jueves, 27 de octubre de 2011

48. Granjero busca esposa


El canto de Polifemo

Teócrito, Idilios, XI

Ninguna medicina cura el mal de amores,
Nicias, ningún ungüento, creo yo, ningún emplasto;
Las Piérides tan solo: hay una dulce y suave
que a todos da remedio, no fácil de encontrar.
Yo sé que la conoces, tú que eres buen médico
amén de favorito entre las nueve Musas.
Así al menos halló alivio nuestro Cíclope,
el viejo Polifemo, cuando por las mejillas
y el mentón la barba apenas le apuntaba
y se enamoró de la bella Galatea.
Su amor no era cosa de manzanas ni de rosas
ni rizos del cabello, sino ataques de furia.
Nada le importaba. Muchas veces al redil
solas del verde prado volvieron sus ovejas.
Y él se consumía cantando a Galatea
desde el amanecer por la ribera algosa,
con la más cruel herida dentro de su corazón,
el dardo de Afrodita clavado en las entrañas.
Mas encontró el remedio, y en una alta piedra
mirando el mar sentado esta canción cantaba:
“Oh blanca Galatea, ¿por qué rechazas mi amor,
tú que eres más blanca que la leche cuajada,
más tierna que un cordero, más fresca que un eral,
más lustrosa que las uvas antes de madurar?
Te presentas cuando el dulce sueño me toma,
te marchas cuando el dulce sueño me abandona,
huyes como la oveja que ha visto un lobo cano.
Me enamoré de ti, muchacha, el mismo día
que aquí con mi madre viniste a recoger
del monte unos jacintos, y yo fui vuestro guía.
Desde entonces no puedo dejar de contemplarte,
pero de nada sirve, oh Zeus, de nada sirve.
Yo sé, bella zagala, por qué huyes de mí;
la causa es esta ceja que me llena la frente,
larga y puntiaguda, de oreja a oreja,
y el ojo que hay debajo, y la chata nariz
encima de la boca. Pero siendo así
un millar de ovejas apaciento, y me bebo,
cuando las ordeño, la mejor leche que dan.
No me falta el queso en verano ni en otoño
ni en el crudo invierno: siempre los zarzos llenos.
Y toco la zampoña mejor que ningún Cíclope:
cuántas veces te canto en la noche oscura,
dulce manzana mía, y a mí mismo me canto.
Y once cervatillos con collar te estoy criando
y dos pares de oseznos. Ea, ven junto a mí,
no te haré ningún daño, deja que rompa el mar
verde en la playa; tú pasarás más a gusto
la noche en mi gruta, que hay allí laureles,
hay esbeltos cipreses, hay la yedra sombría
y frutos dulces da una parra, y agua fresca,
bebida de los dioses que a mí el Etna frondoso
me envía de su blanca nieve. ¿Quién querría
en vez de todo esto pedir las olas del mar?
Si acaso te parezco muy peludo, en cambio
de encina tengo leña y bajo las cenizas
inextinguible fuego: quemar me dejaría
el alma por tus manos y este solo ojo
que es lo que más quiero. ¿Por qué no con agallas
me parió, ay, mi madre, que hasta ti pudiera
llegar bajo las aguas y besarte la mano,
si no quieres los labios, llevarte lirios blancos
y tersas amapolas de encarnados pétalos?
Aprenderé a nadar, muchacha, ahora mismo;
si a bordo de un navío un extranjero arriba
sabré por qué al fondo del mar vivir prefieres.
Sal, Galatea, y olvídate cuando estés fuera,
como yo aquí sentado, de volver a tu casa.
¡Si quisieras conmigo venirte de pastora
y ordeñar la leche y el acerbo cuajo
repartirlo a modo y encellar el queso!
Mi madre es la única que me hace daño
nunca jamás te dijo algo amable de mí,
y eso que un día tras otro ve cómo adelgazo.
Le diré que va a estallarme la cabeza,
que siento en los pies punzadas. Que se aflija
como yo me aflijo. ¡Ay, Cíclope, Cíclope!,
¿por dónde tu cabeza vuela? Demostrarías
mucho conocimiento si a urdir cestos te fueses,
si ramón de olivo a las ovejas dieras.
Ordeña a la que tienes a tu lado; ¿por qué persigues
a la que intenta huir? Otra encontrarás
igual que Galatea y aun más guapa que ella.
Mozas muchas me invitan por las noches a jugar
y todas se sonríen cuando les hago caso.
En tierra está claro que aparento ser quien soy”.
Guardaba Polifemo cantando así a su amada
y mejor que gastando el dinero lo pasaba.