Samuel Beckett en 1920 |
La meta de Samuel Beckett en toda su
carrera de escritor siempre fue la misma: nombrar lo innombrable, describir el
caos con precisión, contar la oscuridad del mundo con sobria claridad. “Sí, no
está mal, pero aún no es eso”, decía para referirse a su propia obra. Su lucha
con el lenguaje para arrancar de él la más extrema nitidez era un esfuerzo
inacabable para un irlandés que escribía en francés, lo que le exigía mayor
disciplina y le brindaba menos posibilidades. Beckett fue de carácter huidizo,
alérgico a hablar de su obra, parco en palabras, sobrio, ascético, solitario.
Al mismo tiempo, entre sus muchos amigos siempre tuvo fama de hombre bueno y
generoso. Cuando, en 1969, se le concedió el premio Nobel, no lo rechazó pero entregó
el dinero a aquellos que lo necesitaban más que él.
Su aspecto físico ha sido comparado
con frecuencia al de un águila inclemente, que traspasa las cosas, las desnuda
de engaños, las deja en su esencia ridícula. La leyenda le acompaña. Vivió en
París entre 1928 y 1931, a pesar de lo cual Joyce siguió siendo su maestro y
amigo. El gusto por la brillantez, por el juego de palabras y por la
experimentación con el lenguaje que aún podemos ver en Esperando a Godot tienen esa misma procedencia. Pero, tras su
regreso a Dublín en 1931, y hasta su regreso a París en 1937, la vida de
Beckett fue la de un escritor errante, sobre todo en Londres, siempre por los
círculos más alejados de la cultura oficial. Durante esos años Beckett ahondó
en la búsqueda de un lenguaje más puro, más transparente y exacto, una ambición
que en la literatura europea había ya cristalizado en el gran Kafka.
Hacia 1946 Beckett, según contaron
sus amigos, pasaba todo el tiempo como poseído por la inquietud y por la
urgencia. Una noche de tormenta, mientras deambulaba junto al mar, Beckett
experimenta la visión de lo que será
su obra posterior: discurso desnudo, sin concesiones, sin nada que enmascare el
tuétano descarnado de la realidad. Desde entonces se empeñará en un esfuerzo de
precisión al servicio de la estética del fracaso. Entre 1951 y 1945, llevado
por este ascetismo despiadado, escribe cuatro obras fundamentales en su carrera
y en la literatura europea: Las novelas Molloy,
Malone muere y El innombrable y la pieza teatral Esperando a Godot.
Este triunfo deparó a Beckett el
título de “padre del teatro del absurdo”, una distinción que al propio Beckett
le parecía absurda. Beckett prefería calificarse como realista y vanguardista.
Y es cierto que en su obra encontramos elementos expresionistas, surrealistas,
dadaístas e incluso alguna sombra futurista, si bien tratada, como todo, con un
sentido crítico, escéptico, crudo y desesperanzado. Pero por otra parte es
evidente lo que Beckett constata. Vladimir y Estragon están mucho más cerca de
nosotros de lo que parecen sugerir sus movimientos circenses. Se tomó por
absurdo lo que era una exhibición de técnica teatral. Los montajes de Esperando a Godot que eligen esa
estética circense, de payasos tristes, aciertan con la forma más realista de entender a sus personajes:
amos y esclavos, optimistas y agoreros, sombreros y zapatos, cuerdas y huesos,
el látigo y el árbol. La maquinaria dramática se sustenta sobre el atrezzo, que
adquiere una carga simbólica muy cercana a la realidad de cualquier época, pero
quizá todavía más tormentosa en la época que le tocó vivir, y que hace que su
literatura, más que en el absurdo, valga la pena encuadrarla en el existencialismo.
Entre teatro, novela, poesía, piezas
para radio y cine, etc., Beckett escribió alrededor de cincuenta obras. Su obra
se inclinó cada vez más por una acumulación de palabras sostenidas por sí
mismas, por el espectáculo de su sobriedad. Reduce el lenguaje a su mínima (e
inagotable) expresión, casi a la enumeración, a la letanía, una voz que habla porque
no puede dejar de hablar “Para evitar la muerte hay que contar historias”, dice
Malone.
Beckett escribe sobre el fracaso, la
desolación y la impotencia. Sus personajes son estrafalarios, mendigos,
enfermos, despojos que van de un lado a otro sin nada que esperar, que viajan
sin rumbo como en Molloy, y acaban matando
a alguien sin que se sepa por qué o para qué, que se embarcan en monólogos
desde la cama de un psiquiátrico y nos van describiendo personajes extraños que
se comportan muchas veces con la lógica de las pesadillas. Su obra es una
permanente paradoja entre la necesidad y la inutilidad. El final de Esperando a Godot es muy revelador.
A pesar de que esas cuatro
obras fueron, según él, lo mejor de su carrera, el resto consistió en el
desarrollo de un lenguaje literario para describir la nada, la miseria, el
fracaso, la piedra de Sísifo que los personajes suben sin saber por qué y sin
poder dejar de subirla. Como experimento extremo, Beckett es desde entonces un
punto de referencia para cualquier estética de la crudeza y de la lucha con el
lenguaje. Su estilo es la forma más coherente de representar el nihilismo, esa
mirada fría sobre un mundo sin objeto.