Ovidio, Heroidas, VII 1-24; 133-140.
Como canta el blanco cisne, cuando la muerte lo llama,
tendido sobre las húmedas hierbas en la ribera del Meandro, así te hablo yo, y
no porque abrigue esperanzas de conmoverte con mis súplicas.
Contra la voluntad divina he dado comienzo a esta carta.
Pero, puesto que para mi desgracia he perdido ya mi buena fama y la honestidad
de mi cuerpo y de mi alma, de poca importancia es perder también unas palabras.
Tienes decidido, a pesar de todo, irte y dejar a la
desdichada Dido, y los vientos se llevarán al mismo tiempo tus velas y tu
promesa. Tienes decidido, Eneas, desatar amarras a las naves a la vez que te
desatas tú de tu compromiso, y buscar los reinos ítalos, que no sabes dónde
están. Y nada te importa la naciente Cartago ni las murallas que van alzándose
ni el sumo poder entregado a tu cetro. Escapas de lo que está hecho, persigues
lo que está por hacer. Otra es la tierra que debes buscar a través del orbe,
otra es la tierra que buscabas. Mas, aunque encuentres esa tierra, ¿quién te la
ofrecerá para que la poseas?, ¿quién dará sus campos a unos desconocidos para
que se queden con ellos? Otro amor te está esperando y otra Dido a la que
engañar de nuevo, otra palabra tienes que dar. ¿Cuándo llegará el tiempo en que
fundes una ciudad como Cartago y veas a tu gente desde la altura de un alcázar?
(…)
Quizás incluso, malvado, abandones a una Dido embarazada y
en mi cuerpo se esconda encerrada una parte de ti. La desdichada criatura
seguirá el destino de su madre y serás culpable de la muerte de alguien que aún
no ha nacido; el hermano de Julo morirá junto con su madre y un único castigo
arrastrará a dos que están unidos entre sí.
(traducción de Vicente Cristóbal López)