Así habló, y con perfidia Atenea partió por delante.
Cuando ya estaban cerca, avanzando el uno contra el otro,
Díjole el primero el alto Héctor, de tremolante penacho:
“Ya no huiré de ti, hijo de Peleo, como hasta ahora.
Tres vueltas he dado a la gran ciudad del divino Príamo
sin osar resistir tu ataque; mas ahora el ánimo me impulsa
a detenerme frente a ti, y te apresaré o me apresarás.
Mas, ea, intercambiémonos las garantías de los dioses: ellos
serán los mejores testigos y custodios de nuestros convenios.
Yo no ultrajaré tu terrorífica persona en caso de que Zeus
me conceda la fortaleza y yo logre quitarte la vida,
sino que, tras despojarte de las ilustres armas, Aquiles,
devolveré tu cadáver a los aqueos. Haz tú también lo mismo.”
Mirándolo con torva faz, replicó Aquiles, de pies ligeros:
“¡Héctor! ¡No me hables, maldito, de pactos!
Igual que no hay juramentos leales entre hombres y leones
Y tampoco existe concordia entre los lobos y los corderos,
porque son encarnizados enemigos naturales unos de otros,
así tampoco es posible que tú y yo seamos amigos, ni habrá
juramentos entre ambos, hasta que al menos uno de los dos caiga
y sacie de sangre a Ares, guerrero del escudo de bovina piel.
Recuerda toda clase de valor: ahora sí que tienes
que ser un buen lancero y un audaz combatiente.
Ya no tienes escapatoria; Palas Atenea te doblegará pronto
Por medio de mi pica. Ahora pagarás juntos todos los duelos
Por los compañeros míos que has matado con tu furibunda pica.”
Dijo, y, blandiéndola, arrojó la pica, de larga sombra.
Y el esclarecido Héctor la vio venir de frente y la esquivó,
Pues previó la dirección y se agachó; y la broncínea pica pasó
Volando por encima y se clavó en el suelo. Palas Atenea la sacó
Y se la devolvió a Aquiles sin que Héctor, pastor de huestes,
Lo notara. Y Héctor dijo al intachable Pelida:
“¡Has errado, Aquiles, semejante a los dioses!
¡No conocías gracias a Zeus mi sino contra lo que afirmabas!
No has resultado ser más que un charlatán y un embustero
que quería asustarme para hacerme olvidar la furia y el coraje.
No será por la espalda y huyendo como me clavarás la pica;
¡en el peco, según vaya furioso en derechura, húndemela,
si es que el dios te lo ha otorgado! Mas esquiva mi pica
broncínea primero: ¡ojalá se te meta entera en el cuerpo!
La guerra se volvería más liviana para los troyanos
con tu muerte, pues eres para ellos la peor calamidad.”
Dijo, y blandiéndola, arrojó la pica, de larga sobra,
y acertó al Pelida en pleno escudo, y no erró.
Lejos del escudo salió despedida la lanza, y Héctor se irritó
porque el ligero proyectil había escapado en vano de su brazo.
Se detuvo abatido, pues no tenía otra pica de fresno.
Llamó a Deífobo, el del blanco broquel, con recia voz
Y le pidió una larga lanza: pero ya no estaba cerca.
Héctor comprendió en su corazón y exclamó:
“¡Ay! Sin duda los dioses ya me llaman a la muerte.
Estaba seguro de que el héroe Deífobo se hallaba a mi lado;
pero él está en la muralla, y Atenea me ha engañado.
Ahora sí que tengo próxima la muerte cruel; ni está ya lejos
ni es eludible. Eso es lo que hace tiempo fue del agrado
de Zeus y del flechador hijo de Zeus, que hasta ahora me
han protegido benévolos; mas ahora el destino me ha legado.
¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria,
sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!”
