera; y de pronto otra pausa, y ya me están llevando metido en un ataúd cerrado. Puedo sentir cómo se mueve el ataúd, pienso en ello, y, por primera vez, me impresiona la idea de estar muerto, de estar completamente muerto, de saber y no dudarlo; no veo y no me muevo, mientras que siento y pienso. Pero pronto me conformo con ello, y con normalidad, igual que en el sueño, acepto la realidad sin rechistar.
Y ya me están enterrando. Todos se van y me quedo solo, completamente solo. No me muevo. Antes, cuando me figuraba el día de mi entierro, imaginaba siempre que lo único que me relacionaría con la tumba sería la sensación de la humedad y el frío. El mismo frío que sentí también en ese momento, especialmente en la punta de los dedos de los pies; y nada más.
Estaba tumbado y, cosa extraña, ya nada esperaba, aceptando sin discusión alguna que un muerto nada podía esperar. Pero había humedad. No sé cuánto tiempo transcurrió, si una hora, si algunos días o si muchos. Sobre mi ojo izquierdo, que estaba cerrado, cayó una gota de agua que había calado la tapa del ataúd; a continuación de ésta, otra, al cabo de un minuto, una tercera, y así sucesivamente, con el intervalo de un minuto. Una profunda indignación prendió de repente en mi corazón, y pude sentir dolor físico en su interior: “Es mi herida”, pensé, “es el tiro; ahí está depositada la bala…”. Mientras, la gota no cesaba de caer a cada minuto en mi ojo cerrado. De repente llamé, y no ya con la voz, puesto que estaba inmóvil, sino con todo mi ser, al artífice de todo cuanto me estaba sucediendo.
—Seas quien fueres, pero si existes y hay algo más racional que cuanto ahora me está sucediendo, en tal caso, permítele que también se persone aquí. Si, por el contrario, te estás vengando de mí por mi irracional suicido con el horror y el absurdo de una existencia ulterior, has de saber que ¡jamás me perseguirá sufrimiento comparable con el desprecio que sentiré en silencio, aunque mi martirio se prolongue millones de años…!
Imploré y me quedé callado. Un silencio profundo se prolongó durante casi un minuto, e incluso cayó otra gota más; pero estaba completa e irremisiblemente seguro de que ahora todo cambiaría inmediatamente. Y he aquí que mi tumba se removió. Es decir, no sé si fue abierta o desenterrada, pero fui tomado por un ser oscuro y desconocido, y ambos nos encontramos en el espacio. De golpe recuperé la vista: hacía una noche profunda, y yo jamás había visto una oscuridad igual. Nos trasladábamos por el espacio ya muy alejados de la Tierra. Yo no le hacía ninguna pregunta al que me transportaba; sólo esperaba y estaba orgulloso. Me convencía a mí mismo de que no tenía miedo, y me sentía petrificado al fascinarme con la idea de no tenerlo. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos volando y no me lo imagino: todo transcurrió del mismo modo como sucede en los sueños, dando saltos, dejando atrás el tiempo, el espacio y las leyes de la existencia y la razón para detenerse únicamente sobre algunos puntos que anhela el corazón. Recuerdo que de pronto vi en la oscuridad una estrellita.
—¿Es Sirio? —pregunté yo, ya sin poderme contener, pues no quería preguntar nada.
—No, es la misma estrella que viste entre las nubes, cuando estabas de regreso a casa —me respondió aquel ser que me transportaba.
Yo sabía que él parecía tener un aspecto similar al humano. Cosa extraña, yo no quería a ese ser, e incluso sentía hacia él una profunda aversión. Esperaba una inexistencia absoluta, y con aquella idea me disparé al corazón. Y he aquí que estaba en manos de un ser, aunque no humano, pero que indudablemente existía: «¡Ah! ¡Debe ser que también hay vida de ultratumba!», pensé, con la extraña ligereza del sueño; pero la esencia de mi corazón continuaba conmigo en su profundidad: «¡Y si he de vivir de nuevo…!», pensé, «¡… haciéndolo, otra vez, conforme a la ineludible voluntad de alguien! ¡En tal caso no quiero que me dobleguen y humillen!».
—¿Sabes que te temo, y por eso me desprecias? –le dije a mi acompañante sideral, sin poderme contener la humillante pregunta, que incluía reconocimiento, y sintiendo a la vez, en mi humillado corazón, el pinchazo de un alfiler. Él no respondió a mi pregunta, pero percibí que no me despreciaba ni se burlaba de mí; que tampoco me compadecía, y que nuestro viaje tenía un sentido, desconocido y secreto, que sólo me atañía a mí. El miedo crecía dentro de mi corazón. Algo sordo, pero torturador, me llegaba desde mi silencioso acompañante y parecía penetrarme. Nos trasladábamos por espacios oscuros y desconocidos. Llevaba ya un buen rato sin ver las estrellas que me eran conocidas. Sabía que existían estrellas de ese tipo en los espacios siderales y que sus haces de luz llegaban a la tierra al cabo de miles y millones