jueves, 26 de marzo de 2020

Jonathan Swift



Es un misterio de la cultura occidental por qué Los viajes de Gulliver, una sátira cruel contra el género humano, se ha convertido, con el tiempo, en un clásico nada menos que de la literatura infantil, al menos la primera parte, la única que ese mismo género humano parece haber leído. Jonathan Swift fue, en efecto, un maestro del sarcasmo, admirado y odiado en su tiempo (pasó de político popular a conservador y, después de su exilio en su Dublín natal, otra vez popular). Entre sus panfletos, tan extendidos durante la época, destaca uno que ha pasado a la historia como ejemplo de ironía sarcástica, el titulado Una modesta proposición: Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público, donde defiende que lo más sensato sería cocinar a los niños y comérselos. 

Ya he calculado que el gasto de criar un hijo de mendigos —en cuya lista incluyo a todos los campesionos, jonaleros y cuatro quintos de los granjeros— es alrededor de dos chelines al año, andrajos incluidos, y creo que a ningún caballero le parecería mal dar diez chelines por la carcasa de un buen niño gordo.

En un tono más amable, Swift escribió su Diario de Stella, las cartas que durante casi un año escribió a su confidente/amante, en un lenguaje críptico lleno de bromas, juegos de palabras, alusiones y nombres fingidos, que, doscientos años después, inspirarían a James Joyce.
Su obra cumbre, Los viajes de Gulliver, apareció en 1726, y era una sátira contra la moda de libros de viajes que encabezaba Robinson Crusoe. Fue un éxito inmediato. Sus dos primeras partes son más suaves.
Lemuel Gulliver cuenta cómo fue a parar a Lilliput, país de hombrecillos de seis pulgadas, con los que lega a convivir, describiendo sus ridículas divisiones y partidismos. Los liliputienses, que dirimen sus diferencias en una especie de cuadrilátero donde pelean, usan ese perspectivismo —que vimos a propósito de las Cartas persas— porque no entienden muchos aspectos del gigante que ha aparecido en sus costas, y anotan los extraños objetos hallados en los bolsillos del Hombre-Montaña, como lo llaman.

Del bolsillo derecho del chaleco colgaba una gran cadena de plata, con una admirable especie de máquina al extemo… que resultó ser un globo, mitad de plata, mitad de un metal transparente: pues, por el lado transparente, vimos ciertas figuras extrañas dibujadas en círculo, y creímos poder tocarlas, hasta que encontramos nuestros dedos detenidos por esa sustancia lúcida. Nos acercó a los oídos esa máquina, que hacía un ruido incesante, como el de un molino de agua: y conjeturamos que o bien es un animal desconocido, o el dios que él adora; pero nos inclinamos más a la segunda opinión, porque nos aseguró… que rara vez hacía nada sin consultarlo. Lo llamó su oráculo, y dijo que señalaba el momento para cada acción de su vida.

Cuando caemos en la cuenta de que se trata de un reloj, pensamos también cómo esa máquina es capaz de esclavizar a un ser humano.
En otro viaje llega a Brobdingnag, país de habitantes para él tan grandes como era él en Lilliput. Allí una niña lo tiene en una casita de muñecas. Gulliver, cuando informa al rey de Brobdingnag sobre las costumbres de su país, recibe severas críticas porque el rey considera que es una raza de gusanos miserables. La gente allí parece ser algo más bondadosa, pero Gulliver se encuentra con otro problema: al ser tan diminuto, tiene que soportar con verdadera repugnancia la piel y el hedor de aquellas damas que juegan con él como si fuera un muñeco.
Después Gulliver llega al país de Laputa, formado por un territorio fijo y una isla volante, que se cierne sobre ese territorio pudiendo modificar su altura y situación, y donde está el rey, junto con unos sabios distraídos y unos inventores extravagantes, que siempre están absortos en su trabajo y a los que unos criados, los flappers, sacan de su abstracción a bofetadas cuando se les pregunta algo. Los sabios, que desconfían de la imprecisión del lenguaje, no nombran los objetos sino que los muestran, y así tienen que cargar siempre con todos aquellos objetos de los que quieren hablar.  Autorizado a marchar, se dirige a la isla de Luggnagg, desde la que sabe que hay comunicación con Japón: en esa isla lo más llamativo es que nacen a veces personas destinadas a no morir nunca, que son objeto de compasión por los achaques que llegan a sufrir en su interminable vejez. Antes de dirigirse a Japón, Gulliver visita la isla de Glubbdubdrib, o «de los magos», donde conversa con los espíritus de varios grandes hombres del mundo antiguo, por los que se entera de que unos escritores sobornados han engañado a la posteridad, atribuyéndoles hazañas y virtudes muy lejanas de la realidad. 
Ya rumbo a Inglaterra, la tripulación se subleva y le abandona en una isla que resulta estar habitada por unos caballos racionales, los houynhnms, que hablan con relinchos y tienen una sociedad muy bien organizada, al margen de la cual conservan a unos seres medio salvajes, pero humanos al fin y al cabo, los yahoos, a los que se parece Gulliver en su forma corporal, ya que no en sus vestidos y en su buena conducta. En una estancia de tres años, Gulliver vive en casa de un sensato caballo, que se niega a creer lo que le cuenta Gulliver sobre el país de donde viene. De hecho, los houynnms son tan sinceros que no tienen ninguna palabra para referirse a la mentira, pero esta misma perfección les hace ser fríos, distantes e incluso crueles. Expulsado al fin, porque se considera que un ser  afín a los yahoos (aunque sea mejor que ellos, pero en el fondo uno de ellos) no debe estar como uno de los houyhnhnms, vuelve Gulliver a Inglaterra, donde no cumple su obligación de señalar la existencia de aquel país para que sea conquistado, y donde le cuesta readaptarse a la sociedad y costumbres humanas.
Swift también fue poeta, y muy moderno. Sus poemas Una descripción de la mañana y Una descripción de un chaparrón en la ciudad son de un realismo lleno de expresividad.

Barriendo de los puestos de los carniceros estiércol, tripas y sangre,
cachorrillos ahogados, hediondas sardinetas, todo empapado en fango, 
gatos muertos y tronchos de nabos bajan dando vueltas en la inundación.


Quizá Jonathan Swift no haya tenido el reconocimiento que merece, salvo por las ediciones adaptadas para niños, expurgadas de todo aquello que pudiera herir su sensibilidad, es decir, casi todo. Pocos aceptaron su misantropía, que él definió admirablemente: «Odio y detesto a ese animal llamado hombre, aunque amo a Juan, Pedro, Tomás, etcétera.»