Después de hablar así, desenvainó la aguda espada
que llevaba suspendida de su costado, larga y robusta,
y tras tomar impulso partió, cual águila de alto velo
que baja al llano a través de tenebrosas nubes
para arrebatar una tierna cordera o una trémula liebre;
así partió Héctor, haciendo vibrar la aguda espada.
También se lanzó Aquiles, con el ánimo lleno de furia
Salvaje; se cubrió el torso por delante con el escudo
Bello, primoroso, mientras hacía oscilar el reluciente casco
De cuatro mamelones y ondeaban alrededor las bellas crines
Áureas que Hefesto había apretado hasta formar un crestón.
Como va entre los astros en la oscuridad de la noche la estrella
Vespertina, el astro más bello que hay fijo en el firmamento,
Así era el fulgor de la afilada punta que Aquiles blandía
Con la diestra, maquinando la perdición del divino Héctor
E indagando dónde su bella piel ofrecería menor resistencia.
Todo su cuerpo estaba protegido por la broncínea armadura
Bella que había despojado al potente Patroclo tras matarlo;
Solo se veía donde las clavículas separan cuello y hombros,
El gaznate, que es por donde más pronto se pierde la vida.
Por allí el divino Aquiles le hundió la pica en pleno ataque.
La punta penetró derecha a través del delicado cuello;
Y el asta de fresno, pesada por el bronce, no le cercenó la tráquea,
Con lo que todavía pudo responderle y decir unas palabras.
Se desplomó en el polvo, y el divino Aquiles exclamó triunfante:
“¡Héctor! Al despojar a Patroclo sin duda creíste estar
a salvo y para nada te preocupaste de mí, porque estba lejos.
¡Insensato” Lejos de aquel un vengador muy superior a la zaga
se había quedado junto a las huecas naves, y ése soy yo,
que te he doblado las rodillas. De ti tirarán y te humillarán
los perros y las aves; y a él los aqueos le harán las exequias.”
Desfallecido, le dijo Héctor, el de tremolante penacho:
“¡Te lo suplico por tu vida, tus rodillas y tus padres!
No dejes a los perros devorarme junto a las naves de los aqueos;
En lugar de eso, acepta bronce y oro en abundancia,
Regalos que te darán mi padre y mi augusta madre,
Y devuelve mi cuerpo a casa, para que al morir del fuego
Me hagan partícipe los troyanos y las esposas de los troyanos.”
Mirándolo con torva faz, replicó Aquiles, de pies ligeros:
“No implores, perro, invocando mis rodillas y a mis padres.
¡Ojalá que a mí mismo el furor y el ánimo me indujeran
a despedazarte y a comer cruda tu carne por tus fechorías!
Tan cierto es eso como quien no quien libre tu cabeza
De los perros, n aunque el rescate diez veces o veinte veces
Me lo traigan y lo pese aquí y además prometan otro tanto,
Y ni siquiera aunque mandara pagar tu peso en oro
Príamo Dardánida. Ni aun así tu augusta madre depositará
En el lecho el cadáver de quien ella parió para llorarlo.
Los perros y las aves de rapiña se repartirán entero tu cuerpo.”
Ya moribundo, le dijo Héctor, el de tremolante penacho:
“Bien te conozco con solo mirarte y ya contaba con no
convencerte. De hierro es el corazón que tienes en las entrañas.
Cuídate ahora de que no me convierta en motivo de la cólera
De los dioses contra ti el día en que Paris y Febo Apolo te
Hagan perecer, a pesar de tu valor, en las puertas Esceas.”
Apenas hablar así, el cumplimiento de la muerte lo cubrió.
El aliento vital voló de la boca y marchó a la morada de Hades,
Llorando su hado y abandonando la virilidad y la juventud.
Ya estaba muerto cuando dijo Aquiles, de la casta de Zeus:
“¡Muere! Mi parca yo la acogeré gustoso cuando Zeus
quiera traérmela y también los demás dioses inmortales.”
Traducción de Emilio Crespo