de años. Puede que ya hubiéramos sobrevolado esos espacios. Estaba a la espera de algo terrible en el interior de mi angustiado corazón. Y, de repente, me estremeció un sentimiento familiar y sugestivo en grado sumo. ¡Acababa de ver nuestro sol! Yo sabía que eso no podía ser nuestro sol, él que había dado a nuestra Tierra, y que estábamos a una infinita distancia de él, pero no sé por qué reconocí, con todo mi ser, que se trataba de un sol exactamente igual que el nuestro, su repetición y su doble. Un sentimiento dulce calmó con asombro en mi interior: la fuerza familiar de la luz, la misma que me dio vida, resonó dentro de mi corazón, al que resucitó, y me sentí vivo, igual que antes y por vez primera después de ser enterrado.
—Pero si esto es el sol, si éste es exactamente el mismo sol que el nuestro –exclamé-, entonces ¿dónde está la Tierra? –y mi acompañante me indicó la estrellita que brillaba en la oscuridad con un brillo de color verde esmeralda. Nos dirigíamos directamente hacia ella.
—¿Acaso son posibles repeticiones de este tipo en el universo? ¿Son así las leyes de la naturaleza…? Y si aquello de allí es una Tierra, ¿acaso es igual que la nuestra…?, ¿exactamente igual, infeliz, pobre, pero querida y eternamente amada, que engendra el mismo amor torturador incluso en sus hijos más desagradecidos, contenible y asombroso amor hacia aquella querida Tierra de antes que había abandonado. La imagen de la pobre niña que había ofendido pasó fugazmente delante de mí.
—Lo verás todo –respondió mi acompañante, y un tono triste resonó en aquellas palabras.
Pero enseguida nos aproximamos al planeta. Éste crecía ante mi vista, podía ya diferenciar el océano, los contornos de Europa, cuando un sentimiento extraño, de enorme y sacro celo, prendió en mi corazón: «¿Cómo es posible una repetición así? ¿Y con qué finalidad? Yo amo, y todavía puedo amar, aquella Tierra que abandoné, sobre la que quedó salpicada mi sangre, cuando el desagradecido de mí terminó con su vida de un disparo en el corazón. Pero jamás dejé de amar yo aquella Tierra, incluso durante aquella noche en que me despedí de ella; es posible que la amara de un modo más torturador que nunca. ¿Y en esta nueva Tierra existe el sufrimiento? ¡En la nuestra, amar de verdad es sólo posible con el sufrimiento y a través de él! No sabemos amar de otro modo y desconocemos otro tipo de amor. Yo necesito el sufrimiento para amar. Deseo, ansío, en este instante, besar y regar de lágrimas sólo aquella otra Tierra que abandoné; ¡y no quiero, no me haré a vivir en ninguna otra…!».
Pero mi acompañante ya me había dejado. De pronto, sin darme cuenta, me encontré en esa otra Tierra sumergido en un día claro, tan maravilloso como el paraíso, bañado en la luz de sol. Creo que me encontré en una de esas islas que componen el archipiélago griego en nuestra Tierra, o en algún punto del litoral del continente cercano al archipiélago. ¡Oh! Todo era igual que en nuestra Tierra, pero por todas partes parecía irradiar festividad y la consecución finalmente alcanzada de un grandioso y santo triunfo. El plácido mar, de color esmeralda, salpicaba suavemente la orilla, la acariciaba cariñosa, visible y casi conscientemente. Los altos y maravillosos árboles crecían en todo el lujo y esplendor de la luz, y estoy convencido de que sus innumerables hojas me saludaban con su suave rumor acariciador que parecía pronunciar palabras de amor. La hierba ardía desprendiendo luz de aromáticas flores. Los pajarillos revoloteaban por el cielo en bandadas, y sin temor se posaban sobre mis hombros y mis manos, aleteando alegremente con sus tiernas y trémulas alitas. Finalmente vi y conocí a la gente que habitaba esta feliz Tierra. Se acercaron a mí. Me rodearon y empezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eran los hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué maravillosos eran! Jamás había visto en nuestra Tierra hombres tan bellos. Quizás pudiera encontrarse algún reflejo de aquella belleza, aunque lejano y algo debilitado, entre nuestros sueños en su más tierna infancia. Los ojos de esta gente feliz brillaban con un esplendor claro. Sus rostros irradiaban raciocinio y algún grado de conciencia reconciliadora; pero a su vez caras eran alegres; en las palabras y las voces de aquella gente se percibía una alegría infantil. ¡Oh! Al instante de ver aquellos rostros, lo comprendí todo. Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso. Esas personas, sonriendo alegremente, se acercaban a mí y me acariciaban; me condujeron consigo, y cada uno de ellos deseaba tranquilizarme. ¡Oh! No me hacían ningún tipo de preguntas, pero parecían saberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí; deseaban borrar cuanto antes el sufrimiento de mi rostro.

