martes, 31 de enero de 2012

Madame Bovary, 8


-¿Cree usted -añadió él- que no se va a dar cuenta de sus pequeños robos ese pobre hombre?
Emma se desplomó más abatida que si hubiese recibido un mazazo. Él se paseaba desde la ventana a la mesa, sin dejar de repetir:
-¡Ah!, ya lo creo que lo enseñaré... sí que se lo enseñaré...
Después se acercó a ella, y con voz suave:
-No es divertido, lo sé; después de todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero...
-¿Pero dónde encontrarlo? --dijo Emma retorciéndose los brazos.
-¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se tienen amigos!
Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible que ella tembló hasta las entrañas.
-Se lo prometo -dijo ella-, firmaré...
-¡Ya estoy harto de sus firmas!
-¡Volveré a vender...!
-¡Vamos! -dijo él encogiéndose de hombros-, ya no le queda nada.
Y llamó por la mirilla que daba a la tienda.
-¡Anita!, no olvides los tres cupones del número 14.
Apareció la sirvienta; Emma comprendió, y preguntó cuánto dinero necesitaría para detener todas las diligencias.
-¡Es demasiado tarde!
-¿Pero si trajera algunos miles de francos, la cuarta parte del total, la tercera, casi todo?
-Pues no, ¡es inútil!
Y la empujaba suavemente hacia la escalera.
-Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos días más!
Ella sollozaba.
-Vaya, bueno, ¡lagrimitas!
-¡Usted me desespera!
-¡Me trae sin cuidado -dijo él volviendo a cerrar la puerta.