lunes, 26 de septiembre de 2011

6. Héctor y Andrómaca

Le salió entonces al paso, y con ella se acercó la sirvienta,
llevando en su regazo al delicado niño, que no hablaba todavía,
el preciado Hectórida, semejante a un bello astro.
Héctor solía llamarlo Escamandrio, pero los demás
Astianacte; pues Héctor era el único que protegía Ilio.
Éste sonrió mirando al niño en silencio,
y Andrómaca se detuvo cerca, derramando lágrimas;
le asió la mano, lo llamó con todos sus nombres y le dijo:
“¡Desdichado! Tu furia te perderá. Ni siquiera te apiadas
de tu tierno niño ni de mí, infortunada, que pronto viuda
de ti quedaré. Pues pronto te matarán los aqueos,
atacándote todos a la vez. Y para mí mejor sería,
si te pierdo, sumergirme bajo tierra. Pues ya no
habrá otro consuelo, cuando cumplas tu hado,
sino sólo sufrimientos. No tengo padre ni augusta madre:
a mi padre lo mató Aquiles, de la casta de Zeus,
cuando saqueó la bien habitada ciudad de los cilicios,
Teba, la de elevadas puertas. Dio muerte a Eetión,
mas no lo despojó, pues se lo impidió un escrúpulo religioso.
En lugar de eso, lo incineró con sus primorosas armas
y erigió encima un túmulo; y alrededor plantaron olmos
las ninfas montaraces, hijas de Zeus, portador de la égida.
Y los siete hermano míos que había en el palacio,
todos ellos el mismo día penetraron dentro del Hades;
pues a todos mató el divino Aquiles, de pies protectores,
junto a los bueyes, de tornátiles paas, y las cándidas ovejas.
A mi madre, que reinaba bajo el boscoso Placo,
tras traerla aquí con las demás riquezas,
de regreso la liberó, luego de recibir inmensos rescates,
y en el palacio de su padre le disparó la sagitaria Ártemis.
¡Oh Héctor! Tú eres para mí mi padre y mi augusta madre,
y también mi hermano, y tú eres mi lozano esposo.
Es, compadécete ahora y quédate aquí, sobre la torre.
No dejes a tu niño huérfano, ni viuda a tu mujer.
Detén a la hueste junto al cabrahígo, donde más accesible
es la ciudad y la muralla más expugnable ha resultado.
Pues por allí vinieron e hicieron tres intentos los paladines
en torno de los dos Ayantes, del muy glorioso Idomeneo,
y en torno de los Atridas y del fornido hijo de Tideo.
Sin duda, un buen conocedor de los vaticinios se lo indió,
o quizá su propio ánimo les incita a ello y se lo manda.”
Le dijo, a su vez, el alto Héctor, de tremolante penacho:
“También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero tremenda
vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos,
si como un cobarde trato de escabullirme lejos del combate.
También me lo impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente
en todo momento y a luchar entre los primeros troyanos,
tratando de ganar gran gloria para mi padre y para mí mismo.
Bien sé yo esto en mi mente y en mi ánimo:
habrá un día en que seguramente perezca la sacra Ilio,
y Príamo y la hueste de Príamo, el de buena lanza de fresno.
Mas no me importa tanto el dolor de los troyanos en el futuro
ni el de la propia Hécuba ni el del soberano Príamo
ni el de mis hermanos, que, muchos y valerosos,
puede que caigan en el polvo bajo los enemigos,
como el tuyo, cuando uno de los aqueos, de broncíneas túnicas,
te lleve envuelta en lágrimas y te prive del día de la libertad;
y quizá en Argos tejas la tela por encargo de una extraña
y quizá vayas por agua a la fuente Meseide o a la de Hiperea
obligada a muchas penas, y puede que te acose feroz necesidad.
Y alguna vez quizá diga alguien al verte derramar lágrimas:
‘Esta es la mujer de Héctor, el que descollaba en la lucha sobre
los troyanos, domadores de caballos, cuando se batían por Ilio.’
Así dirá alguien alguna vez, y tú sentirás un renovado dolor
por la falta del marido que te proteja del día de la esclavitud.
Mas ojalá que un montón de tierra me oculte, ya mueto,
Antes de oír tu grito y ver cómo te arrastran.”
Tra hablar así, el preclaro Héctor se estiró hacia su hijo.
Y el niño hacia el regazo de la nodriza, de bello ceñidor,
retrocedió con un grito, asustado del aspecto de su padre.
Lo intimidaron el bronce y el penacho de crines de caballo,
al verlo oscilar temiblemente desde la cima del casco.
Y se echó a reír su padre, y también su augusta madre.
Entonces el esclarecido Héctor se quitó el casco de la cabeza
y lo depositó, resplandeciente, sobre el suelo.
Después, tras besar a su hijo y mecerlo en los brazos,
Dijo elevando una plegaria a Zeus y a los demás dioses:
“¡Zeus y demás dioses! Concededme que este niño mío
llegue a ser como yo, sobresaliente entre los troyanos,
igual de valeroso en fuerza y rey con poder soberano en Ilio.
Que alguna vez uno diga de él: ‘Es mucho mejor que su padre’,
al regresar del combate. Y que traiga despojos ensangrentados
del enemigo muerto y que a su madre se le alegre el corazón.”
Tras hablar así, en los brazos de su esposa puso
a su hijo, y esta lo acogió en su fragante regazo,
entre lágrimas riendo. Su marido se compadeció al notarlo,
la acarició con la mano, la llamó con todos sus nombres y dijo:
“¡Desdichada! No te aflijas demasiado por mí en tu ánimo,
que ningún hombre me precipitará al Hades contra el destino.
De su suerte te aseguro que no hay ningún hombre que escape,
ni cobarde ni valeroso, desde el mismo día en que ha nacido.
Mas ve a casa y ocúpate de tus labores,
el telar y la rueca, y ordena a las sirvientas
aplicarse a la faena. Del combate se cuidarán los hombres
todos que en Ilio han nacido y yo, sobre todo.”
Tras hablar así, el esclarecido Héctor cogió el casco
hecho de crines de caballo, mientras su esposa marchaba a casa
volviéndose de vez en cuando y derramando lozanas lágrimas.
Inmediatamente después llegó a las bien habitadas moradas
del homicida Héctor. Allí dentro halló a muchas
sirvientas y a todas ellas movió al llanto.
Estaban llorando a Héctor, todavía vivo, en su propia casa;
pues estaban seguras de que de regreso del combate ya no
llegaría tras huir de la furia y de las manos de los aqueos.


Ilíada, VI