IV

Volvemos a lo mismo: ¡pues que ha sido sólo un sueño! Pero el sentimiento de amor de aquellas inocentes y maravillosas personas se me quedó grabado para siempre, y aún ahora puedo sentir cómo, desde aquel lugar, se derrama amor sobre mi persona. Los vi con mis propios ojos; los conocí y me convencí de que los amaba, y después sufrí por ellos. ¡Oh! Ya entonces me di cuenta al instante de que en absoluto lograría comprenderlos en muchos aspectos; a mí, como ruso contemporáneo y progresista, como triste petersburgués, me parecía inconcebible, por ejemplo, que ellos, sabiendo tanto, no tuvieran nuestra ciencia. Pero enseguida comprendí que sus conocimientos se llenaban y alimentaban de pretensiones distintas de las que nosotros teníamos en la Tierra, y que sus aspiraciones también eran completamente diferentes. No deseaban nada y estaban tranquilos, no ansiaban conocer la vida como lo hacemos nosotros, porque su vida había alcanzado toda la plenitud. Sin embargo, sus conocimientos eran más profundos y elevados que los de nuestra ciencia, pues ésta busca explicar la vida, tendiendo a su vez a adquirir conciencia de ella con el fin de enseñar a vivir a otros; ellos, por el contrario, sabían cómo habían de vivir incluso sin la ciencia, y yo lo entendí, pero no conseguí comprender sus conocimientos. Me mostraban sus árboles, y yo no conseguía comprender el grado de amor con que los contemplaban: parecía enteramente que hablaban con seres semejantes. Y ¿saben?: probablemente no me equivocaría si dijera que hablaban con ellos. Sí, habían encontrado su idioma y estoy convencido de que los árboles no entendían. Del mismo modo contemplaban toda la naturaleza: a los animales que vivían en armonía con ellos, sin atacarlos y amándolos, subyugados por su amor. Me indicaban las estrellas y me decían algo sobre ellas que no conseguía entender, pero estoy convencido de que, de alguna manera, estaban en contacto con aquellos cuerpos celestes, y ya no sólo con la idea, sino de un modo vivo. ¡Oh! Aquella gente ni siquiera se esforzaba para que la entendiese, pues me amaban sin necesidad de ello; pero, a pesar de todo, yo sabía que ni siquiera ellos llegarían jamás a entenderme, y por eso apenas les hablaba de nuestra Tierra. Yo me limitaba a besar en su presencia la Tierra en que vivían y, sin decir palabra, los adoraba, y ellos lo percibían y se dejaban amar, pero intimidándose a su vez porque les adorara, ya que ellos mismo amaban mucho. No sufrían por mí cuando, empapado en lágrimas, a veces besada sus pies, reconociendo felizmente en mi corazón con qué gran amor me responderían. A veces me preguntaba con asombro: ¿cómo durante tanto tiempo podían no ofender a alguien como yo, ni suscitar una sola vez en mí el sentimiento de celos o envidia? Muchas veces me preguntaba cómo podía un ser tan petulante y mentiroso como yo no hablarles de mis conocimientos, que ellos, claro está, ignoraban, al igual que tampoco desear asombrarles con ellos, aunque sólo fuera por amor a ellos. Ellos eran tan veloces y alegres como los niños. Paseaban por sus maravillosos sotos y bosques, cantando sus bellas canciones, se alimentaban de un modo frugal, con los frutos de los árboles, la miel de sus bosques y la leche de sus queridos animales. Le dedicaban muy poco tiempo a conseguir comida y confeccionar la ropa. Entre ellos había amor y nacían los niños, pero jamás observé entre ellos crueles arrebatos de la lujuria que se apodera de casi todo el mundo en nuestra Tierra, y que es la fuente de la mayoría de los pecados de nuestra humanidad. Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos partícipes de su dicha. No había disputas entre ellos, ni celos, y ni siquiera comprendían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos, porque todos componían una familia. Apenas tenían enfermedades, aunque existía la muerte; sus ancianos morían despacio, como si se quedaran dormidos, rodeados de gente que se despedía de ellos, bendiciéndolos, y despidiéndose con alegres sonrisas. No se veían ni el dolor ni las lágrimas cuando esto sucedía, sino un amor que parecía multiplicado hasta el éxtasis, pero un éxtasis tranquilo, completo y contemplativo. Hasta cabía pensar que se comunicaban con sus difuntos aun después de la muerte y que con la muerte no se interrumpía entre ellos la unión terrenal. Apenas me comprendían cuando les preguntaba acerca de la vida eterna, pero al parecer estaban tan convencidos de su existencia que eso no provocaba en ellos inquietud alguna. No tenían templos, pero sí un contacto vital e ininterrumpido con el Todo universal; no practicaban la religión, pero estaban firmemente convencidos de que, cuando su alegría alcanzase los límites naturales de la Tierra, llegaría para todos, los vivos y los muertos, una unión aún más estrecha con el Universo. Esperaban con alegría ese instante, pero sin prisas ni sufrimiento, como si ya lo presintieran en sus corazones, y se lo comunicaban los unos a los otros. Por las tardes, antes de dormir, les gustaba reunirse para cantar en cordiales y armoniosos coros. Con esas canciones comunicaban las sensaciones que les había deparado el día, que bendecían y del que se despedían. Alababan la naturaleza, la tierra, el mar, los bosques. Gustaban de componer canciones los unos de los otros halagándose, como los niños; eran canciones muy sencillas, pero fluían del corazón y lo penetraban. Y ya no sólo en las canciones, sino que parecía que toda su vida se la pasaban ellos adorándose los unos a los otros. Era lo suyo una especie de enamoramiento mutuo, general y completo. Yo apenas entendía algunas de sus canciones triunfales y solemnes. Comprendiendo las palabras, jamás conseguí entender todo su significado. Permanecían inaccesibles a mi entendimiento y, sin embargo, parecían penetrar cada vez más en mi corazón. A menudo les decía que ya había presentido aquello antes, que todas aquellas alegrías y glorias las intuía yo cuando vivía en nuestra Tierra, pero en forma de evocadora melancolía, rayana, a veces, en un terrible dolor; que ene los sueños de mi corazón y las ilusiones de mi inteligencia, los presentía a todos ellos junto a su gloria; que estando en la Tierra, a menudo no podía mirar la puesta del sol sin que me brotaran lágrimas… Que mi odio hacia la gente de nuestra Tierra siempre conllevaba tristeza: ¿por qué no podía odiarlos sin amarlos? ¿por qué no podía perdonarles? ¿por qué en mi amor hacia ellos siempre había angustia? ¿por qué no podía amarlos sin dejar de odiarlos? Ellos me escuchaban, y yo veía que advertían que no podían imaginarse lo que les decía, pero no me arrepentía de decírselo: sabía que entendían el gran pesar que me producían aquellos a los que abandoné. Sí, cuando me miraban con sus maravillosos ojos repletos de amor, cuando sentía que, en su presencia, también mi corazón se tornaba igual de inocente y veraz que el de ellos, no sentía lastima por no comprenderlos. Al experimentar la totalidad de la vida me quedaba sin aliento, y en silencio rezaba por ellos.
¡Oh! Todos se ríen ahora mirándome a los ojos y me intentan persuadir de que durante el sueño es imposible los detalles que yo les transmito ahora; de que en mi sueño había visto o tenido sólo una sensación, nacida de mi propio corazón delirante, y de que los detalles los había añadido yo mismo al despertarme. Y cuando les confesé que probablemente así es como sucedió en realidad…¡Dios mío, qué carcajadas soltaron así en mi cara! ¡Y cuánta gracia les hizo aquello! ¡Oh! Claro que únicamente yo estaba convencido del sentimiento de aquel sueño y de que tan sólo había sobrevivido en mi profundamente herido corazón, es decir, aquellas que vi durante el tiempo que duró, estaban tan henchidas de armonía, y hasta tal punto eran fascinantes, maravillosas y verdaderas, que al despertarme no tuve fuerzas para encarnarlas en nuestras palabras, de modo que parecieron esfumarse de mi cabeza, y puede que realmente fuera así; que, inconscientemente, yo mismo me viera obligado después a inventar detalles, desfigurándolos, sobre todo teniendo en cuenta mi apasionado deseo de trasladarlos lo antes posible, aunque sólo fueran algunos de ellos. Sin embargo, ¿cómo no voy a creer que todo ello fue realidad? ¿Puede que haya sido mil veces mejor, más claro y alegre de lo que yo haya contado? Que sea un sueño, pero aquello no pudo no haber sucedido. ¿Saben una cosa? Les confiaré un secreto: es posible que todo aquello no haya sido un sueño, puesto que sucedió algo tan terriblemente real que era imposible que se presentara en forma de sueño; vale que mi sueño fuera engendrado por mi corazón, pero ¿acaso mi corazón, solo, estaba en condiciones de engendrar aquella terrible verdad que me sucedió después? ¿Cómo podía inventarla yo solo? ¿Acaso mi pequeño y caprichoso corazón y mi insignificante inteligencia podían alzarse con semejante revelación de la verdad? Júzguenlo ustedes mismos: hasta hoy día lo he estado ocultando, pero ahora también declararé esta verdad. ¡La cuestión estriba en que yo… los pervertí a todos!

