domingo, 27 de noviembre de 2011

Un comentario de Boccaccio


Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa, Alibech, de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio.
Las mujeres preguntaron:
-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?
La joven, entre palabras y gestos, se lo mostró; de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:
-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.


2.1 Exponga el contenido del fragmento y relaciónelo con la totalidad de la obra (puntuación máxima: 2 puntos). 

               El fragmento se corresponde con el final del décimo cuento de la tercera jornada del Decamerón, una ingenua muchacha de rica familia que se había retirado al desierto a servir al Dios de los cristianos. Allí, un monje, Rústico, le enseña a meter al diablo en el infierno, es decir, a gozar carnalmente de ella. La muchacha le coge tal afición que el monje trata de sosegarla. En ese momento, según nos cuenta el fragmento, su familia perece y un joven arruinado corre a rescatarla para quedarse con su herencia. La muchacha, aún inocente, explica a las otras mujeres en qué consistía meter el diablo en el infierno, y ellas la consuelan diciéndole que con su flamante esposo también servirá a Dios.
               El motivo de la mujer joven y fogosa que agota a su pretendiente ya ha aparecido en otros cuentos del Decamerón (II, 10, cómo un jurista viejo casó con joven moza), si bien en este caso se entrelazan tres historias como parte de la parodia contra la cultura de la penitencia que fomentaban en su época los dominicos y el caprichoso mundo del dinero en el que nadaba la Florencia que retrata Boccaccio. Así, se nos cuenta:
a)      La historia de una muchacha inocente engañada con habilidad en nombre de Dios.
b)      La historia de un anacoreta al que le llega la tentación y utiliza su inteligencia para no parecer un pecador.
c)      La historia del joven arruinado que aprovecha el incendio y la desgracia de una familia para adelantarse al fisco y cobrar, con la muchacha, la herencia de los padres desaparecidos.
Los tres personajes forman parte del mundo del Decamerón, la Florencia anterior a la peste, un mundo gobernado por el azar del dinero. Boccaccio retrata ese mundo hasta el punto de que se ha llamado al Decamerón “la epopeya del comerciante”, desde el inversor arriesgado, como este joven, a los múltiples prestamistas como Melquisedec. La propuesta de Boccaccio es una exaltación del sexo como instinto natural (por eso Rústico se deja llevar y a la muchacha le parece bien) y el entendimiento lúdico de la vida (por eso juega Rústico para llevarla a su terreno con la burla del infierno y la salvación) donde domina, sobre todo, la inteligencia (la de Rústico primero y la del joven Neerbale después).

2.2 Analice los aspectos formales del texto (puntuación máxima: 1 punto). 

Todos los cuentos del Decamerón destacan por su cuidada estructura. En este caso, el cuento plantea el siguiente desarrollo:
1.             La muchacha busca cómo servir a Dios.
2.      Un monje retirado en el desierto se sirve de ella.
3.      Otro joven con apuros de dinero la rescata.
El final del cuento, que corresponde con este fragmento, es una forma de in cauda venenum, recurso clásico para dar una última vuelta al argumento que vuelva a cuestionar todo lo anterior. Aquí, el héroe salva a quien no quería ser salvada, y no lo hace para salvar su honor sino para quedarse con su dinero.
La prosa está en consonancia con la constante mezcla de registros que dan brillantez a los cuentos del Decamerón:
1.                     La narración es muy escueta, propia de los cuentos populares:  “sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía…”.
2.                     Pero, a renglón seguido, se nos narra la historia de Neerbale (“habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes...”) con una sintaxis mucho más hipotáctica y culta. La mímesis o afán de verosimilitud la compone todo el campo semántico del dinero (fisco, herederos, patrimonio) e incluso el mismo estilo de escritura, de documento legal.
3.                     Y poco después, en el diálogo que la joven mantiene con las otras mujeres, Boccaccio usa un lenguaje cercano, cotidiano, verosímil, muy realista en la forma de expresarse.
               Estos tres registros (el legendario, el culto y el coloquial) se van ensamblando en cada cuento sin que se resienta el fluir general de la prosa y no caiga en el tono sermoneador del que precisamente se está burlando.
               Pero este cuento aporta un cuarto registro: el juego de palabras como elemento de comicidad. En realidad, todo se ha montado alrededor del equívoco (diablo/infierno), y da la sensación de que el autor ha rodeado la broma sexual de elementos narrativos accesorios (la peregrinación, el rescate, típicos de la novela griega) que a su vez le sirven para ahondar en la parodia.

2.3 Comente la producción literaria del autor con especial atención a la obra seleccionada (puntuación máxima: 2 puntos).

1. Obra anterior a El Decamerón.

               El Decamerón es la culminación de la carrera de Boccaccio, quien hasta entonces había ensayado casi todos los géneros narrativos clásicos. En La caza de Diana, narra el triunfo de Venus sobre Diana, usando el punto de vista de un ciervo que mira a unas muchachas y de pronto se convierte en apuesto muchacho. En Filostrato, utilizó su propio drama personal al contar los amores de Troilo y Criseida. En Filocolo, su primera novela en prosa, experimenta con la novela griega, la pastoril, la sentimental, el mito y el cuento maravilloso. Toda esta etapa la vivió en Nápoles, donde Boccaccio se educó en los albores del humanismo, entre impresionantes bibliotecas donde rescató del olvido textos de Apuleyo o Juvenal, y se aficionó a autores como Valerio Máximo.
               En una segunda etapa, de regreso a Florencia, de donde había tenido que marchar tras la bancarrota de su familia, escribe la Elegía di madonna Fiammetta, quizá la primera novela psicológica de nuestra literatura. Pánfilo se comporta con Fiammetta como Eneas con Dido. Pretexta ir a ver a su padre y ya no vuelve jamás.

2.  Estructura de El Decamerón.

               En el Decamerón, Boccaccio reúne todos los experimentos ensayados hasta entonces (incluido un estudio sobre las islas Canarias o una novela pastoril, Ameto, que será el modelo de La Arcadia de Sannazzaro) y los vuelca en una obra colosal de cien cuentos hábilmente engarzados en una novela marco, según una estructura que durante la Edad Media había llegado de Oriente en colecciones de cuentos. Pero Boccaccio racionaliza ese método, le confiere una estructura armónica, lo mezcla con registros diferentes, desde el cuento de larga tradición folklórica a la parodia de muchos géneros distintos: exempla para sermones, fabliaux eróticos, novela griega o bizantina, novela cortés, Dante, crónicas de florentinas, supersticiones populares, etc. Todo ello, por supuesto, sin olvidar a los clásicos. Un buen ejemplo es su relato, al comenzar el libro, de la peste de Florencia, que entronca con textos de Tucídides o Lucrecio en un motivo literario de arraigado prestigio, y que en el caso de Boccaccio también era un motivo real.
La estructura general del Decamerón es la siguiente:
1.      Al principio, en la 4ª jornada y en la Conclusión del autor, se nos insiste en que la obra está dirigida a las lectoras y que es un entretenimiento inteligente y lúcido donde manda la razón. El autor defiende el amor y lo erótico como algo natural y la vida social ciudadana como ejemplo de refinamiento y felicidad. En la conclusión, ataca la avaricia y la hipocresía y defiende las metáforas sexuales como algo cotidiano y en absoluto morboso.
2.      El autor pasa a relatar la peste que devastó Florencia en 1348. Después narra el encuentro de diez jóvenes (siete damas y tres muchachos) en la iglesia de Santa María Novella, que se retiran juntos a los alrededores de Florencia. Allí, cada día uno será el rey o la reina e impondrá el tema sobre el que cada uno deberá narrar un cuento.
3.      Así, cada uno de ellos, con una personalidad muy marcada, narra una historia. Esta está narrada por Diomeo, el más cómico e inconsciente, el que todo lo resuelve con burlas y no se atiene a los mandatos, quien recomienda a su auditorio (las siete mujeres que están reunidas con él en el jardín descrito al principio de la jornada) que aprendan a salvar su alma.
Todos los cuentos están encaminados a elogiar la inteligencia y el goce de la vida. Casi todos los personajes se ven obligados a urdir una artimaña para conseguir algo, y el éxito es la prueba de su inteligencia. Pero forma parte de esa misma sabiduría aceptar los goces terrenales con naturalidad y disfrutar al máximo de los dones de la naturaleza. En el fondo late el tema clásico del carpe diem, en unas circunstancias que invitaban a ello. La burla constante aleja de cualquier tentación morbosa. La sorpresa suele ser la ausencia de tragedia, la lógica natural con que se resuelven todos los conflictos. Las moralejas, en lugar de advertir de los peligros del pecado, son una invitación al disfrute de la vida.

