Presentóse el heraldo con el amable aedo a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: privóle de la vista, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola a excelsa columna; y el heraldo le colgó de un clavo la melodiosa cítara más arriba de la cabeza, enseñóle a tomarla con las manos y le acercó un canastillo, una linda mesa y una copa de vino para que bebiese siempre que su ánimo se lo aconsejara. Todos echaron mano a las viandas que tenían delante.
Y apenas saciado el deseo de comer y de beber, la Musa excitó al aedo a que celebrase la gloria de los guerreros con un cantar cuya fama llegaba entonces al anchuroso cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquileo, quienes en el suntuoso banquete en honor de los dioses contendieron con horribles palabras, mientras el rey de los hombres Agamemnón se regocijaba en su ánimo al ver que reñían los mejores de los aqueos; pues Febo Apolo se lo había pronosticado en la divina Pito, cuando el héroe pasó el umbral de piedra y fue a consultarle, diciéndole que desde aquel punto comenzaría a desarrollarse la calamidad entre teucros y dánaos por la decisión del gran Zeus.
Odisea, VIII