V
¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo los pervertí a todos! Ignoro cómo pudo haber sucedido aquello, no lo sé, no lo recuerdo con claridad. El sueño sobrevoló milenios, dejando en mí únicamente la sensación de totalidad. Sólo sé que la causa del pecado fui yo. Igual que la espantosa triquina, como el átomo de la peste que contagia a países enteros, del mismo modo también yo contagié aquella Tierra, feliz y sin pecado antes de mi llegada. Aprendieron a mentir y les gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh! Eso puede que ocurriera de un modo inocente, como una broma, una coquetería, o un juego amoroso, de veras, puede que se iniciara como un átomo, pero ese átomo de la mentira penetró en sus corazones y les gustó. A continuación nació rápidamente la lujuria, ésta engendró los celos, y los celos la crueldad… ¡Oh! No lo sé, no lo recuerdo, pero pronto, muy pronto, brotaron las primeras gotas de sangre: ellos se asombraron y se horrorizaron y comenzaron a dispersarse y a separarse. Comenzaron a crearse las alianzas, pero ya de los unos en contra de los otros. Aparecieron los reproches, las recriminaciones. Conocieron la vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el conocimiento del honor, y en cada agrupación apareció su bandera. Empezaron a torturar a los animales y éstos se alejaron de ellos penetrando en el bosque y se convirtieron en sus enemigos. Comenzó la lucha por la separación, el aislamiento, la individualidad, y la propiedad privada. Empezaron a hablar diferentes lenguas. Conocieron el dolor y lo amaron, ansiaron el sufrimiento. Fue entonces cuando surgió entre ellos la ciencia. Cuando se hicieron malvados, empezaron a hablar de la hermandad y la humanidad, y comprendieron esas ideas. Cuando se hicieron criminales, inventaron la justicia, prescribiéndose a sí mismos códigos enteros para custodiarla; y con el fin de salvaguardar su vigencia, impusieron la guillotina. Apenas se acordaban de lo que habían perdido y no querían creer que hubo un tiempo en que fueron inocentes y felices. Se reían incluso de la posibilidad de su felicidad pasada, denominándola sueño. No podían darle forma en su imaginación pero, cosa rara y curiosa: una vez perdida la fe en la felicidad pasada, a la que llamaron cuento, sintieron tantas ganas de ser nuevamente inocentes y felices que, como niños, cayeron ante el deseo de su corazón, lo divinizaron y construyeron templos y empezaron a rezar a su misma idea, a su mismos “deseos”, creyendo plenamente a su vez en la imposibilidad de su cumplimiento y su realización, pero adorándolo y venerándolo con lágrimas. Y, sin embargo, si se les hubiera dado la posibilidad de retornar a aquel estado de felicidad e inocencia que perdieron, y si alguien se lo hubiera mostrado de nuevo preguntándoles si deseaban regresar a ese estado, probablemente se habrían negado. Me respondieron: «Sabemos que somos falsos, malos e injustos, pero lo sabemos y lloramos por ello; nosotros mismos nos torturamos por ello, y probablemente nos castigamos más que aquel misericordioso Juez que nos juzgará y cuyo nombre desconocemos. Pero tenemos la ciencia, y por medio de ella buscaremos nuevamente la verdad, aunque la acogeremos ya más conscientemente. El conocimiento está por encima del sentimiento, la conciencia de la vida está por encima de la vida misma. La ciencia nos proporcionará sabiduría, y ésta nos descubrirá leyes, y el conocimiento de las leyes, la felicidad que está por encima de la felicidad». Esto fue lo que dijeron y, después de esas palabras, empezaron a quererse más a sí mismos que a sus prójimos, y les resultó imposible obrar de otro modo. Todos empezaron a ser tan celosos de su persona que procuraban, por todos los medios, humillar y menoscabar a los demás, convirtiendo esto en la finalidad de su vida. Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: los débiles, de buena voluntad, se supeditaron a los más fuertes, con la finalidad de ayudarles a oprimir a los más débiles que ellos mismos. Surgieron los defensores de la justicia que, con lágrimas en los ojos, veían a ver esa gente y le hablaban de su orgullo, de la pérdida del equilibrio, la armonía y el pudor. La gente se reía de ellos o los apedreaba. A las puertas de los templos se derramaba sangre santa. Y, a pesar de todo, empezó a surgir gente que se planteó la forma de volver a unir a todos de nuevo, con el fin de que cada cual, sin dejar de amarse a sí mismo más que a sus prójimos, nos molestara a su vez a nadie, y se pudiera continuar viviendo de ese modo juntos, como si se tratara de una sociedad conforme consigo misma. A causa de esta idea se desencadenaron guerras enteras. Todos cuantos luchaban creían fielmente que la ciencia, la sabiduría y el sentimiento de autoprotección obligarían finalmente al hombre a reunirse en una sociedad de concordia y racionalidad, y mientras tanto, para acelerar su llegada, los “más sabios”, ansiosos de ver triunfar su idea, aniquilaban a los “menos sabios” que no la entendían. Pero el sentimiento de autoprotección comenzó pronto a debilitarse; aparecieron los orgullosos y los voluptuosos que exigían directamente todo o nada. Para obtenerlo recurrían al crimen, y de no conseguirlo, al suicidio. Surgieron religiones de culto al no ser y a la destrucción, con el único placer de la eterna futilidad. Finalmente esa gente se cansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostros se dibujó el sufrimiento, y proclamaron que el sufrimiento era la belleza, ya que únicamente éste tenía sentido. Dedicaban canciones a sus sufrimientos. Yo daba vueltas sin saber qué hacer, y lloraba por ellos, pero los amaba probablemente más que antes, cuando en sus rostros aún no había sufrimiento y eran tan inocentes y maravillosos. Llegué a amar su mancillada Tierra más que antes, cuando aún era paraíso, sólo porque en ella había aparecido el dolor. ¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, pero única y exclusivamente para mí, mientras que ahora lloraba por ellos, y me compadecía de ellos. Les tendí las manos desesperado, culpándome, maldiciéndome y despreciándome a mí mismo. Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y sólo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira. Les rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última gota de mi sangre. Pero ellos se limitaban a burlarse de mí y a tomarme por un chiflado. Me disculpaban, diciendo que recibieron aquello que ellos mismos habían deseado, y que todo cuanto entonces sucedía no podía no haber sucedido. Finalmente me hicieron saber que yo comenzaba a ser un peligro para ellos, y que sí, si no me callaba, me encerrarían en un psiquiátrico. Entonces el dolor penetró con tanta fuerza en mi alma que mi corazón se estremeció y me sentí morir; en ese instante… bueno en ese instante, me desperté.
Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora sólo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar! Decidí dedicarme a la predicación en aquel mismo instante y, lógicamente, para el resto de mi vida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba a predicar? ¡Pues la Verdad, ya que la había visto con mis propios ojos y había descubierto toda su gloria!