2.4 Sitúe al autor en su contexto histórico-literario (puntuación máxima: 2 puntos).
Boccaccio y el Florencia en el Trecento.

               Bocaccio escribe el Decamerón justo después de la gran peste, que a su vez vino a empeorar unos años de quiebra económica y penurias. El propio padre de Boccaccio sufrió esa bancarrota de los prestamistas florentinos, algo que queda reflejado en varios cuentos del Decamerón.
               Pero antes de la quiebra Florencia vivía en la opulencia, era la plaza comercial con la moneda más fuerte de Europa. Estaba naciendo, junto con el ascenso de la burguesía y el declive de la nobleza medieval, la cultura de la especulación y del dinero.
               La burguesía triunfante había llevado hasta entonces una vida refinada, como la de los diez jóvenes que se apartan de la ciudad para entretenerse contando historias. Este sentido de la urbanitas acerca a Boccaccio al espíritu de los antiguos, Catulo, por ejemplo.
               Boccaccio se educó en Nápoles, punto de unión con la cultura griega y oriental. Sus estudios humanísticos, amplísimos, abarcaban toda la novela griega y romana. Gran aficionado a Tito Livio, Apuleyo y Valerio Máximo. Descubridor de textos clásicos de Juvenal. Desde sus primeras obras demostró un profundo conocimiento de la antigüedad y del relato mitológico.
               Pero Boccaccio, como buen humanista, hace una lectura laica del mundo antiguo, sin el filtro medieval de la cristiandad. Su amistad con Petrarca hizo que en su propia casa naciera el movimiento humanístico que recorrería durante los siguientes siglos el occidente europeo. Allí transcribió y estudió textos antiguos, creó una cátedra de griego para la universidad de Florencia y se esforzó por unir los estudios latinos y griegos.

Dante y Petrarca.

               En el mismo siglo, su amigo Petrarca consolida la lírica renacentista. Sus sonetos del Cancionero tendrían una influencia inacabable en la lírica occidental, así como el uso que él o Dante hacen del endecasílabo italiano, con acento en sexta.     
Dante Alguieri ocupa el centro de la épica con su epopeya culta de la Divina Comedia, cuyo argumento es el viaje de Dante al más allá. Virgilio lo acompaña al infierno y a parte del purgatorio, hasta el paraíso terrenal; Beatriz, amada por Dante en sus años de dolce stil nuovo, lo acompaña hasta el Empíreo; san Bernardo lo lleva hasta la gloria de Dios.
               Estos tres autores serán los pilares del Renacimiento, que a España llegaría a finales del siglo XV, con los poetas cortesanos, con Jorge Manrique y con La Celestina. También había llegado el cuento oriental con versiones, en el siglo XIII, del Calila e Dimna y el Sendebar, que también influyeron en la obra de don Juan Manuel.
El género, la novella, narración más extensa que un cuento y menos que un roman como el de la novela cortés, que llevaba ya un siglo triunfando, llegaría con toda su fuerza hasta Cervantes. Pero en España, durante el Renacimiento, se imitó mucho más al Boccaccio de el Corbacho, un libro moralizante y misógino. Los autores teatrales del XVII, Lope y Tirso a la cabeza, lo utilizaron como base para los argumentos de algunas de sus comedias, pero, bien porque solo pudieran manejar una edición expurgada del Decamerón, bien por el sentido contrarreformista del decoro, la verdad es que aprovecharon más los ingeniosos argumentos que el mensaje general de la obra. 

67. Estructura del Decamerón


Comienza el libro llamado Decamerón, denominado príncipe Galeoto, en el que se contienen cien cuentos narrados en diez días por siete señoras y por tres jóvenes.
Proemio
Primera jornada. Tras la explicación dada por el autor sobre la razón por la que acaeció que esas personas que ahora se presentan se reunieran a conversar entre sí, bajo el mandato de Pampinea se trata de aquello que a cada uno más le agrada.
Segunda jornada. Bajo el mandato de Filomena, se trata de quien, afectado por diversas contrariedades, haya llegado mejor de lo esperado a buen fin.
Tercera jornada. Bajo el mandato de Neifile, se trata de quien con ingenio lograse algo muy deseado, o recuperase lo perdido.
Cuarta jornada. Bajo el mandato de Filóstrato, se trata de aquellos cuyos amores tuvieron infeliz final.
Quinta jornada. Bajo el mandato de Fiammetta, se trata de lo que a algún amante, tras varios terribles o desventurados sucesos, le ocurrió felizmente.
Sexta jornada. Bajo el mandato de Elissa, se trata de quien, al ser provocado, se defendió con algún agradable dicho ingenioso, o con rápida respuesta u ocurrencia evitó una pérdida, un peligro o un escarnio.
Séptima jornada. Bajo el mandato de Dioneo, se trata de las burlas que por amor o para su propia salvación las mujeres han hecho a sus maridos, habiéndolo advertido ellos o no.
Octava jornada. Bajo el mandato de Lauretta, se trata de esas burlas que continuamente se hacen o las mujeres a los hombres, o los hombres a las mujeres, o los hombres unos a otros.
Novena jornada. Bajo el mandato de Emilia, cada cual trata de lo que le gusta y de lo que más le agrada.
Décima jornada. Bajo el mandato de Pánfilo, se trata de quien con liberalidad o bien con magnificencia hiciese algo en hechos de amor o de otra cosa.
Conclusión del autor.

viernes, 25 de noviembre de 2011

66. La peste y el placer


Comienza la primera jornada del Decamerón en la cual, tras la explicación dada por el autor sobre la razón por la que acaeció que esas personas que ahora se prestan se reunieran a conversar entre sí, bajo el mandato de Pampinea se trata de aquello que a cada uno más le agrada.


Digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado ya al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra de Italia, llegó la mortífera peste; que o por obra de los astros celestes o por nuestras iniquidades enviada por justa ira de Dios sobre los mortales para nuestra enmienda, tras comenzar unos años antes en los países orientales, y tras privarles de una innumerable cantidad de vidas, propagándose sin cesar de un lugar a otro, se había extendido miserablemente. Y como no valía contra ella saber alguno o remedio humano, aunque limpiaran la ciudad de muchas inmundicias quienes habían sido oficialmente encargados de ello y se prohibiera entrar en ella a cualquier enfermo y se dieran muchos útiles consejos pare mantener la higiene, y no valieran tampoco las humildes rogativas que elevaran las personas devotas de Dios hechas con procesiones no una sino muchas veces y con otros medios, casi al principio de la primavera de dicho año comenzó horriblemente y de manera sorprendente a mostrar sus dolorosos efectos. Y no como había sucedido en Oriente, donde a  todo el que le salía sangre de la nariz era para él signo evidente de muerte segura, sino que en su comienzo a los varones e igualmente a las hembras les nacían en la ingle o bajo las axilas unos bultos, algunos de los cuales crecían como una manzana mediana, otros como un huevo unos más y otros menos, que las gentes llamaban bubas. Y desde las dos partes del cuerpo indicadas, en poco tiempo, las ya dichas mortíferas bubas comenzaron a nacer y a crecer indistintamente en cualquier parte del cuerpo; y tras esto los síntomas de dicha enfermedad comenzaron a convertirse en manchas negras o lívidas que a muchos les salían en los brazos o por los muslos y en cualquier otra parte del cuerpo, a unos grandes y escasas y a otros pequeñas y abundantes. Y como el bubón había sido al principio y era aún indicio seguro de muerte futura, también lo eran éstas a quienes les aparecían.
Para curar tal enfermedad ni consejo de médico ni poder de medicina alguna parecía que sirviese ni aprovechase; es más, o porque la naturaleza del mal no lo permitiese o porque la ignorancia de quienes medicaban (cuyo número, aparte de los médicos, se había hecho grandísimo tanto de mujeres como de hombres que nunca habían recibido enseñanza alguna de medicina) no supiese de dónde procedía y por consiguiente no se le pusiese el debido remedio, no sólo eran pocos los que sanaban, sino que casi todos hacia el tercer día de aparecer los mencionados síntomas, quien antes y quien después y la mayoría sin fiebre alguna u otra complicación, morían. Y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos con los que se comunicaban no de otro modo a como lo hace el fuego sobre las cosas secas o grasientas cuando se le acercan mucho. Y el mal fue aún mucho más allá porque no sólo el hablar y el tratar con los enfermos les producía a los sanos la enfermedad o les causaba el mismo tipo de muerte, sino que el tocar las ropas o cualquier otra cosa tocada o usada por los enfermos parecía transportar consigo la enfermedad al que tocaba. Lo que voy a decir es tan asombroso de oír que si los ojos de muchos y los míos no lo hubiesen visto apenas me atrevería a creerlo, y menos a escribirlo, aunque lo hubiese oído de alguien digno de fe. Digo que el tipo de pestilencia descrita fue de tal virulencia, al contagiarse de unos a otros que no solamente se transmitía de hombre a hombre, sino, lo que es más, y esto ocurrió muchas veces y de manera visible, si la cosa del hombre que había estado enfermo o había muerto de esta enfermedad la tocaba otro animal distinto a la especie humana no sólo le contagiaba la enfermedad sino que en muy poco tiempo lo mataba. De lo cual mis ojos, como se acaba de decir, tuvieron un  día, entre otros, semejante experiencia: que estando tirados los harapos de un pobre muerto de esta enfermedad en la vía pública y al tropezarse con ellos dos cerdos y éstos, según acostumbran, cogiéndolos primero con el hocico y luego con los dientes y sacudiéndoselos en el morro, poco tiempo después, tras algunas convulsiones, como si hubiesen tomado veneno, ambos cayeron muertos al suelo sobre los funestos harapos.
Por estas cosas y por otras muchas semejantes a éstas o más graves, a los que quedaban vivos les asaltaron varios temores y suposiciones, y casi todos tendían a un mismo fin muy cruel, el de esquivar y huir de los enfermos y de sus cosas; haciendo esto cada cual creía lograr salvarse a si mismo. Y había unos que opinaban que vivir moderadamente y abstenerse de todo lo superfluo ofrecía gran resistencia a este mal; y reuniendo a su grupo vivían apartados de todos los demás, recogiéndose y encerrándose en las casas donde no había ningún enfermo y se podía vivir mejor, tomando alimentos delicadísimos y óptimos vinos con suma templanza huyendo de todo exceso, sin dejar que nadie les hablara y si querer tener noticia alguna de fuera, ni de muerte ni de enfermos, se distraían con la música y los placeres que podían. Otros, llevados por una opinión diferente, afirmaban que el beber mucho y el gozar y el ir por ahí cantando y disfrutando y el satisfacer el apetito con todo lo que se pudiese reírse y burlarse de lo que ocurría, que esa era la medicina más eficaz para tanto mal; y tal como lo decían lo llevaban cabo si podían, yendo de día y de noche de una taberna a otra, bebiendo sin tiento y sin medida, y haciéndolo sobre todo por las casas ajenas, con sólo sentir que algo les agradaba o se les antojaba. Y podían hacerlo fácilmente, pues todo como si no fuesen a vivir más, habían abandonado tanto a sí mismos como a sus cosas; por lo que la mayor parte de las casas se habían vuelto comunes, y las usaban los extraños, con sólo tropezarse con ellas, como las habría usado su propio dueño; y a pesar de ese comportamiento bestial, siempre que podían huían de los enfermos.  Y en tanta aflicción y desolación para nuestra ciudad estaba la respetable autoridad de las leyes, tanto divinas como humanas, casi toda abatida y destrozada por los ministros y ejecutores de las mismas que igual que los demás, todos estaban muertos o enfermos o se habían quedado tan faltos de servidumbre que no podían de desempeñar oficio alguno, por lo que a todos les era licito hacer lo que les venía en gana. Otros muchos, entre los dos ya dichos, observaban una vía intermedia, sin privarse de los manjares como los primeros ni excederse en las bebidas y en otras libertades como los segundos, sino que se servían de las cosas lo suficiente según sus apetitos y sin encerrarse iban de un lado a otro, llevando en la mano unos flores, otros hierbas aromáticas y otros diversos tipos de especias, y se las llevaban con frecuencia a la nariz creyendo que era muy bueno tonificar el cerebro con esos olores, por la razón de que todo el aire parecía impregnado y maloliente por el hedor de los cuerpos muertos y de las enfermedades y de las medicinas. Algunos eran de parecer más cruel, aunque fuese tal vez más seguro, diciendo que no había una medicina mejor ni tan buena contra la peste que el huir de delante de ella; e impulsados por este razonamiento, sin ocuparse de nada más que de sí mismos, muchos hombres y mujeres abandonaron su propia ciudad, sus propias casas, sus posesiones, a sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos el campo, como si la ira de Dios para castigar las iniquidades de los hombres con aquella pestilencia no fuese a caer donde estuviesen, sino que, excitada, fuese a azotar solamente a los que se encontraban dentro de las murallas de su ciudad, o como si pensasen que no iba a quedar nadie en ella y que había llegado su última hora.
[...]
Me disgusta a mí mismo irme deteniendo en tantas miserias; por lo que, queriendo dejar ya esa parte de las que puedo evitar adecuadamente, diré que estando nuestra ciudad en estos términos, casi vacía de habitantes, sucedió, tal como le oí después a una persona digna de fe, que en la venerable iglesia de Santa María Novella, un martes por la mañana, cuando no había allí nadie más, vestidas de luto tras oír los santos oficios, como tal ocasión requería, se encontraron siete jóvenes señora todas unidas entre sí o por amistad o por vecindad o por parentesco, de las que ninguna pasaba de veintiocho años ni era menor de dieciocho todas discretas y de sangre noble y bellas de aspecto y adornadas de buenas costumbres y de gentil honestidad.  Yo diría sus nombres verdaderos si justa razón no me lo impidiese, y es ésta: que no quiero que alguna de ellas en lo sucesivo pueda avergonzarse de las cosas relatadas por ellas, que se siguen, ni de lo escuchados al estar hoy bastante más restringidas las leyes del placer, mientras que entonces, por las razones ya señaladas, eran amplísimas no ya para su edad sino para una mucho más madura; ni tampoco darles pie a los envidiosos, dispuestos a criticar cualquier vida respetable, a disminuir en modo alguno la honestidad de las ilustres señoras con desconsideradas habladurías.  Por ello, para que en lo sucesivo si pueda comprenderse sin confusión lo que cada una dijo, pretendo llamarlas con nombres en todo o en parte apropiados a la índole de cada una; a la primera de las cuales y a la que era de más edad la llamaremos Pampinea y a la segunda Fiammetta, Filomena a la tercera y a la cuarta Emilia, y a continuación llamaremos Lauretta a la quinta, a la sexta Nefilé y a la última la denominaremos Elissa.
Las cuales, llevadas no ya por algún propósito, sino reunidas por azar en una de las partes de la iglesia, tomando asiento casi en círculo, tras dejar de decir los padrenuestros con varios suspiros, se pusieron a comentar entre ellas muchas y diversas cosas de los sucesos de entonces. Y tras algún tiempo, callando las demás, Pampinea comenzó a hablar así:
"Mis queridas señoras, vosotras, lo mismo que yo, habéis podido oír muchas veces que a nadie ofende quien honestamente hace uso de su derecho.  Es natural tendencia de todo el que nace tratar de conservar y defender su vida cuanto pueda; y esto se acepta tanto que alguna vez ha sucedido que, para defenderla, sin culpa alguna se ha matado a hombres.  Y si esto lo admiten las leyes, entre cuyos fines está el bienestar de todos los mortales, ¡con cuánta mayor razón, sin ofender a nadie, nos es lícito a nosotras y a cualquier otro poner los remedios posibles para conservar nuestra vida!  Cada vez que vuelvo a considerar nuestros actos de esta mañana e incluso los de otras muchas pasadas, pensando cuántas y cuáles son nuestras reflexiones, comprendo, y de igual modo vosotras lo podréis comprender, que todas temamos por nosotras mismas; y esto no me asombra nada pero sí me asombra advertir que cada una de nosotras, teniendo sentimientos femeninos, no adoptemos algún remedio a lo que cada una de nosotras fundadamente teme.  Me parece que permanecemos aquí como si quisiésemos o tuviésemos que dar testimonio de cuántos cuerpos se nos llevan a enterrar, o escuchar si los frailes de aquí dentro, cuyo número se ha reducido casi a cero, cantan sus oficios a las horas debidas, o a demostrarle a todo el que se nos presente, con nuestras vestiduras, la calidad y la cantidad de nuestras miserias. Y si salimos de aquí, o vemos cadáveres o enfermos transportados por ahí, o vemos a los que la autoridad de las leyes públicas les ha condenado por sus delitos al exilio, que se mofan de ellas porque saben que sus ejecutores están muertos o enfermos, y con ímpetu desenfrenado van de correría por la ciudad  [...]
Por lo que aquí y fuera de aquí, y en casa, me encuentro a disgusto, y mucho más porque me parece que nadie que tenga alguna posibilidad y adonde poder ir, como tenemos nosotras, se ha quedado, salvo nosotras.  [...]
Y por ello, para no caer por repugnancia o por excesiva confianza en lo que, si quisiéramos, acaso podríamos evitar de alguna manera, no sé si a vosotras os parecerá lo que a mí me parece; yo estimaría muy adecuado que, en esta situación, tal como muchos antes que nosotros han hecho y hacen, saliésemos de nuestra ciudad, y huyendo como de la muerte de los deshonestos ejemplos ajenos, fuésemos a quedarnos honestamente en nuestras posesiones en el campo, que todas poseemos en abundancia, y allí disfrutásemos de la fiesta, la alegría y el placer que pudiésemos, sin traspasar en acto alguno el tope de la razón.  Allí se oyen cantar a los pajarillos, se ven verdear las colinas y los llanos, y los campos de mieses ondear como el mar, y unas mil especies de árboles, y el cielo más abiertamente, que, aunque esté aún enojado, no por ello nos niega sus bellezas eternas, que son mucho más bellas de contemplar que las murallas vacías de nuestra ciudad; y allí, además, el aire es mucho más fresco y hay más abundancia de esas cosas que son necesarias para la vida en estos tiempos, y es menor el número de molestias.  Por lo que, aunque allí mueran los campesinos como aquí los ciudadanos, el disgusto es menor porque las casas y los habitantes son menos que en la ciudad  [....]"
Mientras de este modo razonaban las señoras, he aquí que entraron en la iglesia tres jóvenes, aunque no demasiado, pues el más joven de ellos tendría veinticinco años; en ellos, ni el tiempo adverso, ni la pérdida de amigos o parientes, ni el temor por sí mismos habían podido no ya apagar sino enfriar su amor. De los que uno se llamaba Pánfilo, Filóstrato el segundo y el último Dioneo, todos muy agradables y corteses. Iban buscando, para su mayor consuelo entre tanta turbación, ver a sus amadas, que por ventura estaban las tres entre las dichas siete y algunas de las otras estaban directamente emparentadas con alguno de ellos. [...]

