I
Me duele el corazón, y un sopor
doloroso
aturde mis sentido, cual si hubiera
bebido
cicuta o apurado un pesado narcótico
hace poco y me hubiera hundido en el
Leteo:
no es por sentir envidia de tu feliz
estado,
sino por el exceso de dicha que me
infundes
cuando, dríada de alas ligeras de los
árboles,
en algún escondite
melodioso
de frondosos hayedos y sombras
incontables,
le cantas al estío con voz resuelta y
plena.
II
¡Ah, si bebiera un sorbo del vino que
se enfría
mucho tiempo en el seno de la tierra
y que guarda
el sabor de praderas y de Flora, y de
cantos
y bailes provenzales, y del gozo
soleado!
¡Si tuviera una copa con vino del Sur
tibio,
llena del sonrojado y auténtico
Hipocrene,
borboteando al borde las burbujas
ligadas,
con la boca de púrpura teñida,
y que al beber me aleje del mundo sin
ser visto
y me pierda contigo por la espesura
umbría!
III
Perderme en lo lejano, disiparme,
olvidar
lo que no has conocido jamás entre
las ramas:
el hastío, la fiebre, la angustia que
se siente
aquí donde los hombres se escuchan
sus gemidos,
donde el temblor sacude las tristes
canas últimas,
donde la juventud muere exangüe y
escuálida,
donde el solo pensar nos llena de
zozobra
y desesperación con
ojos decaídos,
y la Belleza pierde su mirada
esplendente
que un nuevo Amor no ama más allá de
mañana.
IV
¡Lejos, lejos! Pues voy a volar hacia
ti,
no montado en el carro de Baco y sus
leopardos,
sino en las invisibles alas de la
Poesía,
aunque la mente torpe se retarde,
perpleja.
¡Ya estoy aquí contigo! Esta noche es
tan tierna,
Y quizás en su trono está la Reina
Luna
con sus hadas estrellas que alrededor
se apiñan;
pero en este lugar la luz no existe,
salvo la que las brisas impulsan
desde el cielo
por sendas serpenteantes de musgo y
fronda oscura.
V
No puedo ver las flores que están
bajo mis pies,
ni el delicado incienso que pende de
las ramas,
pero entre las fragantes tinieblas
adivino
los encantos que ofrece esta estación
propicia
a la hierba y al soto, al frutal de
los bosques,
al brezo pastoril y a los espinos
blancos,
a violetas marchitas cubiertas de
hojarasca,
y
a la hija primogénita del mayo ya mediado:
rosa almizcleña en ciernes, cubierta
de rocío,
de un zumbido de insectos en tardes
estivales.
VI
Escucho entre las sombras; y he
estado muchas veces
un poco enamorado de la Muerte
apacible;
le he dado dulces nombres en versos
abstraídos
para que fuera al aire mi aliento
sosegado;
y ahora más que nunca morir parece
hermoso,
sin dolor extinguirse en medio de la
noche,
mientras que tú derramas tu alma
hacia lo lejos,
¡absorto en ese éxtasis!
Seguirías cantando para mi oído en
vano,
pues yo sería tierra para tu intenso
réquiem.
VII
¡Oh, Pájaro inmortal, no es para ti
la muerte!
Ni las generaciones hambrientas te
han pisado.
La voz que oigo esta noche fugaz ya
la escucharon
antaño el soberano igual que el
campesino:
quizás el mismo canto que encontró
una vereda
por el corazón triste de Ruth que,
con nostalgia
del hogar, lloró en medio del maizal
extranjero;
el mismo que hechizara algunas veces
las mágicas ventanas, que se abrían a
mares
peligrosos, en tierras de encanto ya
olvidadas.
VIII
“¡Olvidadas!” Palabra que tañe cual
campana
que de ti me sapara hacia mis
soledades.
¡Adiós! La fantasía, geniecillo
embustero,
no es tan buena engañando como su
fama indica.
¡Adiós! ¡Adiós! Tu himno lastimero se
pierde
más allá de estos prados, sobre el
arroyo quieto,
ladera arriba, y luego penetra hondo
en la tierra
de
los claros del valle colindante.
¿Fue aquello una visión o un sueño de
vigilia?
Ya se esfumó esa música. ¿Duermo o
estoy despierto?