La luna se asomaba a ras de las olas, y, en la ciudad todavía envuelta en tinieblas, brillaban unos puntos de luz, algunas cosas blancas: el timón de un carro en un patio, algún harapo colgado, la esquina de una pared, un collar de oro en el pecho de un dios. Las bolas de vidrio en los tejados de los templos brillaban, aquí y allí, como gruesos diamantes. Pero vagas ruinas, montones de tierra negra, jardines formaban masas más oscuras en la oscuridad, y en la parte baja de Malqua, se extendían de una casa a la otra las redes de los pescadores, como gigantescos murciélagos con sus alas desplegadas. Ya no se oía el chirrido de las ruedas hidráulicas que llevaban el agua al último piso de los palacios; y en el centro de las terrazas reposaban tranquilamente los camellos, acostados sobre el vientre, como los avestruces. Los porteros dormían en las calles contra el umbral de las casas; la sombra de los colosos se alargaba en las plazas desiertas; a lo lejos a veces el humo de un sacrificio todavía ardiendo se escapaba por las tejas de bronce, y la brisa pesada traía con perfumes de especias los olores de la marina y la exhalación de las murallas calentadas por el sol. Alrededor de Cartago las olas inmóviles resplandecían, pues la luna extendía su luz a la vez sobre el golfo rodeado de montañas y sobre el lago de Túnez, donde los flamencos entre los bancos de arena formaban lasgas líneas rosas, mientras que más allá, bajo las catacumbas, la gran luna salada resplandecía como un trozo de plata. La bóveda del cielo se hundía en el horizonte, por un lado en la polvareda de las llanuras, por el otro en las brumas del mar, y en la cima de la Acrópolis los cipreses piramidales que bordeaban el templo de Eshmún se mecían y producían un murmullo, como las olas normales que batían lentamente a lo largo del muelle, al pie de las murallas.
Gustave Flaubert, Salammbô