miércoles, 23 de noviembre de 2011

65. Proemio del Decamerón


PROEMIO
COMIENZA EL LIBRO LLAMADO DECAMERÓN, APELLIDADO PRÍNCIPE GALEOTO, EN EL QUE SE CONTIENEN CIEN NOVELAS CONTADAS EN DIEZ DÍAS POR SIETE MUJERES Y POR TRES HOMBRES JÓVENES.
HUMANA cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él necesitado o le fue querido o ya de él recibió el contento, me cuento yo. Porque desde mi primera juventud hasta este tiempo habiendo estado sobremanera inflamado por altísimo y noble amor (tal vez, por yo narrarlo, bastante más de lo que parecería conveniente a mi baja condición aunque por los discretos a cuya noticia llegó fuese alabado y reputado en mucho ), no menos me fue grandísima fatiga sufrirlo: ciertamente no por crueldad de la mujer amada sino por el excesivo fuego concebido en la mente por el poco dominado apetito, el cual porque con ningún razonable límite me dejaba estar contento, me hacía muchas veces sentir más dolor del que había necesidad. Y en aquella angustia tanto alivio me procuraron las afables razones de algún amigo y sus loables consuelos, que tengo la opinión firmísima de que por haberme sucedido así no estoy muerto. Pero cuando plugo a Aquél que, siendo infinito, dio por ley inconmovible a todas las cosas mundanas el tener fin, mi amor, más que cualquiera otro ardiente y al cual no había podido ni romper ni doblar ninguna fuerza de voluntad ni de consejo ni de vergüenza evidente ni ningún peligro que pudiera seguirse de ello, disminuyó con el tiempo, de tal guisa que sólo me ha dejado de sí mismo en la memoria aquel placer que acostumbra ofrecer a quien no se pone a navegar en sus más hondos piélagos, por lo que, habiendo desaparecido todos sus afanes, siento que ha permanecido deleitoso donde en mí solía doloroso estar. Pero, aunque haya cesado la pena, no por eso ha huido el recuerdo de los beneficios recibidos entonces de aquéllos a quienes, por benevolencia hacia mí, les eran graves mis fatigas; ni nunca se irá, tal como creo, sino con la muerte. Y porque la gratitud, según lo creo, es entre las demás virtudes sumamente de alabar y su contraria de maldecir, por no parecer ingrato me he propuesto prestar algún alivio, en lo que puedo y a cambio de los que he recibido (ahora que puedo llamarme libre), si no a quienes me ayudaron, que por ventura no tienen necesidad de él por su cordura y por su buena suerte, al menos a quienes lo hayan menester. Y aunque mi apoyo, o consuelo si queremos llamarlo así, pueda ser y sea bastante poco para los necesitados, no deja de parecerme que deba ofrecerse primero allí donde la necesidad parezca mayor, tanto porque será más útil como porque será recibido con mayor deseo. ¿Y quién podrá negar que, por pequeño que sea, no convenga darlo mucho más a las amables mujeres que a los hombres? Ellas, dentro de los delicados pechos, temiendo y avergonzándose, tienen ocultas las amorosas llamas (que cuán mayor fuerza tienen que las manifiestas saben quienes lo han probado y lo prueban); y además, obligadas por los deseos, los gustos, los mandatos de los padres, de las madres, los hermanos y los maridos, pasan la mayor parte del tiempo confinadas en el pequeño circuito de sus alcobas, sentadas y ociosas, y queriendo y no queriendo en un punto, revuelven en sus cabezas diversos pensamientos que no es posible que todos sean alegres. Y si a causa de ellos, traída por algún fogoso deseo, les invade alguna tristeza, les es fuerza detenerse en ella con grave dolor si nuevas razones no la remueven, sin contar con ellas son mucho menos fuertes que los hombres; lo que no sucede a los hombres enamorados, tal como podemos ver abiertamente nosotros. Ellos, si les aflige alguna tristeza o pensamiento grave, tienen muchos medios de aliviarse o de olvidarlo porque, si lo quieren, nada les impide pasear, oír y ver muchas cosas, darse a la cetrería, cazar o pescar, jugar y mercadear, por los cuales modos todos encuentran la fuerza de recobrar el ánimo, o en parte o en todo, y removerlo del doloroso pensamiento al menos por algún espacio de tiempo; después del cual, de un modo o de otro, o sobreviene el consuelo o el dolor disminuye. Por consiguiente, para que al menos por mi parte se enmiende el pecado de la fortuna que, donde menos obligado era, tal como vemos en las delicadas mujeres, fue más avara de ayuda, en socorro y refugio de las que aman (porque a las otras les es bastante la aguja, el huso y la devanadera) entiendo contar cien novelas, o fábulas o parábolas o historias, como las queramos llamar, narradas en diez días, como manifiestamente aparecerá, por una honrada compañía de siete mujeres y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de la pasada mortandad, y algunas canciones cantadas a su gusto por las dichas señoras. En las cuales novelas se verán casos de amor placenteros y ásperos, así como otros azarosos acontecimientos sucedidos tanto en los modernos tiempos como en los antiguos; de los cuales, las ya dichas mujeres que los lean, a la par podrán tomar solaz en las cosas deleitosas mostradas y útil consejo, por lo que podrán conocer qué ha de ser huido e igualmente qué ha de ser seguido: cosas que sin que se les pase el dolor no creo que puedan suceder. Y si ello sucede, que quiera Dios que así sea, den gracias a Amor que, librándome de sus ligaduras, me ha concedido poder atender a sus placeres.

sábado, 19 de noviembre de 2011

64. Oda a una urna griega


Tú, todavía virgen esposa de la calma,
criatura nutrida de silencio y de tiempo,
narradora del bosque que nos cuentas
una florida historia más suave que estos versos.
En el foliado friso ¿qué leyenda te ronda
de dioses o mortales, o de ambos quizá,
que en el Tempe se ven o en los valles de Arcadia?
¿Qué deidades son ésas, o qué hombres?
¿Qué doncellas rebeldes?
¿Qué rapto delirante? ¿Y esa loca carrera?
¿Quién lucha por huir?
¿Qué son esas zampoñas, qué esos tamboriles,
ese salvaje frenesí?

Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas;
sonad por eso, tiernas zampoñas,
no para los sentidos, sino más exquisitas,
tocad para el espíritu canciones silenciosas.
Bello doncel, debajo de los árboles tu canto
ya no puedes cesar, como no pueden ellos deshojarse.
Osado amante, nunca, nunca podrás besarla
aunque casi la alcances, mas no te desesperes:
marchitarse no puede aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre bella!

¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!
Y tú, dichoso músico, que infatigable
modulas incesantes tus cantos siempre nuevos.
¡Dichoso amor! ¡Dichoso amor, aun más dichoso!
Por siempre ardiente y jamás saciado,
anhelante por siempre y para siempre joven;
cuán superior a la pasión del hombre
que en pena deja el corazón hastiado,
la garganta y la frente abrasadas de ardores.

¿Éstos, quiénes serán que al sacrificio acuden?
¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante,
llevas esa ternera que hacia los cielos muge,
los suaves flancos cubiertos de guirnaldas?
¿Qué pequeña ciudad a la vera del río o de la mar,
alzada en la montaña su clama ciudadela
vacía está de gentes esta sacra mañana?
Oh diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado podrá nunca volver.

¡Ática imagen! ¡Bella actitud, marmórea estirpe
de hombres y de doncellas cincelada,
con ramas de floresta y pisoteadas hierbas!
¡Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede
como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral!
Cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:
«La belleza es verdad y la verdad belleza»...
Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta.

63. Oda a un ruiseñor


John Keats, Oda a un ruiseñor

Me duele el corazón y aqueja un soñoliento
torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido
cicuta o apurado algún fuerte narcótico
ahora mismo, y me hundiese en el Leteo:
no porque sienta envidia de tu sino feliz,
sino por excesiva ventura en tu ventura,
tú que, Dríada alada de los árboles,
en alguna maraña melodiosa
de los verdes hayales y las sombras sin cuento,
a plena voz le cantas al estío.

¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo
refrescado en la tierra profunda,
sabiendo a Flora y a los campos verdes,
a danza y canción provenzal y a soleada alegría!
¡Quién un vaso me diera del Sur cálido,
colmado de hipocrás rosado y verdadero,
con bullir en su borde de enlazadas burbujas
y mi boca de púrpura teñida;
beber y, sin ser visto, abandonar el mundo
y perderme contigo en las sombras del bosque!

A lo lejos perderme, disiparme, olvidar
lo que entre ramas no supiste nunca:
la fatiga, la fiebre y el enojo de donde,
uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan,
y sacude el temblor postreras canas tristes;
donde la juventud, flaca y pálida, muere;
donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza
y esas desesperanzas con párpados de plomo;
donde sus ojos claros no guarda la hermosura
sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo.

¡Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo,
no en el carro de Baco y con sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque la mente obtusa vacile y se detenga.
¡Contigo ya! Tierna es la noche
y tal vez en su trono esté la Luna Reina
y, en torno, aquel enjambre de estrellas, de sus Hadas;
pero aquí no hay más luces
que las que exhala el cielo con sus brisas, por ramas
sombrías y senderos serpenteantes, musgosos.

Entre sombras escucho; y si yo tantas veces
casi me enamoré de la apacible Muerte
y le di dulces nombres en versos pensativos,
para que se llevara por los aires mi aliento
tranquilo; más que nunca morir parece amable,
extinguirse sin pena, a medianoche,
en tanto tú derramas toda el alma
en ese arrobamiento.
Cantarías aún, mas ya no te oiría:
para tu canto fúnebre sería tierra y hierba.

Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!
No habrá gentes hambrientas que te humillen;
la voz que oigo esta noche pasajera, fue oída
por el emperador, antaño, y por el rústico;
tal vez el mismo canto llegó al corazón triste
de Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra,
por las extrañas mieses se detuvo, llorando;
el mismo que hechizara a menudo los mágicos
ventanales, abiertos sobre espumas de mares
azarosos, en tierras de hadas y de olvido.

¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla
y me aleja de ti, hacia mis soledades.
¡Adiós! La fantasía no alucina tan bien
como la fama reza, elfo de engaño.
¡Adiós, adiós! Doliente, ya tu himno se apaga
más allá de esos prados, sobre el callado arroyo,
por encima del monte, y luego se sepulta
entre avenidas del vecino valle.
¿Era visión o sueño?
Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido?

Versión de Juan González-Blanco de Luaces

62. Kubla khan


Samuel Coleridge, Kubla khan

En Xanadú, Kubla Khan
mandó que levantaran su cúpula señera:
allí donde discurre Alfa, el río sagrado,
por cavernas que nunca ha sondeado el hombre,
hacia un mar que el sol no alcanza nunca.
Dos veces cinco millas de tierra muy feraz
ciñeron de altas torres y murallas:
y había allí jardines con brillo de arroyuelos,
donde, abundoso, el árbol de incienso florecía,
y bosques viejos como las colinas
cercando los rincones de verde soleado.
             
¡Oh sima de misterio, que se abría
bajo la verde loma, cruzando entre los cedros!
Era un lugar salvaje, tan sacro y hechizado
como el que frecuentara, bajo menguante luna,
una mujer, gimiendo de amor por un espíritu.
Y del abismo hirviente y con fragores
sin fin, cual si la tierra jadeara,
hízose que brotara un agua caudalosa,
entre cuyo manar veloz e intermitente
se enlazaban fragmentos enormes, a manera
de granizo o de mieses que el trillador separa:
y en medio de las rocas danzantes, para siempre,
lanzóse el sacro río.
Cinco millas de sierpe, como en un laberinto,
siguió el sagrado río por valles y collados,
hacia aquellas cavernas que no ha medido el hombre,
y hundióse con fragor en una mar sin vida:
y en medio del estruendo, oyó Kubla, lejanas,
las voces de otros tiempos, augurio de la guerra.
             
La sombra de la cúpula deliciosa flotaba
encima de las ondas,
y allí se oía aquel rumor mezclado
del agua y las cavernas.
¡Oh, singular, maravillosa fábrica:
sobre heladas cavernas la cúpula de sol!
             
Un día, en mis ensueños,
una joven con un salterio aparecía
llegaba de Abisinia esa doncella
y pulsaba el salterio;
cantando las montañas de Aboré.
Si revivir lograra en mis entrañas
su música y su canto,
tal fuera mi delicia,
que con la melodía potente y sostenida
alzaría en el aire aquella cúpula,
la cúpula de sol y las cuevas de hielo.
Y cuantos me escucharan las verían
y todos clamarían: «¡Deteneos!
¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!
Tres círculos trazad en torno suyo
y los ojos cerrad con miedo sacro,
pues se nutrió con néctar de las flores
y la leche probó del Paraíso».

