Los espartanos enviaron primeramente estas fuerzas al mando de Leónidas para que, al verla, los demás aliados saliesen a campaña y no se pasasen a los medos si oían que los espartanos se demoraban, pero más tarde, después de celebrar la festividad y de dejar guardias en Esparta, habían de acudir en masa a toda prisa. Los demás aliados pensaban también hacer otro tanto, pues había coincidido con estos sucesos la olimpiada. No creyendo, pues, que la guerra se decidiría tan aprisa en las Termópilas, enviaron sus vanguardias. Así pensaban proceder. Los griegos, acampados en las Termópilas, cuando el persa estuvo cerca del paso se llenaron de temor y deliberaron sobre la retirada. Los demás peloponesios se inclinaban a ir al Peloponeso y custodiar el Istmo; pero Leónidas, viendo a los locrios y foceos indignados contra ese parecer, votó que se permaneciera allí mismo y se despacharan mensajeros a las ciudades exhortándolas a ayudarles, pues eran pocos para rechazar el ejército de los medos. Mientras así deliberaban, Jerjes envió de espía a un jinete para que viese cuántos eran y qué hacían [...]. Cuando se hubo acercado al campamento, el jinete no lo contempló y observó todo , pero observó a los que estaban fuera, y cuyas armas yacían delante del muro. A esa sazón eran casualmente los lacedemonios quienes estaban alineados delante. Vio, pues, que unos hacían ejercicios, y otros se peinaban la cabellera. Maravillado al verles, tomó nota de su número y después de observarlo todo exactamente, cabalgó de vuelta sin ser molestado, pues nadie le siguió ni le hizo caso. A su regreso, contó a Jerjes cuanto había visto. Al oírlo, Jerjes no podía acertar con lo que pasaba, esto es, que se preparaban los lacedemonios para morir y matar con todas sus fuerzas. Y como le pareció que se conducían absurdamente, hizo llamar al griego Demarato, hijo de Aristón, que estaba en el campamento. Llegado Demarato, le interrogó Jerjes por cada una de estas cosas, con deseo de comprender lo que los lacedemonios hacían. Y él replicó: “Me oíste hablar ya de estos hombres cuando partíamos para Grecia; y cuando me oíste te echaste a reír porque decía lo que veía que iba a suceder. El mayor afán para mí, Rey, es decir la verdad ante ti. Óyeme también ahora. Estos hombres han venido para combatir contra nosotros por el pasaje, y para ello se preparan. Pues tienen esta usanza: siempre que se disponen a arriesgar la vida, se peinan la cabellera. Y sabe, Rey, que si sometes a éstos y a los que han quedado en Esparta, no hay ningún otro pueblo de la tierra que ose levantar las manos contra ti. Ahora, en efecto, te lanzas contra el reino y ciudad más noble de Grecia y contra sus más valientes varones.” Muy increíbles parecieron semejantes palabras a Jerjes, y preguntó por segunda vez de qué modo siendo tan escaso número combatirían contra su ejército. Demarato respondió: “Rey, trátame como embustero si esto no sale tal como te digo”. Con semejantes palabras no logró persuadir a Jerjes, quien dejó pasar cuatro días esperando siempre que los griegos huirían. Pero al quinto, como no se retiraban, le pareció que se quedaban llevados de su insolencia y poco seso, e irritado envió contra ellos a medos y cisios, con orden de cogerles vivos y traerles a su presencia. Cuando los medos se lanzaron a la carga contra los griegos, muchos cayeron, pero otros les remplazaron, y no fueron rechazados aunque sufrían grandes pérdidas. Fue evidente para cualquiera y mucho más para el Rey, que eran muchos los hombres, pero pocos los soldados. El combate duró todo el día. Como los medos recibían gran daño, se retiraron de allí poco a poco; y les atacaron, a su vez los persas que el Rey llama los “Inmortales”, a quienes acaudillaba Hidarnes, y se creía que éstos, a lo menos, ejecutarían fácilmente la faena. Pero cuando vinieron a las manos con los griegos no llevaron mejor parte que el ejército medo, sino la misma, como que luchaban en un paraje estrecho, usaban lanzas más cortas que los griegos y no podían sacar partido de su número. Los lacedemonios combatieron en forma memorable, demostrando a gente que no sabía combatir que ellos sí lo sabían. Por ejemplo: cada vez que volvían la espalda, fingían huir en masa; los bárbaros, viéndoles huir, se lanzaban con clamor y estrépito, pero al irles a los alcances se volvían para hacer frente a los bárbaros, y al volverse derribaban infinito número de persas. También cayeron allí unos pocos espartanos. Los persas, puesto que no podían en absoluto apoderarse de la entrada, aunque lo intentaban atacando por batallones y en toda forma, volvieron grupas. Dícese que mientras el Rey contemplaba estos encuentros, por tres veces saltó del trono, lleno de temor por su ejército. Por entonces combatieron así; al día siguiente no les fue a los bárbaros nada mejor. Como los griegos eran pocos, les atacaban esperando que se llenasen de heridas y no pudieran ya llevar armas. Pero los griegos estaban ordenados según su formación y pueblo, y combatían cada cual a su vez, salvo los foceos que habían sido destacados en el monte para guardar la senda. Los persas, como hallaron idéntica resistencia que la que habían visto el día anterior, se retiraron. No sabía el Rey qué partido tomar en la situación en que se hallaba, cuando vino a tratar con él Efialtes, hijo de Euridemo, ciudadano