Y desde entonces predico. A parte de ello, amo a todo el mundo, y más aún a los que se burlan de mí. Ignoro por qué sucedió de ese modo, no sé ni puedo explicarlo, pero que así sea. Ellos dicen que ahora me embrollo, es decir, que si ya ahora me embrollo, entonces ¿qué será más adelante? La verdad es inapelable: me confundo, y más adelante probablemente me confundiré aún más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de predicar mejor, es decir, hasta dar con las palabras adecuadas y los hechos que vaya a exponer, pues es sumamente difícil de llevar a cabo. Sí, todo ello lo estoy viendo ahora tan claro como el día, pero atiéndame: ¿quién no se embrolla? Y mientras tanto, todos tienen la misma finalidad, o al menos tienden hacia ello, desde el más sabio hasta el último bandido, sólo que por distintos caminos. Ésta es una verdad antigua, pero he aquí que hay algo nuevo en ella: no debo desviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi y sé, que la gente puede ser maravillosa y feliz, sin perder la cualidad de vivir en la Tierra. No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas. Y, sin embargo, ellos no paran de burlarse de esa fe mía. Pero ¿cómo podría no creer? Si yo vi la verdad; y no es que la haya inventado en mi cabeza, sino que la vi; la vi, y su viva imagen llenó mi alma para toda la eternidad. La vi con tanta plenitud e integridad que no puedo admitir que no exista entre los hombres. ¿Además, cómo voy a embrollarme? Claro que es posible que me confunda unas cuantas veces, pero seguiré hablando incluso con otras palabras, aunque no por mucho tiempo: la viva imagen de lo que vi siempre estará a mi lado y me corregirá y orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno de lozanía, e iré siguiendo mi propósito aunque necesite mil años. ¿Saben una cosa? Al principio incluso quise ocultar que los había pervertido a todos, pero fue un error. ¡He aquí el primer error! Sin embargo, la verdad me susurró que estaba mintiendo, me protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo se construye el paraíso, porque no sé transmitirlo con palabras. Después de mi sueño, perdí las palabras. O al menos los vocablos más importantes, los más necesarios. Que más da: yo marcharé y predicaré sin descanso, porque, a pesar de todo, lo vi con mis ojos, aunque no sepa transmitirlo. Pero esto es algo que no entienden aquellos que se burlan de mí, que dicen: «¡Fue un sueño, un delirio, una alucinación!». ¡Oh! ¿Acaso eso es de sabios? ¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo, predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan sólo una hora, todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. ¡Además, sólo se trata de una verdad antiquísima, leída y repetida billones de veces, pero que no terminó de arraigar! Porque «la conciencia de la vida está por encima de la vida misma, el conocimiento de las leyes de la felicidad excede a la propia felicidad». ¡Contra eso es contra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Si todos lo desearan, las cosas cambiarían al instante. Por fin encontré aquella pequeña… ¡Y seguiré adelante, seguiré!

viernes, 29 de mayo de 2020

Dostoievski, 3


Los hermanos Karamázov (1880) es la última novela de Dostoievski, un impresionante relato policíaco, psicológico y filosófico, unánimemente considerada como su mejor obra. En ella, los hermanos Iván, Dimitri y Alexei son abandonados por su padre y educados por parientes. Cuando llegan a la edad adulta, los hermanos se enfrentan a su viejo padre, un sujeto despreciable al que menosprecia y odian. Los tres hermanos desean la muerte del padre. Un día, cuando el padre aparece muerto, el hermano mayor, Dimitri, es el primer sospechoso. Las ciucunstancias y las pruebas le son adversas (por ejemplo, el padre y el hijo amaban a la misma mujer). dimitri es condenado a trabajos forzados en Siberia. Sin embargo, los hermanos no saben que el verdadero asesino es el epiléptico Smerdiákov, hijo ilegítimo y criado del viejo Karamázov. Smerdiákov pone en práctica la norma proclamada por el segundo de los hermanos, Iván, quien, según la filosofía de Nietzsche, dice que todo está permitido. Smerdiákov se aburre, aborrece la vida y no siente el más mínimo remordimiento después del crimen. Finalmente se suicida. Como penitencia, los tres hermanos están dispuestos a cargar con la complicidad en el crimen.
La novela, larga y compleja, plantea la oposición entre el padre biológico, un sujeto detestable, y el padre espiritual, el ermitaño Zósima, que representan la muerte y la resurrección. Iván es el pensador y racionalista. Dimitri, el símbolo de las pasiones salvajes y sensuales, y Alexei (en la novela se le llama casi siempre Aliocha) es el puro y santo. Sin embargo, los tres son el producto del mismo padre. Los tres (y Smerdiákov también) afrontan el conflicto de odiar a su padre y sentirse culpables del parricidio. Cada hermano es acompañado por una mujer de fuerte personalidad, pero también de un niño. Smerdiákov, por ejemplo, enseña al niño Iliucha cómo matar a su perro, pero el niño, poco después, muere de remordimiento. Alexei vive en una comunidad de estudiantes. Dimitri, ya en prisión, sueña con un niño que muere en el pecho de su madre, e Iván se niega a creer en la eterna felicidad mientras haya un solo niño que sufra.

Dostoievski introdujo en la novela un importante elemento autobiográfico: él mismo se sentía culpable de la muerte de su padre y de la de su propio hijo. Esta novela la escribió después de la muerte, a los tres años, de su último hijo. Para diseñar los personajes, Dostoievski estudió a fondo la criminalidad entre la juventud rusa y visitó reformatorios. Al mismo tiempo, la novela está iluminada por las palabrs del ermitaño Zósima sobre la blasfemia y la anarquía. Antes de morir, el ermitaño afirma que en el ser humano anida una bestia apasionada que hace dudar a la gente entre el Bien y el Mal, entre el «ideal de Madonna» y el «ideal de Sodoma». La única salida posible es renunciar a las pasiones, porque solo trean el caos, el crimen, el sufrimiento y el suplicio de uno mismo y de los otros. Esta idea de ataraxia tuvo bastante éxito en nuestra literatura. Los críticos se la adjudican a Schopenhauer, pero los escritores que la utilizaron (Baroja) la sacaron de Dostoievski.