61. El marqués de Sanluzzo y Griselda


Boccaccio, Decameron, X, 10

El marqués de Saluzzo, obligado por los ruegos de sus vasallos a tomar mujer, para tomarla a su gusto elige a la hija de un villano, de la que tiene dos hijos, a los cuales le hace creer que mata; luego, mostrándole aversión y que ha tomado otra mujer, haciendo volver a casa a su propia hija como si fuese su mujer, y habiéndola a ella echado en camisa y encontrándola paciente en todo, más amada que nunca haciéndola volver a casa, le muestra a sus hijos grandes y como a marquesa la honra y la hace honrar .
Terminada la larga novela del rey, que mucho había gustado a todos a lo que mostraban en sus gestos, Dioneo dijo riendo:
-El buen hombre que esperaba a la noche siguiente hacer bajar la cola tiesa del espantajo no habría dado más de dos sueldos por todas las alabanzas que hacéis de micer Torello. Y después, sabiendo que sólo faltaba él por narrar, comenzó: Benignas señoras mías, a lo que me parece, este día de hoy ha estado dedicado a los reyes y a los sultanes y a gente semejante; y por ello, para no apartarme demasiado de vosotras, voy a contar de un marqués no una cosa magnífica, sino una solemne barbaridad, aunque terminase con buen fin; la cual no aconsejo a nadie que la imite porque una gran lástima fue que a aquél le saliese bien. Hace ya mucho tiempo, fue el mayor de la casa de los marqueses de Saluzzo un joven llamado Gualtieri, el cual estando sin mujer y sin hijos, no pasaba en otra cosa el tiempo sino en la cetrería y en la caza, y ni de tomar mujer ni de tener hijos se ocupaban sus pensamientos; en lo que había que tenerlo por sabio. La cual cosa, no agradando a sus vasallos, muchas veces le rogaron que tomase mujer para que él sin herederos y ellos sin señor no se quedasen, ofreciéndole a encontrársela tal, y de tal padre y madre descendiente, que buena esperanza pudiesen tener, y alegrarse mucho con ello. A los que Gualtieri repuso:
-Amigos míos, me obligáis a algo que estaba decidido a no hacer nunca, considerando qué dura cosa sea encontrar alguien que bien se adapte a las costumbres de uno, y cuán grande sea la abundancia de lo contrario, y cómo es una vida dura la de quien da con una mujer que no le convenga bien. Y decir que creéis por las costumbres de los padres y de las madres conocer a las hijas, con lo que argumentáis que me la daréis tal que me plazca, es una necedad, como sea que no sepa yo cómo podéis saber quiénes son sus padres ni los secretos de sus madres; y aun conociéndolos, son muchas veces los hijos diferentes de los padres y las madres. Pero puesto que con estas cadenas os place anudarme, quiero daros gusto; y para que no tenga que quejarme de nadie sino de mí, si mal sucediesen las cosas, quiero ser yo mismo quien la encuentre, asegurándoos que, sea quien sea a quien elija, si no es como señora acatada por vosotros, experimentaréis para vuestro daño cuán penoso me es tomar mujer a ruegos vuestros y contra mi voluntad.
Los valerosos hombres respondieron que estaban de acuerdo con que él se decidiese a tomar mujer. Habían gustado a Gualtieri hacía mucho tiempo las maneras de una pobre jovencita que vivía en una villa cercana a su casa, y pareciéndole muy hermosa, juzgó que con ella podría llevar una vida asaz feliz; y por ello, sin más buscar, se propuso casarse con ella; y haciendo llamar a su padre, que era pobrísimo, convino con él tomarla por mujer. Hecho esto, hizo Gualtieri reunirse a todos sus amigos de la comarca y les dijo:
-Amigos míos, os ha placido y place que me decida a tomar mujer, y me he dispuesto a ello más por complaceros a vosotros que por deseo de mujer que tuviese. Sabéis lo que me prometisteis: es decir, que estaríais contentos y acataríais como señora a cualquiera que yo eligiese; y por ello, ha llegado el momento en que pueda yo cumpliros mi promesa y en que vos cumpláis la vuestra. He encontrado una joven de mi gusto muy cerca de aquí que entiendo tomar por mujer y traérmela a casa dentro de pocos días: y por ello, pensad en preparar una buena fiesta de bodas y en recibirla honradamente para que me pueda sentir satisfecho con el cumplimiento de vuestra promesa como vos podéis sentiros con el mío.
Los hombres buenos, todos contentos, respondieron que les placía y que, fuese quien fuese, la tendrían por señora y la acatarían en todas las cosas como a señora; y después de esto todos se pusieron a preparar una buena y alegre fiesta, y lo mismo hizo Gualtieri. Hizo preparar unas bodas grandísimas y hermosas, e invitar a muchos de sus amigos y parientes y a muchos gentileshombres y a otros de los alrededores; y además de esto hizo cortar y coser muchas ropas hermosas y ricas según las medidas de una joven que en la figura le parecía como la jovencita con quien se había propuesto casarse, y además de esto dispuso cinturones y anillos y una rica y bella corona, y todo lo que se necesitaba para una recién casada. Y llegado el día que había fijado para las bodas, Gualtieri, a la hora de tercia, montó a caballo, y todos los demás que habían venido a honrarlo; y teniendo dispuestas todas las cosas necesarias, dijo:
-Señores, es hora de ir a por la novia.
Y poniéndose en camino con toda su comitiva llegaron al villorrio; y llegados a casa del padre de la muchacha, y encontrándola a ella que volvía de la fuente con agua, con mucha prisa para ir después con otras mujeres a ver la novia de Gualtieri, cuando la vio Gualtieri la llamó por su nombre -es decir, Griselda- y le preguntó dónde estaba su padre; a quien ella repuso vergonzosamente:
-Señor mío, está en casa.
Entonces Gualtieri, echando pie a tierra y mandando a todos que esperasen, solo entró en la pobre casa, donde encontró al padre de ella, que se llamaba Giannúculo, y le dijo:
-He venido a casarme con Griselda, pero antes quiero que ella me diga una cosa en tu presencia.
Y le preguntó si siempre, si la tomaba por mujer, se ingeniaría en complacerle y en no enojarse por nada que él dijese o hiciese, y si sería obediente, y semejantemente otras muchas cosas, a las cuales, a todas contestó ella que sí. Entonces Gualtieri, cogiéndola de la mano, la llevó fuera, y en presencia de toda su comitiva y de todas las demás personas hizo que se desnudase; y haciendo venir los vestidos que le había mandado hacer, prestamente la hizo vestirse y calzarse, y sobre los cabellos, tan despeinados como estaban, hizo que le pusieran una corona, y después de esto, maravillándose todos de esto, dijo:
-Señores, ésta es quien quiero que sea mi mujer, si ella me quiere por marido.
Y luego, volviéndose a ella, que avergonzada de sí misma y titubeante estaba, le dijo:
-Griselda, ¿me quieres por marido?
A quien ella repuso:
-Señor mío, sí.
Y él dijo:
-Y yo te quiero por mujer.
Y en presencia de todos se casó con ella; y haciéndola montar en un palafrén, honrosamente acompañada se la llevó a su casa. Hubo allí grandes y hermosas bodas, y una fiesta no diferente de que si hubiera tomado por mujer a la hija del rey de Francia. La joven esposa pareció que con los vestidos había cambiado el ánimo y el comportamiento. Era, como ya hemos dicho, hermosa de figura y de rostro, y todo lo hermosa que era pareció agradable, placentera y cortés, que no hija de Giannúculo y pastora de ovejas parecía haber sido sino de algún noble señor; de lo que hacía maravillarse a todo el mundo que antes la había conocido; y además de esto era tan obediente a su marido y tan servicial que él se tenía por el más feliz y el más pagado hombre del mundo; y de la misma manera, para con los súbditos de su marido era tan graciosa y tan benigna que no había ninguno de ellos que no la amase y que no la honrase de grado, rogando todos por su bien y por su prosperidad y por su exaltación, diciendo (los que solían decir que Gualtieri había obrado como poco discreto al haberla tomado por mujer) que era el más discreto y el más sagaz hombre del mundo, porque ninguno sino él habría podido conocer nunca la alta virtud de ésta escondida bajo los pobres paños y bajo el hábito de villana. Y en resumen, no solamente en su marquesado, sino en todas partes, antes de que mucho tiempo hubiera pasado, supo ella hacer de tal manera que hizo hablar de su valor y de sus buenas obras, y volver en sus contrarias las cosas dichas contra su marido por causa suya (si algunas se habían dicho) al haberse casado con ella. No había vivido mucho tiempo con Gualtieri cuando se quedó embarazada, y en su momento parió una niña, de lo que Gualtieri hizo una gran fiesta. Pero poco después, viniéndosele al ánimo un extraño pensamiento, esto es, de querer con larga experiencia y con cosas intolerables probar su paciencia, primeramente la hirió con palabras, mostrándose airado y diciendo que sus vasallos muy descontentos estaban con ella por su baja condición, y especialmente desde que veían que tenía hijos, y de la hija que había nacido, tristísimos, no hacían sino murmurar. Cuyas palabras oyendo la señora, sin cambiar de gesto ni de buen talante en ninguna cosa, dijo:
-Señor mío, haz de mí lo que creas que mejor sea para tu honor y felicidad, que yo estaré completamente contenta, como que conozco que soy menos que ellos y que no era digna de este honor al que tú por tu cortesía me trajiste.