de Malis; quien, en la creencia de obtener del Rey una gran recompensa, le indicó la senda que a través del monte llevaba a las Termópilas, y causó la pérdida de los griegos que en ella estaban apostados. [...] Jerjes, después de probar lo que Efialtes prometía llevar a cabo, al punto lleno de alegría, envió a Hidarnes y los hombres al mando de Hidarnes. Partieron del campamento a la hora de prender las luces. Esa senda la habían hallado los naturales de Malis, y una vez hallada, habían guiado por ella a los tésalos contra los foceos en aquel tiempo en que los foceos por haber cerrado el paso con una muralla, se hallaban al abrigo de la guerra. Desde todo ese tiempo habían descubierto los de Malis que la senda no era buena. Por esa senda marcharon los persas toda la noche, después de pasar el río Asopo, teniendo a la derecha los montes de Eta y a la izquierda los tranquinios. Cuando rayaba la aurora se hallaron en la cumbre del monte. Montaban guardia en él, como queda dicho más arriba, mil hoplitas foceos que protegían su propio país y vigilaban la senda. El paso, por la parte inferior estaba guardado por quienes ya he dicho. Guardaban la senda que iba a través del monte los foceos, quienes de suyo se habían ofrecido a Leónidas. Los foceos cayeron en la cuenta de que los persas habían escalado el monte de esta manera: mientras lo escalaban pasaron inadvertidos, porque el monte estaba lleno de encinares. Era noche serena y, siendo grande el fragor como era lógico, con la hojarasca esparcida bajo los pies, subieron corriendo, tomaron las armas, y en ese momento se presentaron los bárbaros. Al ver hombres en armas se quedaron maravillados, pues esperando que no se les apareciera ningún adversario, habían dado con todo un ejército. Entonces Hidarnes, temiendo que los foceos fuesen lacedemonios, preguntó a Efialtes de qué país era el ejército, y cuando lo hubo averiguado con exactitud, alineó a los persas en orden de batalla. Los foceos, heridos por muchos y espesos dardos, huyeron a la cima del monte creyendo que habían partido expresamente contra ellos, y se disponían a morir. Esto era lo que pensaban, pero los persas que seguían a Efialtes y a Hidarnes, no hicieron ningún caso de los foceos y bajaron del monte a toda prisa. A los griegos que estaban en las Termópilas, el agorero Megistias, observando las víctimas, fue el primero que les reveló la muerte que les esperaba a la aurora siguiente; después fueron unos desertores quienes les trajeron la noticia del rodeo de los persas (éstos trajeron la noticia todavía de noche), y en tercer lugar, los vigías que bajaron corriendo desde las cumbres, cuando ya rayaba el día. Entonces tomaron consejo los griegos, y sus pareceres estaban divididos: los unos no dejaban que se abandonase el puesto, y los otros se oponían. Separáronse después; unos se retiraron y dispersaron, volviéndose a cada cual a su ciudad, y los demás se dispusieron a quedarse ahí mismo con Leónidas. [...] Jerjes, después de hacer libaciones al salir el sol, se detuvo un tiempo, más o menos hasta la hora en que se llena el mercado, y comenzó a avanzar. En efecto, así lo había recomendado Efialtes, porque la bajada del monte era más rápida y el trecho mucho más corto que el rodeo y la subida. Los bárbaros, a las órdenes de Jerjes, atacaban, y los griegos, a las órdenes de Leónidas, saliendo como al encuentro de la muerte, se lanzaban, mucho más que al principio, a lo más ancho del desfiladero. En los días anteriores, como el muro estaba vigilado, salían cautelosamente y combatían en los trechos angostos; pero entonces trabaron combate fuera de las angosturas. Caían los bárbaros en gran número, porque por detrás los jefes de los batallones, látigo en mano, azotaban a cada soldado, aguijándoles a avanzar. Muchos cayeron al mar y murieron, y muchos más todavía fueron hallados vivos entre ellos mismos: no se hacía cuenta alguna del que perecía. Los griegos, como sabían que habían de recibir la muerte a manos de los que rodeaban el monte, hacían alarde del máximo de su esfuerzo contra los bárbaros, desdeñando el peligro y llenos de temeridad. Por entonces la mayor parte de ellos tenían ya quebradas las lanzas y mataban a los persas con sus espadas. En esta refriega cayó Leónidas, excelente varón, y con él muchos espartanos principales cuyos nombres he averiguado, por tratarse de varones de mérito, y he averiguado los de todos los trescientos. De los persas [...] cayeron luchando allí dos hermanos de Jerjes; y sobre el cadáver de Leónidas hubo terrible pugna hasta que con su arrojo los griegos lo arrancaron y por cuatro veces pusieron en fuga a sus adversarios. Duró el combate hasta que llegaron los hombres que conducía Efialtes. Cuando los griegos advirtieron que éstos habían llegado, cambió la contienda, pues volvieron a retroceder a lo estrecho del pasaje y, pasando la muralla, se apostaron sobre el cerro todos juntos, excepto los tebanos. El cerro está a la entrada, donde se levanta ahora el león de piedra en recuerdo de Leónidas. Se defendían en ese lugar con sus dagas, los que aún las conservaban, y a puñadas y bocados, cuando los bárbaros les sepultaron bajo sus flechas, unos hostigándoles por delante y desmoronando la fortificación del muro, y otros cercándoles por todas partes a su alrededor.
Heródoto de Halicarnaso, Historias