*La fotografía que ilustra esta entrada es una página del manuscrito de Los hermanos Karamázov. Da idea de cómo funcionaba la mente del autor...

jueves, 28 de mayo de 2020

Dostoievski, 2


Crimen y castigo (1866) gira en torno a un asesinato. El plan original de Dostoievski fue esbozar la hisoria de un crimen. Un joven estudiante, Raskólnikov, mata a una vieja usurera para hacer felices a su madre y a su hermano con el dinero robado. Después terminaría sus estudios, se marcharía al extranjero y viviría según la ley de Dios. Pero no todo sale como había previsto: tras el asesinato, el autor siente remordimientos y se entrega a la policía, dispuesto a asumir la condena.
En la versión definitiva de la obra, el estudiante asesina a la vieja para pagar sus estudios. A través de las conversaciones son el juez Petrovic, y, sobre todo, al redescubrir con Sonia la misericordia perdida, Raskólnikov vive una catarsis. Los dos le enseñan que su soledad solo puede combatirse aceptando su culpabilidad y asumiendo el castigo que se le imponga. Cuando, por fin, Raskólnikov debe ir a Siberia, condenado a trabajos forzados, Sonia se va voluntariamente con él. Gracias al amor de Sonia, Raskólnikov se siente como Lázaro, resucitado de entre los muertos, y puede comenzar una nueva vida. 
Crimen y castigo es una novela policíaca llena de suspense, pero no para descubrir al asesino sino para saber cómo el asesino preparó el crimen. Raskólnikov va fraguando progresivamente que quiere matar a una persona pero le repugna la idea. Cuando los planes son solo conjeturas, el asesinato nunca se menciona de manera explícita. Solo se alude a él como un «acto». Todo es confuso, incluso las razones que le llevan a cometerlo. Después del crimen, el suspense se concentra en las conversaciones con el juez, en las que Raskólnikov expone sus teorías. Por ejemplo, que si todo lo que contribuye al progreso es bueno, también la muerte de la vieja usurera contribuiría a la felicidad general, porque así podría terminar los estudios y ayudar a su familia.
Frente a ese orgullo individualista, que le conduce al asesinato, está la compasiva humildad de Sonia, que acepta el sufrimiento y de esta forma contribuye a la purificación de Raskólnikov. La novela, además, tiene un fuerte componente de crítica social. La acción sucede en sótanos, callejones oscuros, comisarías, de modo que el ambiente es de una sociedad abrumada por la miseria. Sonia, por ejemplo, se hace prostituta para mantener a su familia. Es decir, el crimen de Raskólnikov sería una forma de protesta contra un mundo profundamente injusto. 
Dostoievski revolucionó la novela no solo con esta trama tan novedosa y apasionante, o con la extraordinaria profundidad de sus personajes, sino también con la manera de escribirla. Cualquier escritor de la época, al leer las primeras páginas, pensaría que la novela está mal escrita, como si le importasen muy poco las convenciones retóricas del momento. Sin embargo, él lo justificó con una frase memorable: «La preocupación por el estilo es el primer síntoma de impotencia», es decir, el estilo no puede interferir en la novela. Tolstoi había llegado a la transparencia más absoluta, y Dostoievski a un lenguaje que era como los sórdidos callejones en los que transcurre la acción. En apariencia no es un estilo depurado, pero es absorbente, hipnótico, y uno llega a la conclusión de que es el mejor estilo posible para lo que se está contando. Ese estilo, como ya os he comentado, fascinó a Pío Baroja, y el pobre tuvo que soportar que generaciones de críticos sin sensibilidad ni conocimientos literarios dijera que el suyo era un estilo desaliñado, incluso hubo algún mentecato que lo acusó de no dominar bien el castellano…
Os dejo con la primera página de Crimen y castigo. En ella puede versa la extraordinaria intensidad del libro entero, el desprecio por las florituras literarias, la capacidad de Dostoievski de meternos en un mundo aparte desde las primeras líneas.

Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él
un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Dostoievski, 1


Fedor Dostoevski (1821-1881) se educó en la Escuela Militar de Ingenieros de Petersburgo, aunque a los 23 años abandonó su carrera para dedicarse a la literatura. En 1839, su padre fue asesinado por la sevidumbre, algo que parece ser que provocó su primera crisis neurótica. Con su primera obra, Pobres gentes, consiguió el aprecio de la crítica, que se disipó por completo con sus siguientes publicaciones. Hacia 1847, Dostoievski simpatizó con las ideas del socialismo utópico, lo que le costó una condena de cuatro años en Siberia. Allí el zar Nicolás I les gastó una broma macabra: los condenó a muerte, y, en el momento en que iban a ser fusilados, les concedió el indulto.
En Siberia fue condenado a trabajos forzados, rodeado de miseria y de criminales violentos, y allí se convirtió al cristianismo por la sencilla razón de que era aquello en lo que creía el pueblo. Después fue obligado a alistarse como soldado raso y contrajo matrimonio con la viuda María Isáeva. La unión duró ocho años, llenos de enfermedades, celos y problemas económicos. Fue promovido a oficial, pero despedido por sus crisis epilépticas. En 1860, de regreso en Petersburgo, escribió los Recuerdos de la casa de los muertos, sobre su espantosa experiencia en Siberia. 
Fundó, con su hermano, la revista El tiempo, que tuvo que cambiar de nombre por su tono crítico y sarcástico y por enfrentarse con la revista de Nekrásov, entonces el pope de las letras rusas. En ella escribió las Memorias del subsuelo, donde ya se puede apreciar la mentalidad del autor que vendría después. También mantuvo una complicada relación con Apollinárija Súslova, mujer de armas tomar, engreída y desesperante, con la que viajó por Europa y se aficionó al juego.
En 1865 mueren sus seres queridos, su mujer y su hermano, se ve obligado a cerrar la revista y a cuidar de la familia de su hermano. En estas circunstancias escribe, en Alemania, la primera de sus grandes obras, Crimen y castigo. Abrumado por las deudas, escribió en menos de un mes El jugador, un clásico sobre la ludopatía, con la ayuda de Anna Snítkina, su secretaria, veinticinco años más joven que él, con la que luego contraería matrimonio. Anna no solo fue su secretaria, sino la persona que le ayudó a vivir los últimos diez años de su vida en relativa paz y tranquilidad, y le hizo posible escribir el resto de su monumental obra literaria. No obstante, se arruinó varias veces por su adicción a la ruleta, situaciones límite que le impulsaron a escribir El idiota y Los demonios

De regreso a Rusia, en 1871, sus ideas políticas cambiaron: se opuso a los revolucionarios y se acercó a los reaccionarios de Nekrásov, y escribió el Diario de un escritor, que es una especie de revista hecha por un hombre solo. En 1880 llegó a lo más alto de su fama literaria con la impresionante Los hermanos Karamázov, que lo dejó sin fuerzas, y poco después, en 1881, murió.

