Charles
Baudelaire 1821-1867
Charles Baudelaire es, según el
poeta Verlaine, el paradigma del hombre moderno, con todas sus características:
los refinamientos de una sociedad excesiva, la hiperestesia, la búsqueda de paraísos artificiales o la figura del letraherido, una especie de héroe
trágico condenado, más que a vivir de la literatura, a ser él mismo una obra literaria.
Por eso es también el prototipo del dandy, el artista de estética perturbadora,
refinada y excéntrica, que, como haría después el novelista Huysmans, se mete
en su torre de marfil y no entiende de más ética que la que dicta su estética,
es decir, es bueno lo que es hermoso, y es hermoso, a veces, lo que es terrible.
Es el artista que, cuando le brota del ojo una lágrima, corre a mirarse al espejo.
La devoción que Baudelaire sentía
por Edgar Allan Poe describe muy bien la evolución del Romanticismo a la
Modernidad. Baudelaire tradujo los cuentos de Poe, en una versión que, paradójicamente,
popularizó a Poe en Europa porque suavizaba la retórica un tanto anticuada
(deliberadamente anticuada) del original inglés. Por una parte, Baudelaire hizo
suyas las ideas de Poe sobre la composición poética: igual que Poe construyó El cuervo a partir de aquello que quería
sugerir con su poema y no de lo que
podía contar, Baudelaire acude a un
lenguaje simbólico, en ocasiones oscuro y confuso, plagado de brillantes paradojas,
como un misterio difícil de revelar, expuesto según un desorden deliberado, un caos milimétrico.
A partir de aquí, Baudelaire
incorpora de nuevo el realismo como material poético, y, frente a la verborrea
romántica, defiende la exigencia, la labor
limae de que nos habla Horacio, al tiempo que un sentido aristocrático de
la poesía que necesita un lector difícil, refinado, necesariamente limitado,
porque forma parte de la tragedia del artista la incomprensión a que lo someten
los otros, el malditismo a que le
lleva su hastío, su desprecio por una vulgaridad que encuentra, sobre todo, en
la estética burguesa biempensante.
En 1845, con 24 años, Baudelaire ya
era un llamativo crítico de arte que, aparte de fundar la crítica moderna,
trajo al mundo la palabra vanguardia en
un sentido estético que llega, con sus innumerables formas, hasta hoy en día.
En 1847 escribe su única novela, La Fanfarló, un sarcasmo contra el Romanticismo,
en la que narra la aventura cínica de Cramer, quien se compromete a seducir a
la amante del marido de su antigua amada. Ya entonces Baudelaire había escrito
su leyenda de bohemia desmadrada, la silueta del artista moderno, sublime sin interrupción, con una vida
excesiva donde cabía dirigir una revuelta para fusilar a su propio padre o
desafiar a las buenas costumbres con su ensayo Los paraísos artificiales, de 1860, donde narra sus presuntas
experiencias con diferentes tipos de narcóticos. Pero es en su obra poética,
reunida en Las flores del mal, desde
donde Baudelaire ejerció una influencia definitiva sobre el simbolismo, el
decadentismo y el parnasianismo, es decir, las tres escuelas literarias por las
que a partir de entonces transitaría la modernidad.
La primera edición es de 1857, y ya
desde el título (tomado de un objeto vulgar, de un manual de buenas costumbres demonizado), exhibe su talento para extraer
la más elevada poesía de los más insignificantes detalles, de todo aquello que
no podía formar parte de una poesía tradicionalmente recluida en las alturas.
Hace, pues, lo mismo que los antiguos neoteroi,
como Catulo, dedicarse a los primores (perturbadores) de lo vulgar.
Los grandes temas de Las flores del
mal son el hastío, la gran ciudad, la mujer y la conciencia del mal.
La
gran ciudad es el símbolo de lo desconocido, la posibilidad de escandalizar, el
territorio de la crudeza, de lo sórdido, del afán de totalidad, y, dentro de
ella, la mujer no tiene término medio: o es la mujer fatal, diabólica, la
sirena de Ulises, o bien es un ángel de pureza intocable, como Nausicaa.
El hastío por el paso del tiempo y
la repetición a que vive sometida la existencia dio también lugar a otro
importante libro de prosas, Spleen de
París, modelo de periodismo poético para los siguientes ciento cincuenta
años, donde Baudelaire abundó en el tema del divino fracaso, tan duradero, o el de la necesidad de llegar al fondo del vaso y, como los grandes
héroes, bajar a los infiernos para tratar
con los fantasmas de uno mismo.