Cuando Franz Kafka murió en 1924, con 41 años, tan solo
había publicado, entre 1912 y 1919, las colecciones de cuentos Contemplación y Un médico rural, y los relatos La
condena, El fogonero, La metamorfosis y En la colonia penitenciaria. Quedaron inéditas, e inacabadas, sus
tres novelas largas, El proceso, El castillo y América, así como sus Diarios,
su Carta al padre y algunos relatos,
textos de carácter ensayístico y un copioso epistolario. Kafka dejó
instucciones para que fuesen destruidas, pero su amigo Max Brod las publicó
después de su muerte.
Así como
su fama en vida fue bastante exigua, tras su muerte la influencia de Kafka no
dejó de crecer. Joyce, Proust o Faulkner habían ensayado una nueva forma de ver
la realidad, desde el lenguaje, desde la sensorialidad y la memoria, o desde la
épica, pero Kafka planteó un modo de no entender la realidad, de considerarla
extraña, plagada de situaciones absurdas, cuando no siniestras o angustiosas.
Solo podemos hablar en términos literarios de lo joyceano, lo proustiano, lo
faulkneriano, pero cualquier situación incomprensible de la vida cotidiana,
cualquier circunstancia que introduce al ser humano en un laberinto ciego puede
considerarse kafkiana. Es kafkiano todo aquello cuya más clara y precisa
descripción no tiene sentido, o más bien tiene un sentido perverso, como vuelto
contra sí mismo. Es kafkiana aquella situación de la vida real que tiene la
lógica de las pesadillas, de las convenciones que escapan al sentido común, y
sin embargo forman parte del comportamiento del ser humano.
Kafka
consiguió esta perspectiva prescindiendo de cualquier manierismo. Su lenguaje
es pulcro, neutro, muchas veces con el aire frío de los documentos oficiales o
de los manuales de instrucciones, pero siempre de la manera más clara posible,
más breve y más sencilla. Se ha dicho que es ausencia de estilo lo que en
realidad es un estilo muy riguroso, el de quien describe las cosas sin dar nada
por supuesto, nombrando lo que realmente son, tal como se manifiestan por
primera vez. A sus protagonistas les superan las situaciones en que viven, no
logran entender su funcionamiento, pero en vez de juzgarlas las constatan, y
son víctimas de ellas.
En El
proceso, el protagonista es K., un empleado de banca acusado de un
delito que desconoce. Lo procesan sin que llegue a entender las normas que
rigen el proceso y la sentencia, y es ejecutado sin haber sabido nunca por qué.
Detrás del mundo que lo condena hay una gran organización que se dedica a
detener a personas inocentes e instruirles procesos absurdos. El abogado de K.
le recomienda que se adapte a las circunstancias, que no las critique. K. lo
despide. Un cura lo sermonea y le habla de la grandeza oculta del sistema, y le
aconseja no seguir buscando la verdad. K. muere pensando que han convertido la
mentira en principio universal.
En este
argumento se aprecia el esquema simbólico que aplicó Kafka en su nuevo modo de
ver. El protagonista es capaz de ver cómo funciona todo, pero no de entender
por qué no puede vivir al margen. El mismo esquema explica cualquier forma de
rebeldía contra la injusticia, pero también contra las convenciones más
asentadas. K. sufre un creciente sentimiento de culpa a medida que avanza el
proceso, que termina sometiéndolo cuando lo ejecutan y K. no opone ninguna resistencia:
“Fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”.
En El
castillo, K, llega a un castillo para cumplir con su trabajo de
agrimensor. No quiere privilegios, pero sí determinados derechos. Aspira a ser
un vecino más del pueblo y rechaza integrarse con la élite. Esta actitud asusta
a los aldeanos, a los que les asombra que K. quiera ser tan solo uno de ellos.
K. queda fuera: no es ni amo ni siervo, ni jefe del castillo ni aldeano. K. se
empeña en reclamar sus derechos, en no plegarse a lo inevitable del sistema.
Los aldeanos, esclavos supersticiosos, temen que sobre K. recaiga una terrible
catástrofe, y sin embargo morirá de forma natural, y no sobrevivirá como
vergüenza sino como recuerdo.
Esta
simplicidad argumental se nos aparece tan desnuda que resulta irreal, y al
mismo tiempo muy absorbente. Las escenas se nos cuentan en sus líneas más
abstractas, sin encarnadura, son metáforas descritas en su más estricta
literalidad. Cualquiera ha sentido que estorbaba, o se ha sentido culpable de
cuestionar la actitud de los demás. Cualquiera ha sentido que lo miraban como a
un bicho raro. Kafka construye una metáfora a medio camino entre la frialdad y
el regodeo, y elabora un idioma para describir aquella realidad que rechazamos
por convencional o por absurda.
Su
simplicidad de trazos gruesos ha hecho que a Kafka se le vincule con el
expresionismo. Un argumento parecido al de El proceso dio origen a El extranjero, de Albert Camus, una
de las novelas clave del existencialismo. Pero su hallazgo fue mucho más allá.
Kafka es un modelo de prosa sobria, distanciada, de situación abstracta, de
lógica perversa. En contra de la tradición realista del XIX, Kafka, más que
construir mundos, construye maquetas. No es casual que haya influido, tantos
años después, en la novela contemporánea, en las artes plásticas, en el cine y
en el cómic. La gran virtud de Kafka es que no cuesta reconocer el estilo
kafkiano, y puede aplicarse a casi todo. Novelistas actuales como el
norteamericano Paul Auster siguen reconociendo su influencia, el gran dibujante
Robert Crumb le dedicó un álbum entero. Casi todo el hieratismo y la
congelación de gestos de la pintura contemporánea tiene un regusto kafkiano. La
fotografía sigue buscando el máximo contraste en las escenas que representa, un
vacío inquietante que nos llena de preguntas. Es posible que las principales
estrategias del arte contemporáneo, la desproporción y la descontextualización,
tengan su gen kafkiano. Mirar las cosas fríamente, con Kafka, ya no es hacer un
esfuerzo para comprenderlas, sino para comprender que no tienen sentido. No hay
en el siglo XX una mirada que se haya extendido tanto.