Gualtieri amó mucho esta respuesta, viendo que no había entrado en ella ninguna soberbia por ningún honor de los que él u otros le habían hecho. Poco tiempo después, habiendo con palabras generales dicho a su mujer que sus súbditos no podían sufrir a aquella niña nacida de ella, informando a un siervo suyo, se lo mandó, el cual con rostro muy doliente le dijo:
-Señora, si no quiero morir tengo que hacer lo que mi señor me manda. Me ha mandado que coja a esta hija vuestra y que... -y no dijo más.
La señora, oyendo las palabras y viendo el rostro del siervo, y acordándose de las palabras dichas, comprendió que le había ordenado que la matase; por lo que prestamente, cogiéndola de la cuna y besándola y bendiciéndola, aunque con gran dolor en el corazón sintiese, sin cambiar de rostro, la puso en brazos del siervo y le dijo:
-Toma, haz por entero lo que tu señor y el mío te ha ordenado; pero no dejes que los animales y los pájaros la devoren salvo si él lo mandase.
El siervo, cogiendo a la niña y contando a Gualtieri lo que dicho había la señora, maravillándose él de su paciencia, la mandó con ella a Bolonia a casa de una pariente, rogándole que sin nunca decir de quién era hija, diligentemente la criase y educase. Sucedió después que la señora se quedó embarazada, y al debido tiempo parió un hijo varón, lo que carísimo fue a Gualtieri; pero no bastándole lo que había hecho, con mayor golpe hirió a su mujer, y con rostro airado le dijo un día:
-Mujer, desde que tuviste este hijo varón de ninguna guisa puedo vivir con esta gente mía, pues tan duramente se lamentan que un nieto de Giannúculo deba ser su señor después de mí, por lo que dudo que, si no quiero que me echen, no tenga que hacer lo que hice otra vez, y al final dejarte y tomar otra mujer. La mujer le oyó con paciente ánimo y no contestó sino:
-Señor mío, piensa en contentarte a ti mismo y satisfacer tus gustos, y no pienses en mí, porque nada me es querido sino cuando veo que te agrada.
Luego de no muchos días, Gualtieri, de aquella misma manera que había mandado por la hija, mandó por el hijo, y semejantemente mostrando que lo había hecho matar, a criarse lo mandó a Bolonia, como había mandado a la niña; de la cual cosa, la mujer, ni otro rostro ni otras palabras dijo que había dicho cuando la niña, de lo que Gualtieri mucho se maravillaba, y afirmaba para sí mismo que ninguna otra mujer podía hacer lo que ella hacía: y si no fuera que afectuosísima con los hijos, mientras a él le placía, la había visto, habría creído que hacía aquello para no preocuparse más de ellos, mientras que sabía que lo hacía como discreta. Sus súbditos, creyendo que había hecho matar a sus hijos mucho se lo reprochaban y lo reputaban como hombre cruel, y de su mujer tenían gran compasión; la cual, con las mujeres que con ella se dolían de los hijos muertos de tal manera nunca dijo otra cosa sino que aquello le placía a aquel que los había engendrado.
Pero habiendo pasado muchos años después del nacimiento de la niña, pareciéndole tiempo a Gualtieri de hacer la última prueba de la paciencia de ella, a muchos de los suyos dijo que de ninguna guisa podía sufrir más el tener por mujer a Griselda y que se daba cuenta de que mal y juvenilmente había obrado, y por ello en lo que pudiese quería pedirle al Papa que le diera dispensa para que pudiera tomar otra mujer y dejar a Griselda; de lo que le reprendieron muchos hombres buenos, a quienes ninguna otra cosa respondió sino que tenía que ser así. Su mujer, oyendo estas cosas y pareciéndole que tenía que esperar volverse a la casa de su padre, y tal vez a guardar ovejas como había hecho antes, y ver a otra mujer tener a aquel a quien ella quería todo lo que podía, mucho en su interior sufría; pero, tal como había sufrido otras injurias de la fortuna, así se dispuso con tranquilo semblante a soportar ésta. No mucho tiempo después, Gualtieri hizo venir sus cartas falsificadas de Roma, y mostró a sus súbditos que el Papa, con ellas, le había dado dispensa para poder tomar otra mujer y dejar a Griselda; por lo que, haciéndola venir delante, en presencia de muchos le dijo:
-Mujer, por concesión del Papa puedo elegir otra mujer y dejarte a ti; y porque mis antepasados han sido grandes gentileshombres y señores de este dominio, mientras los tuyos siempre han sido labradores, entiendo que no seas más mi mujer, sino que te vuelvas a tu casa con Giannúculo con la dote que me trajiste, y yo luego, otra que he encontrado apropiada para mí, tomaré.
La mujer, oyendo estas palabras, no sin grandísimo trabajo (superior a la naturaleza femenina) contuvo las lágrimas, y respondió:
-Señor mío, yo siempre he conocido mi baja condición y que de ningún modo era apropiada a vuestra nobleza, y lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice o lo tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; os place que os lo devuelva y a mí debe placerme devolvéroslo: aquí está vuestro anillo, con el que os casasteis conmigo, tomadlo. Me ordenáis que la dote que os traje me lleve, para lo cual ni a vos pagadores ni a mí bolsa ni bestia de carga son necesarios, porque de la memoria no se me ha ido que desnuda me tomasteis; y si creéis honesto que el cuerpo en el que he llevado hijos engendrados por vos sea visto por todos, desnuda me iré; pero os ruego, en recompensa de la virginidad que os traje y que no me llevo, que al menos una camisa sobre mi dote os plazca que pueda llevarme.
Gualtieri, que mayor gana tenía de llorar que de otra cosa, permaneciendo, sin embargo, con el rostro impasible, dijo:
-Pues llévate una camisa.
Cuantos en torno estaban le rogaban que le diera un vestido, para que no fuese vista quien había sido su mujer durante trece años o más salir de su casa tan pobre y tan vilmente como era saliendo en camisa; pero fueron vanos los ruegos, por lo que la señora, en camisa y descalza y con la cabeza descubierta, encomendándoles a Dios, salió de casa y volvió con su padre, entre las lágrimas y el llanto de todos los que la vieron. Giannúculo, que nunca había podido creer que era cierto que Gualtieri tenía a su hija por mujer, y cada día esperaba que sucediese esto, había guardado las ropas que se había quitado la mañana en que Gualtieri se casó con ella; por lo que, trayéndoselas y vistiéndose ella con ellas, a los pequeños trabajos de la casa paterna se entregó como antes hacer solía, sufriendo con esforzado ánimo el duro asalto de la enemiga fortuna. Cuando Gualtieri hubo hecho esto, hizo creer a sus súbditos que había elegido a una hija de los condes de Pánago ; y haciendo preparar grandes bodas, mandó a buscar a Griselda; a quien, cuando llegó, dijo:
-Voy a traer a esta señora a quien acabo de prometerme y quiero honrarla en esta primera llegada suya; y sabes que no tengo en casa mujeres que sepan arreglarme las cámaras ni hacer muchas cosas necesarias para tal fiesta; y por ello tú, que mejor que nadie conoces estas cosas de casa, pon en orden lo que haya que hacer y haz que se inviten las damas que te parezcan y recíbelas como si fueses la señora de la casa; luego, celebradas las bodas, podrás volverte a tu casa.
Aunque estas palabras fuesen otras tantas puñaladas dadas en el corazón de Griselda, como quien no había podido arrojar de sí el amor que sentía por él como había hecho la buena fortuna, repuso:
-Señor mío, estoy presta y dispuesta.
Y entrando, con sus vestidos de paño pardo y burdo en aquella casa de donde poco antes había salido en camisa, comenzó a barrer las cámaras y ordenarlas, y a hacer poner reposteros y tapices por las salas, a hacer preparar la cocina, y todas las cosas, como si una humilde criadita de la casa fuese, hacer con sus propias manos; y no descansó hasta que tuvo todo preparado y ordenado como convenía. Y después de esto, haciendo de parte de Gualtieri invitar a todas las damas de la comarca, se puso a esperar la fiesta, y llegado el día de las bodas, aunque vestida de pobres ropas, con ánimo y porte señorial a todas las damas que vinieron, y con alegre gesto, las recibió. Gualtieri, que diligentemente había hecho criar en Bolonia a sus hijos por sus parientes (que por su matrimonio pertenecían a la familia de los condes de Pánago), teniendo ya la niña doce años y siendo la cosa más bella que se había visto nunca, y el niño que tenía seis, había mandado un mensaje a Bolonia a su pariente rogándole que le pluguiera venir a Saluzzo con su hija y su hijo y que trajese consigo una buena y honrosa comitiva, y que dijese a todos que la llevaba a ella como a su mujer, sin manifestar a nadie sobre quién era ella. El gentilhombre, haciendo lo que le rogaba el marqués, poniéndose en camino, después de algunos días con la jovencita y con su hermano y con una noble comitiva, a la hora del almuerzo llegó a Saluzzo, donde todos los campesinos y muchos otros vecinos de los alrededores encontró que esperaban a esta nueva mujer de Gualtieri. La cual, recibida por las damas y llegada a la sala donde estaban puestas las mesas, Griselda, tal como estaba, saliéndole alegremente al encuentro, le dijo:
-¡Bien venida sea mi señora!
