Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un
error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía
esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser
conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y
aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción
Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer
obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde;
porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su
encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto
de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que
iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y
todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las
paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las
cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban
y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en
ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas,
guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en
los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones,
amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones
colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas
inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para
hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y
agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda,
cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la
sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay
nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas,
en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las
paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico;
pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes
maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de
esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de
faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo
aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos
goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva
y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a
ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba
después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y
agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía: "El
ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel
les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del
Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la
invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales
tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto
que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan,
las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados.
Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con
impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy
bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos
gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus
mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y
respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a
cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que
pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en
la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de
asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me
arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para
comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre,
con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido
luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste,
inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le
dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme.
Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese
baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante,
sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas
magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres
ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de
Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para
tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo,
lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz
veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas
joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a
devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de
brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello,
y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero
triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y
loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban
de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella.
El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no
pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel
triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía,
por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria
tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche,
dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se
divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la
salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba
extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir,
para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a
buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron
hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París
cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los
Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado,
en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros,
delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada.
Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora
de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en
los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si
por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la
cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi
estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos,
para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a
las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele
alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante
aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había
podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto
el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran
echado encima cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra
semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo
nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí
vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la
perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes
que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y
regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por
condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían,
porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría
prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco
luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo
tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda
la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado
por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por
la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas
morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del
comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un
tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si
notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo
habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo
energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver
aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más
económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina.
Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros
grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas
y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas
la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento.
Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero,
del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando,
teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a
céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar
tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de
un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e
intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en
la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las
faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con
agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba
junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile
donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el
collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida!
¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para
descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que
pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y
siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla
y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con
orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada
por aquella infeliz. Balbució:
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes
miserias.... todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al
baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años
para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo
teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de
Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de
piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...