jueves, 21 de mayo de 2020

Tolstoi: las novelas cortas


Una novela corta es más larga que un cuento pero más breve que una novela. En la actualidad se considera que, aproximadamente, una novela corta no excede las 40.000 palabras. Pero más allá de sus medidas la novela corta exige una unidad de acción y un afán de concisión que la novela larga, más, digamos, desparramada, no se preocupa por mantener. Para las llamadas novelas de tesis, es decir aquellas que desarrollan una idea ilustrada con una anécdota novelesca, este tipo de novela es la más adecuada.
Su origen está en la novella italiana del Renacimiento. De hecho, en algunas lenguas, como el francés, se distingue entre roman (lo que nosotros llamamos novela) y nouvelle (novela corta). Ya en el Decamerón (s. XIV), los protagonistas se recluyen en la iglesia de Santa María Novella, aunque las novelas de Boccaccio son lo que ahora llamaríamos cuento. En el Quijote, sin embargo, podemos establecer una distinción definitiva: una cosa es la novela, las andanzas de don Quijote, sin más término que la muerte del protagonista y que abarcan diferentes episodios, personajes que aparecen y desaparecen, historias de diverso desarrollo, y, por otra parte, la novela corta, la novella, como es el caso de El curioso impertinente, que los protagonistas encuentran dentro de una maleta, o la Historia del capitán cautivo, de tintes autobiográficos. Ambas son historias en el sentido que, mucho tiempo después, Edgar Alan Poe le atribuiría a los cuentos, es decir, textos para ser leídos en un solo golpe de lectura, o para ser contados en una sola sesión. Pero Poe ya habla de relatos más breves y plenos de intensidad, esto es, de cuentos.
En el caso de Tolstoi, además de sus tres grandes novelas, Ana Karenina, Guerra y paz y Resurrección, escribió una considerable cantidad de cuentos, unas deliciosas memorias de infancia y juventud y algunas novelas cortas que están entre las más valoradas del género y que han adquirido su condición de paradigma. Las tres más célebres son La muerte de Iván Illich, Hadji Murat y Sonata a Kreutzer


La muerte de Iván Illich es la historia de un hombre que, tras hacer todo lo posible para llegar a lo más alto en la escala social, se encuentra entonces más solo y desamparado que nunca. Empieza así:

En general, la vida de Ivan Ilich transcurría como, según su parecer, la vida debía ser:  cómoda, agradable y decorosa. Se levantaba a las nueve, tomaba café,  leía el periódico, luego se ponía el uniforme y se iba al juzgado. Allí  ya estaba dispuesto el yugo bajo el cual trabajaba, yugo que él se  echaba de golpe encima: solicitantes, informes de cancillería, la cancillería misma y sesiones públicas y administrativas. En ello era  preciso excluir todo aquello que, siendo fresco y vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos judiciales; era también preciso  evitar toda relación que no fuese oficial y, por añadidura, de índole  judicial. Por ejemplo, si llegase un individuo buscando informes acerca  de algo, Ivan Ilich, como funcionario en cuya jurisdicción no entrara el caso, no podría entablar relación alguna con ese individuo; ahora bien, si éste recurriese a él en su capacidad oficial  —para algo,  pongamos por caso, que pudiera expresarse en papel sellado—, Ivan Ilich haría sin duda por él cuanto fuera posible dentro de ciertos límites, y al hacerlo mantendría con el individuo en cuestión la apariencia de  amigables relaciones humanas, o sea, la apariencia de cortesía. Tan pronto como terminase la relación oficial terminaría también cualquier  otro género de relación. Esta facultad de separar su vida oficial de su  vida real la poseía Ivan Ilich en grado sumo y, gracias a su larga  experiencia y a su talento, llegó a refinarla hasta el punto de que a  veces, a la manera de un virtuoso, se permitía, casi como jugando,  fundir la una con la otra. Se permitía tal cosa porque, de ser preciso,  se sentía capaz de volver a separar lo oficial de lo humano. Y hacía  todo eso no sólo con facilidad, agrado y decoro, sino con virtuosismo.  En los intervalos entre las sesiones del tribunal fumaba, tomaba té,  charlaba un poco de política, un poco de temas generales, un poco de  juegos de naipes, pero más que nada de nombramientos. Y cansado, pero  con las sensaciones de un virtuoso volvía a su casa, donde encontraba  que su mujer y su hija habían salido a visitar a alguien, o que allí  había algún visitante, y que su hijo había asistido a sus clases,  preparaba sus lecciones con ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco  lo que se enseña en los institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de  la comida, si no tenían visitantes, Ivan Ilich leía a veces algún libro  del que en aquel momento se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a  trabajar, esto es, a leer documentos oficiales, consultar códigos,  cotejar declaraciones de testigos y aplicarles la ley correspondiente.  Ese trabajo no era aburrido ni divertido. Le parecía aburrido cuando  hubiera podido estar jugando a las cartas; pero si no había partida, era  mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su mujer. El  mayor deleite de Ivan Ilich era organizar pequeñas comidas a las que  invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y al igual que su  sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales personas  podían ser copia de otras reuniones de la misma índole.
En  cierta ocasión dieron un baile. Ivan Ilich disfrutó de él y todo  resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con motivo  de las tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho sus propios  preparativos, pero Ivan Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero  de los caros y había encargado demasiadas tartas; y la disputa surgió  cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero  ascendió a cuarenta y cinco rublos. La querella fue violenta y  desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamo “imbécil y  mentecato”; y él agarró la cabeza con las manos y en un arranque de  cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy  divertido. Había asistido gente de postín e Ivan Ilich había bailado con  la princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad “comparte mi aflicción”. Los deleites de su trabajo oficial eran  deleites de la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de  la vanidad. Pero el mayor deleite de Ivan Ilich era jugar al vint con  buenos jugadores que no fueran chillones, y en partida de cuatro, por  supuesto  (porque en la de cinco era molesto quedar fuera, aunque  fingiendo que a uno no le importaba), y enzarzarse en una partida seria e  inteligente (si las cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un  vaso de vino. Después de la partida, Ivan Ilich, sobre todo si había  ganado un poco (porque ganar mucho era desagradable), se iba a la cama con muy buena disposición de ánimo. Así  vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que  asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de  perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima  a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un sinfín de  carantoñas, se metían volando en la sala de jarrones japoneses en las  paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin… 



Hadji Murat cuenta la histora, verídica, de un guerrillero caucásico que después de batallar contra los rusos durante muchos años, acaba enfrentado con sus propios compañeros, que lo condenan y secuestran a su familia. Hadji Murat tiene entonces que aliarse con sus enemigos de siempre para salvar a sus seres queridos.
El comienzo de esta novela es una parábola que en cierto modo resume y simboliza la historia entera, contada con la intensidad, la precisión y la sencillez de las que siempre hizo gala Tolstoi.

Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado remate a la cosecha del heno y empezaba la siega del centeno.
Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado, aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de ésas de «me quieres no me quieres», de olor picante a fruta pasada; colza amarilla con olor a miel; altas campanillas blancas o color lila, semejantes a tulipanes; arvejas rampantes; bonitas escabrosas, amarillas, rojas, de color rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados; y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.
Había cogido un gran ramo de estas flores y ya volvía a casa cuando vi en una zanja, en plena eflorescencia, un magnífico cardo color frambuesa de los que por aquí llaman «tártaros», que los segadores esquivan con cuidado, y cuando por descuido cortan uno lo arrojan entre la hierba para no pincharse las manos. A mí se me ocurrió coger ese cardo y ponerlo en medio de mi ramo. Bajé a la zanja y, tras ahuyentar un abejorro que se había colado en una de las flores y allí dormía dulce y pacíficamente, me dispuse a coger la flor. Pero aquello resultó muy difícil. No sólo el tallo pinchaba por todas partes -incluso a través del pañuelo con que me había envuelto la mano-,sino que era tan sumamente duro que tuve que bregar con él casi cinco minutos, arrancándole las fibras una a una. Cuando por fin logré mi propósito, el tallo estaba enteramente deshecho y la flor misma no me parecía ahora tan fresca ni tan hermosa. Por añadidura, era demasiado ordinaria y vulgar para emparejar con los otros colores delicados del ramo. Lamentando haber destruido sin provecho una flor que había sido hermosa en su propio lugar, la tiré. «¡Pero qué energía, qué potencia vital! -me dije, recordando el esfuerzo que me había costado arrancarla-. ¡Cómo se defendía y cuán cara ha vendido su vida!»
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada. La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era tierra negra. « ¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas destruye para mantener su propia vida!» -pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un pequeño arbusto. Cuando me acerqué noté que era la misma especie de cardo «tártaro cuya flor había árrancado en vano y tirado luego.
La mata del cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, estaba todavía erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el cardo había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
«¡Qué energía! —pensé—. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde.»
Y me acordé de una antigua aventura del Cáucaso que yo mismo presencié en parte, que en parte me contaron testigos oculares y en parte también imaginé. Esa aventura, tal como la han ido hilvanando mi memoria y mi imaginación es la que sigue.



Por último, la Sonata a Kreutzer es la historia de un hombre que mata por celos a su mujer, pero también una reflexión acerca de en qué consiste el verdadero amor. Esta novela tuvo mucha influencia, y no fueron pocos los autores que, mutatis mutandis, la utilizaron para escribir otras novelas. En nuestra lengua, quizá la más importante sea El túnel, de Ernesto Sábato, en la que se indaga en la naturaleza patológica de los celos.
Os incluyo también el principio de la novela y, para terminar, y aunque merece la pena leerla en ediciones recientes, sendos enlaces en las que podéis leerlas completas.


Era el comienzo de la primavera. Llevábamos dos días de viaje. A cada parada del tren bajaban y subían viajeros de nuestro coche; pero quedaban siempre tres personas que, como yo, habían subido al coche en el punto de la partida del tren: una señora, ni joven ni guapa, cara consumida, con gorra en la cabeza, un paletó medio de hombre, y fumando cigarrillos; su acompañante, de unos cuarenta años, portador de un equipaje flamante, muy arreglado y ordenado; finalmente, otro caballero que se mantenía a distancia, aún joven, pero con el pelo rizado prematuramente canoso, bajo de estatura, de ademanes nerviosos, con unos ojos muy brillantes que saltaban con rapidez de un objeto a otro. Llevaba un sobretodo usado pero hecho por un buen sastre, con astracán, y un alto sombrero también de astracán. Bajo el sobretodo, cuando lo desabrochaba, se veía la poddiovka y la camisa rusa bordada. Otra particularidad de este caballero consistía en emitir de vez en cuando sonidos extraños parecidos a tos o risa bruscamente interrumpida. Este señor parecía evitar durante todo el trayecto trabar relaciones con los viajeros. Cuando alguien le dirigía la palabra, daba una respuesta breve y seca y se ponía a leer, o mirando por la ventanilla, fumaba o sacando provisiones de su vieja valija bebía té y comía.
A mí se me antojó que le pesaba la soledad y varias veces traté de hablarle; pero cada vez que nuestras miradas se cruzaban, lo que sucedía a menudo, porque estábamos sentados casi frente a frente, volvía la cabeza, tomaba un libro o miraba por la ventanilla. A la caída de la tarde, aprovechando una parada larga, este señor bajó a la estación a buscar agua hirviente y se puso a preparar su té. El caballero de los equipajes flamantes —un abogado, según supe después— bajó con su vecina, la señora del sobretodo masculino y de los cigarrillos, a tomar té en el restaurante de la estación. Durante su ausencia entraron en el coche algunos viajeros nuevos, entre los cuales figuraban un viejo alto, muy afeitado y arrugado, un comerciante a todas luces, embutido en un cumplido capote de pieles y cubierto por una gorra no menos cumplida. Este comerciante se sentó frente al puesto vacío del abogado y de su compañera; y al punto entabló conversación con un joven viajante de comercio, y que acababa de subir también en esa estación. Yo me encontraba lejos de esos dos viajeros, y como el tren estaba parado, podía oír a ratos fragmentos de su conversación.
El comerciante declaró primero que iba a su casa de campo, la que se encontraba cerca de la próxima estación; después hablaron, como de costumbre, del desarrollo actual del comercio, especialmente en Moscú, y luego de la feria de Nijni-Nóvgorod. El comisionista empezó a relatar las francachelas de un rico comerciante, muy conocido; pero el viejo no le dejó seguir, poniéndose a contar francachelas y devaneos de antaño en Kunávino, en las cuales había tomado parte. Estaba evidentemente muy orgulloso de tales recuerdos. Contaba con orgullo cómo, estando beodos, habían hecho precisamente con aquel mismo comerciante, en Kunávino, tales locuras, que no podía decírselas al otro más que al oído, a lo que el viajante soltó una carcajada estrepitosa y el viejo se puso a reír enseñando los dientes amarillentos.
Como no me interesaba su charla, salí del vagón para estirar las piernas. En la portezuela encontré al abogado y la señora:
—No tiene usted tiempo ya —me dijo el abogado—, va a sonar el segundo toque.
En efecto: apenas llegué a la cola del tren, se oyó la campanilla. En el momento de entrar, el abogado hablaba animadamente con la señora. El comerciante, sentado enfrente de los dos, permanecía taciturno, moviendo los labios de vez en cuando con aire desaprobador.
—Y ella —decía el abogado, sonriendo, al tiempo que yo pasaba a su lado— declaró redondamente a su marido "que no podía ni quería vivir con él, porque…"


La muerte de Iván Illich:

Hadji Murat:

Sonata a Kreutzer: 
https://cesarcallejas.files.wordpress.com/2018/09/tolstoi-leon-la-sonata-a-kreuzer.pdf