domingo, 25 de septiembre de 2011

5. El fragor de la batalla

Como cuando en la resonante playa la hinchada ola del mar
se levanta en rápida sucesión, impelida por el Zéfiro;
en el potno primero se encrespa y al romper en el continente
en seguida brama con fuerza, en torno de los promontorios
se encumbra abombada  escupe las granzas del mar;
con igual rapidez se sucedían los batallones de los dánaos
hacia el combate sin desfallecer. Daba órdenes a los suyos
cada príncipe, y los demás iban callados -habrías asegurado
que tantas huestes como les seguían no tenían voz en el pecho-
y en silencio, temerosos de los capataces; y en todos lucían
las centelleantes panoplias con las que desfilaban revestidos.
Los troyanos, como las incontables ovejas de un varón acaudalado
están quietas en el establo mientras ordeñan su blanca leche
y balan sin pausa al escuchar las llamadas de los corderos,
así el bullicio de los troyanos sobrevolaba el ancho ejército.
No era de todos igual el clamor, ni único el modo de hablar;
las lenguas se mezclaban al ser las gentes de múltiples lugares.
Incitó a los unos Ares, y a los otros la ojizarca Atenea,
el Terror, la Huida, y la Disputa, furiosa sin medida,
hermana  compañera del homicida Ares,
que al principio es menuda y se encrespa, pero que pronto
consolida en el cielo la cabeza mientras anda a ras de suelo.
También entonces sembró una contienda general entre todos
y recorría la multitud acreciendo el bramido de los hombres.
En cuanto se juntaron y concurrieron en un mismo lugar,
entrechocaron pieles de escudos, picas y furias de guerreros,
de broncíneas corazas. Entonces los abollonados broqueles
se enzarzaron unos a otros, y se suscitó un enorme estruendo.
Allí se confundían quejidos y vítores de triunfo
de matadores y de moribundos, y la sangre fluía por el suelo.
Como cuando dos torrenciales ríos se despeñan montes abajo
y en la confluencia de dos valles juntan sus crecidos caudales
procedentes de altos manantiales dentro de un cóncavo barranco
y a lo lejos el pastor escucha su ruido en los montes,
así eran sus alaridos y sus esfuerzos al entrar en la refriega.


Homero, Ilíada, IV