Iba por la vía
Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto
en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido sólo de nombre, que
cogiéndome la mano me preguntó: "¿Qué tal va, querido amigo?", y
contestéle: "Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes."
Quiso acompañarme, le salí al paso diciéndole: "¿Te ocurre algo?", y
él me respondió: "Quiero que me conozcas, soy poeta como tú."
"Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación".
Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un
recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies a cabeza, y murmuré entre
dientes: "¡Oh Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!" Mi hombre,
resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus arrabales, y observando que
nada le respondía: "Ya veo -me dice- que deseas huir; pero es inútil,
porque he determinado seguirte, pues llevamos el mismo camino." "No
es necesario que te molestes. Voy a visitar a un amigo que tú no conoces y vive
bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César."
"No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta
allí".
En resolución,
no tuve otro remedio que agachar las orejas, como cl asno que lleva encima una
carga superior a sus fuerzas. Aquél proseguía: "Sin vanidad, creo que has
de estimarme tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en
menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia
del mismo Hermógenes." "¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa
salud?" "No, ninguno: a todos los enterré." Dichosos ellos, y
¡ay desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me
predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal:
"A éste no le matará el veneno ni la espada enemiga, ni el dolor de
costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea
hombre hecho y derecho: huya, sobre todo, de los charlatanes."
Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez,
hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla
si no comparecía, y me dijo: "Si me estimas, no me abandones"
"Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la
casa que ya sabes"; y me responde: "Me encuentro perplejo. ¿Qué haré?
¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?". "Déjame a mí".
"No, jamás", dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a
luchar contra el más fuerte? "¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran
entendimiento y de pocos, pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar
la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te
ayudase a dar cuenta de tus rivales". "¡Qué error! Allí se vive de
modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre
de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza
o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde."
"Me
cuentas cosas
casi increíbles." "Y sin embargo, verdaderas." "Con tus
palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas." "Si así lo
quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto: no tiene nada de intratable,
aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista." "Eso corre de
mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día
me dan con la puerta en los hocicos, volveré al día siguiente, y esperaré que
salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo".
Mientras
hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien el
poema, me para y me dice: "¿De dónde vienes, adónde vas?", pregunta y
contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos
yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero;
mas el gran bribón riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La
bilis me abrasaba los hígados. "¿No dijiste que tenías que hablarme en
secreto?" "Sí, es verdad; pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se
celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos
judíos". "No profeso ninguna religión." "Pues a mí no me
sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame, hablaremos otro día." ¡Qué
negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el
cuchillo en la garganta. La suerte quiso que me apareciera la parte contraria
de aquel moscardón, gritando con la fuerza de sus pulmones: "¿Adónde vas,
infame? Tú me servirás de testigo." "Con mucho gusto", le
respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los
ociosos, y conseguí salvarme con el favor de Apolo.