El día siguiente fue para Emma un día fúnebre. Todo le
pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el
exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como
hace el viento en los castillos abandonados. Era ese ensueño que nos hacemos
sobre lo que ya no volverá, el cansancio que nos invade después de cada tarea
realizada, ese dolor, en fin, que nos causa la interrupción de todo movimiento
habitual, el cese brusco de una vibración prolongada.
Como al regreso de la Vaubyessard, cuando las contradanzas
le daban vueltas en la cabeza, tenía una melancolía taciturna, una
desesperación adormecida. León se le volvía a aparecer más alto, más guapo, más
suave, más difuso; aunque estuviese separado de ella, no la había abandonado,
estaba allí, y las paredes de la casa parecían su sombra. Emma no podía apartar
su vista de aquella alfombra que él había pisado, de aquellos muebles vacíos
donde se había sentado. El río seguía corriendo y hacía avanzar lentamente sus
pequeñas olas a lo largo de la ribera resbaladiza. Por ella se habían paseado
muchas veces, con aquel mismo murmullo del agua, sobre las piedras cubiertas de
musgo. ¡Qué buenas jornadas de sol habían tenido!, ¡qué tardes más buenas,
solos, a la sombra, al fondo del jardín! El leía en voz alta, descubierto,
sentado en un taburete de palos secos; el viento fresco de la pradera hacía
temblar las páginas del libro y las capuchinas del cenador... ¡Ah!, ¡se había
ido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de una felicidad!
¿Cómo no se había apoderado de aquella ventura cuando se le presentó? ¿Por qué
no lo había retenido con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería
escaparse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Le entraron
ganas de correr a unirse con él, de echarse en sus brazos, de decirle: «¡Soy
yo, soy tuya!» Pero las dificultades de la empresa la contenían, y sus deseos,
aumentados con el disgusto, no hacían sino avivarse más.