Las damas, que mucho habían (aunque en vano) rogado a Gualtieri que hiciese de manera que Griselda se quedase en una cámara o que él le prestase alguno de los vestidos que fueron suyos, se sentaron a la mesa y se comenzó a servirles. La jovencita era mirada por todos y todos decían que Gualtieri había hecho buen cambio, y entre los demás Griselda la alababa mucho, a ella y a su hermano. Gualtieri, a quien parecía haber visto por completo todo cuanto deseaba de la paciencia de su mujer, viendo que en nada la cambiaba la extrañeza de aquellas cosas, y estando seguro de que no por necedad sucedía aquello porque muy bien sabía que era discreta, le pareció ya hora de sacarla de la amargura que juzgaba que bajo el impasible gesto tenía escondida; por lo que, haciéndola venir, en presencia de todos sonriéndole, le dijo:
-¿Qué te parece nuestra esposa?
-Señor mío -repuso Griselda-, me parece muy bien; y si es tan discreta como hermosa, lo que creo, no dudo de que viváis con ella como el más feliz señor del mundo; pero cuanto está en mi poder os ruego que las heridas que a la que fue antes vuestra causasteis, no se las causéis a ésta, que creo que apenas podría sufrirlas, tanto porque es más joven como porque está educada en la blandura mientras aquella otra estaba educada en fatigas continuas desde pequeñita.
Gualtieri, viendo que creía firmemente que aquélla iba a ser su mujer, y no por ello decía algo que no fuese bueno, la hizo sentarse a su lado y dijo:
-Griselda, tiempo es ya de que recojas el fruto de tu larga paciencia y de que quienes me han juzgado cruel e inicuo y bestial sepan que lo que he hecho lo hacía con vistas a un fin, queriendo enseñarte a ser mujer, y a ellos saber elegirla y guardarla, y lograr yo perpetua paz mientras contigo tuviera que vivir; lo que, cuando tuve que tomar mujer, gran miedo tuve de no conseguirlo; y por ello, para probar si era cierto, de cuantas maneras sabes te herí y te golpeé. Y como nunca he visto que ni en palabras ni en acciones te hayas apartado de mis deseos, pareciéndome que tengo en ti la felicidad que deseaba, quiero devolverte en un instante lo que en muchos años te quité y con suma dulzura curar las heridas que te hice; y por ello, con alegre ánimo recibe a ésta que crees mi esposa, y a su hermano, como tus hijos y míos: son los mismos que tú y muchos otros durante mucho tiempo habéis creído que yo había hecho matar cruelmente, y yo soy tu marido, que sobre todas las cosas te amo, creyendo poder jactarme de que no hay ningún otro que tanto como yo pueda estar contento de su mujer.
Y dicho esto, lo abrazó y lo besó, y junto con ella, que lloraba de alegría, poniéndose en pie fueron donde su hija, toda estupefacta, había estado sentada escuchando estas cosas; y abrazándola tiernamente, y también a su hermano, a ella y a muchos otros que allí estaban sacaron de su error. Las damas, contentísimas, levantándose de las mesas, con Griselda se fueron a su alcoba y con mejores augurios quitándole sus rópulas, con un noble vestido de los suyos la volvieron a vestir, y como a señora, que ya lo parecía en sus harapos, la llevaron de nuevo a la sala. Y haciendo allí con sus hijos maravillosa fiesta, estando todos contentísimos con estas cosas, el solaz y el festejar multiplicaron y alargaron muchos días; y discretísimo juzgaron a Gualtieri, aunque demasiado acre e intolerable juzgaron el experimento que había hecho con su mujer, y discretísima sobre todos juzgaron a Griselda. El conde de Pánago se volvió a Bolonia luego de algunos días, y Gualtieri, retirando a Giannúculo de su trabajo, como a su suegro lo puso en un estado en que honradamente y con gran felicidad vivió y terminó su vejez. Y él luego, casando altamente a su hija, con Griselda, honrándola siempre lo más que podía, largamente y feliz vivió. ¿Qué podría decirse aquí sino que también sobre las casas pobres llueven del cielo los espíritus divinos, y en las reales aquellos que serían más dignos de guardar puercos que de tener señorío sobre los hombres? ¿Quién más que Griselda habría podido, con el rostro no solamente seco, sino alegre, sufrir las duras y nunca oídas pruebas a que la sometió Gualtieri? A quien tal vez le habría estado muy merecido haber dado con una que, cuando la hubiera echado de casa en camisa, se hubiese hecho sacudir el polvo de manera que se hubiese ganado un buen vestido.
Había terminado la historia de Dioneo y mucho habían hablado de ella las señoras, quien de un lado y quien del otro tirando, y quien reprochando una cosa y quien otra alabando en relación con ella, cuando el rey, levantando el rostro al cielo y viendo que el sol estaba ya más bajo de la hora de vísperas, sin levantarse comenzó a hablar así.
-Esplendorosas señoras, como creo que sabéis, el buen sentido de los mortales no consiste sólo en tener en la memoria las cosas pretéritas o conocer las presentes, sino que por las unas y las otras saber prever las futuras es reputado como talento grandísimo por los hombres eminentes. Nosotros, como sabéis, mañana hará quince días, para tener algún entretenimiento con el que sujetar nuestra salud y vida, dejando la melancolía y los dolores y las angustias que por nuestra ciudad continuamente, desde que comenzó este pestilente tiempo, se ven, salimos de Florencia; lo que, según mi juicio, hemos hecho honestamente porque, si he sabido mirar bien, a pesar de que alegres historias y tal vez despertadoras de la concupiscencia se han contado, y del continuo buen comer y beber, y la música y los cánticos (cosas todas que inclinan a las cabezas débiles a cosas menos honestas) ningún acto, ninguna palabra, ninguna cosa ni por vuestra parte ni por la nuestra he visto que hubiera de ser reprochada; continua honestidad, continua concordia, continua fraterna familiaridad me ha parecido ver y oír, lo que sin duda, para honor y servicio vuestro y mío me es carísimo. Y por ello, para que por demasiada larga costumbre algo que pudiese convertirse en molesto no pueda, y para que nadie pueda reprochar nuestra demasiado larga estancia aquí y habiendo cada uno de nosotros disfrutado su jornada como parte del honor que ahora me corresponde a mí, me parecería, si a vosotros os pluguiera, que sería conveniente volvernos ya al lugar de donde salimos. Sin contar con que, si os fijáis, nuestra compañía (que ya ha sido conocida por muchas otras) podría multiplicarse de manera que nos quitase toda nuestra felicidad; y por ello, si aprobáis mi opinión, conservaré la corona que me habéis dado hasta nuestra partida, que entiendo que sea mañana por la mañana; si juzgáis que debe ser de otro modo, tengo ya pensado quién para el día siguiente debe coronarse. La discusión fue larga entre las señoras y entre los jóvenes, pero por último tomaron el consejo del rey como útil y honesto y decidieron hacer tal como él había dicho; por la cual cosa éste, haciendo llamar al senescal, habló con él sobre el modo en que debía procederse a la mañana siguiente, y licenciada la compañía hasta la hora de la cena, se puso en pie.
Las señoras y los otros, levantándose, no de otra manera que de la que estaban acostumbrados, quien a un entretenimiento, quien a otro se entregó; y llegada la hora de la cena, con sumo placer fueron a ella, y después de ella comenzaron a cantar y a tañer instrumentos y a carolar; y dirigiendo Laureta una danza, mandó el rey a Fiameta que cantase una canción; la cual, muy placenteramente así comenzó a cantar:
Si Amor sin celos fuera,
no sería yo mujer,
aunque ello me alegrase, y a cualquiera.
Si alegre juventud
en bello amante a la mujer agrada,
osadía o valor
o fama de virtud,
talento, cortesía, y habla honrada,
o humor encantador,
yo soy, por su salud,
una que puede ver
en mi esperanza esta visión entera.
Pero porque bien veo
que otras damas mi misma ciencia tienen,
me muero de pavor
creyendo que el deseo
en donde yo lo he puesto a poner vienen:
en quien es robador
de mi alma, y de este modo en mi dolor
y daño veo volver
quien era mi ventura verdadera.
Si viera lealtad
en mi señor tal como veo valor
celosa no estaría,
pero es tan gran verdad
que muchas van en busca de amador,
que en todos ellos veo ya falsía.
Esto me desespera, y moriría;
y que voy a perder
su amor sospecho, que otra robaría.
Por Dios, a cada una
de vosotras le ruego que no intente
hacerme en esto ultraje,
que, si lo hiciera alguna
con palabras, o señas, u otramente,
le juro que sería mi coraje
capaz de triste hacerla, y con lenguaje
decir no he de poder
cuánto por tal locura ella sufriera.
Cuando Fiameta hubo terminado su canción, Dioneo, que estaba a su lado, dijo riendo: -Señora, sería gran cortesía que dieseis a conocer a todas quién es, para que por ignorancia no os fuese arrebatada vuestra posesión, ya que así os enojaríais.
Después de ésta, se cantaron muchas otras; y estando ya la noche casi mediada, cuando plugo al rey, todos se fueron a descansar. Y al aparecer el nuevo día, levantándose, habiendo ya el senescal mandado todas las cosas por delante, tras de la guía del discreto rey hacia Florencia tornaron; y los tres jóvenes, dejando a las siete señoras en Santa María la Nueva, de donde habían salido con ellas, despidiéndose de ellas, a sus otros solaces atendieron; y ellas, cuando les pareció, se volvieron a sus casas.