El arte y la técnica de la poesía se transmiten de generación en generación gracias a un entrenamiento riguroso en las necesidades de la composición y de la recitación oral. El joven bardo aprende de sus mayores las líneas generales del relato, los nombres y las peculiaridades personales de sus protagonistas, las reglas del metro, los epítetos apropiados para las cosas, lugares y personas y, sobre todo, un ingente acervo de frases formularias que constituyen su principal material de composición y su constante recurso para enfrentarse con cualquier necesidad. La frase, una vez que se ha acuñado y contrastado en su valor, exige respeto por estar establecida y venir del pasado. Se la espera, e incluso se la exige, en el contexto apropiado. A pesar de que una tracición oral debe mantenerse al día, al menos por cuanto no puede permitir que sus palabras o temas se hagan incomprensibles, versa sobre un pasado para siempre fenecido; y el contacto con él lo mantiene gracias a las frases y pasajes formularios que han recogido sus costumbres en la guerra y en la paz, sus armas ofensivas y defensivas, sus obras de arte o de artesanía, sus circunstancias históricas y sociales. Inevitablemente, elementos nuevos penetran en ellas y se asimilan a los viejos moldes, pero muchos de los elementos antiguos perduran, entendidos a medias o provistos de un significado nuevo cuando el antiguo se ha olvidado. Detrás de Homero hay una tradición de este tipo que probablemente se remonta a 700 años antes, al apogeo de la Grecia micénica. Los bardos, de quienes era heredero, atesoraron las reliquias verbales del pasado heroico y las transmitieron, con mejoras de su cosecha, a sus sucesores, hasta que Homero aprendió su oficio y pudo hacer ese asombroso empleo de aquellas. De dichos bardos no conocemos nada. No hay nombres ni leyendas que merezcan crédito. Y, sin embargo, ellos fueron quienes pusieron los firmes cimientos de la literatura griega.
C.M. Bowra, Introducción a la literatura griega.