Guy de Maupassant (1850-1893) estuvo, desde los inicios de
su carrera, en el centro de lo más granado de la literatura francesa de su
tiempo. Alternó con Zola o Huysmans, el primero gran apóstol del naturalismo, y
el segundo un curioso ejemplo de transición abrupta entre el naturalismo más
ortodoxo y el más exótico decadentismo. Pero su maestro fue Flaubert, con quien
mantuvo una relación de abnegado discípulo y de quien aprendió dos máximas
imprescindibles: la observación escrupulosa del entorno y un lenguaje preciso y
depurado. Al igual que Flaubert, pensaba que “el talento es solo mucha
paciencia”, y eso se nota en la cuidada composición de sus cuentos, la
impersonalidad o desaparición del narrador,
en la selección de detalles de mímesis con valor simbólico, y también en la
concepción del ser humano como alguien inevitablemente abocado a la estupidez.
Maupassant también apostó por el rechazo del final tradicional (lo que daba pie
a anagnórisis y sorpresas) y la relatividad del punto de vista.
Como buen naturalista, Maupassant
muestra su visión lúgubre, cínica y desapasionada de la vida de las personas y
de sus circunstancias. Su trabajo en el Ministerio de Marina le dio abundante
material para escribir sobre los burócratas (Los domingos de un burgués) o los militares (Bola de sebo, Bel Ami), a
los que invariablemente trata como a fanfarrones traidores a la patria.
Pero también hay un Maupassant
enfermo de neurosis que sufría alucinaciones y era víctima de su propia
fantasía. Él mismo participaba en la creencia un tanto literaria de ser un
hombre poseído por la personalidad de un difunto. El tema del doble es muy
habitual en su obra, y de ahí el mundo de los fantasmas como parte de sus
conflictos psicopatológicos.
En el género fantástico son patentes
las influencias de Hoffmann y Poe. En todos estos cuentos, la locura es el tema
central, el horror cotidiano, el detalle maligno, la percepción morbosa, el
fetichismo, la obsesión por partes del cuerpo, etc.
Entre los relatos naturalistas, el
más famoso es Bola de sebo; entre los
fantásticos, El Horla.
Bola
de sebo sucede en el transcurso de la Guerra Franco-prusiana. Los
personajes viajan en una carroza, pero al llegar al frente un soldado prusiano
exige los favores de uno de los viajeros, una cortesana. Esta mujer, Elisabeth
Russet, Bola de sebo, durante el trayecto había compartido sus víveres con los
otros viajeros, un matrimonio de la aristocracia campesina, otras dos parejas
de comerciantes burgueses, dos monjas y un demócrata furibundo que primero le
piden e incluso le ordenan que transija con los caprichos del soldado, pero
después de conseguirlo no dudan en negarle el alimento y despreciarla por
comerciar con su cuerpo.
El
Horla, del que Maupassant publicó varias versiones (como si el propio
cuento tuviera varias personalidades), cuenta la historia de un hombre que
empieza a tener fuertes neuralgias y horrorosas pesadillas, y decide marchar a
un lugar tan romántico y fantasmagórico como Mont Saint Michel. Allí descubre
que alguien más está en la casa. Alguien, y no fue él, a no ser que fuera
sonámbulo, bebió agua durante la noche. Pero las pruebas que intenta dejan
claro que no ha sido él sino alguien que
acecha. En su regreso a París se somete a una hipnosis, y él mismo la
practica, con aviesas intenciones. Pero las crisis vuelven. Alguien invisible
corta una flor en su presencia, un fantasma que se apodera de él y dirige sus
pasos, alguien a quien, por sus lecturas desbocadas, ha identificado como el Horla.
A partir de entonces, todos sus esfuerzos conducen a atraparlo. Consigue
encerrarlo en su casa y prenderle fuego, sin acordarse de que dentro permanecen
todavía los criados. Como sucede en Poe, la perturbación mental no se sabe a
qué parte del cuento afecta, si a su historia o a su narración.