viernes, 25 de noviembre de 2011

66. La peste y el placer


Comienza la primera jornada del Decamerón en la cual, tras la explicación dada por el autor sobre la razón por la que acaeció que esas personas que ahora se prestan se reunieran a conversar entre sí, bajo el mandato de Pampinea se trata de aquello que a cada uno más le agrada.


Digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado ya al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra de Italia, llegó la mortífera peste; que o por obra de los astros celestes o por nuestras iniquidades enviada por justa ira de Dios sobre los mortales para nuestra enmienda, tras comenzar unos años antes en los países orientales, y tras privarles de una innumerable cantidad de vidas, propagándose sin cesar de un lugar a otro, se había extendido miserablemente. Y como no valía contra ella saber alguno o remedio humano, aunque limpiaran la ciudad de muchas inmundicias quienes habían sido oficialmente encargados de ello y se prohibiera entrar en ella a cualquier enfermo y se dieran muchos útiles consejos pare mantener la higiene, y no valieran tampoco las humildes rogativas que elevaran las personas devotas de Dios hechas con procesiones no una sino muchas veces y con otros medios, casi al principio de la primavera de dicho año comenzó horriblemente y de manera sorprendente a mostrar sus dolorosos efectos. Y no como había sucedido en Oriente, donde a  todo el que le salía sangre de la nariz era para él signo evidente de muerte segura, sino que en su comienzo a los varones e igualmente a las hembras les nacían en la ingle o bajo las axilas unos bultos, algunos de los cuales crecían como una manzana mediana, otros como un huevo unos más y otros menos, que las gentes llamaban bubas. Y desde las dos partes del cuerpo indicadas, en poco tiempo, las ya dichas mortíferas bubas comenzaron a nacer y a crecer indistintamente en cualquier parte del cuerpo; y tras esto los síntomas de dicha enfermedad comenzaron a convertirse en manchas negras o lívidas que a muchos les salían en los brazos o por los muslos y en cualquier otra parte del cuerpo, a unos grandes y escasas y a otros pequeñas y abundantes. Y como el bubón había sido al principio y era aún indicio seguro de muerte futura, también lo eran éstas a quienes les aparecían.
Para curar tal enfermedad ni consejo de médico ni poder de medicina alguna parecía que sirviese ni aprovechase; es más, o porque la naturaleza del mal no lo permitiese o porque la ignorancia de quienes medicaban (cuyo número, aparte de los médicos, se había hecho grandísimo tanto de mujeres como de hombres que nunca habían recibido enseñanza alguna de medicina) no supiese de dónde procedía y por consiguiente no se le pusiese el debido remedio, no sólo eran pocos los que sanaban, sino que casi todos hacia el tercer día de aparecer los mencionados síntomas, quien antes y quien después y la mayoría sin fiebre alguna u otra complicación, morían. Y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos con los que se comunicaban no de otro modo a como lo hace el fuego sobre las cosas secas o grasientas cuando se le acercan mucho. Y el mal fue aún mucho más allá porque no sólo el hablar y el tratar con los enfermos les producía a los sanos la enfermedad o les causaba el mismo tipo de muerte, sino que el tocar las ropas o cualquier otra cosa tocada o usada por los enfermos parecía transportar consigo la enfermedad al que tocaba. Lo que voy a decir es tan asombroso de oír que si los ojos de muchos y los míos no lo hubiesen visto apenas me atrevería a creerlo, y menos a escribirlo, aunque lo hubiese oído de alguien digno de fe. Digo que el tipo de pestilencia descrita fue de tal virulencia, al contagiarse de unos a otros que no solamente se transmitía de hombre a hombre, sino, lo que es más, y esto ocurrió muchas veces y de manera visible, si la cosa del hombre que había estado enfermo o había muerto de esta enfermedad la tocaba otro animal distinto a la especie humana no sólo le contagiaba la enfermedad sino que en muy poco tiempo lo mataba. De lo cual mis ojos, como se acaba de decir, tuvieron un  día, entre otros, semejante experiencia: que estando tirados los harapos de un pobre muerto de esta enfermedad en la vía pública y al tropezarse con ellos dos cerdos y éstos, según acostumbran, cogiéndolos primero con el hocico y luego con los dientes y sacudiéndoselos en el morro, poco tiempo después, tras algunas convulsiones, como si hubiesen tomado veneno, ambos cayeron muertos al suelo sobre los funestos harapos.
Por estas cosas y por otras muchas semejantes a éstas o más graves, a los que quedaban vivos les asaltaron varios temores y suposiciones, y casi todos tendían a un mismo fin muy cruel, el de esquivar y huir de los enfermos y de sus cosas; haciendo esto cada cual creía lograr salvarse a si mismo. Y había unos que opinaban que vivir moderadamente y abstenerse de todo lo superfluo ofrecía gran resistencia a este mal; y reuniendo a su grupo vivían apartados de todos los demás, recogiéndose y encerrándose en las casas donde no había ningún enfermo y se podía vivir mejor, tomando alimentos delicadísimos y óptimos vinos con suma templanza huyendo de todo exceso, sin dejar que nadie les hablara y si querer tener noticia alguna de fuera, ni de muerte ni de enfermos, se distraían con la música y los placeres que podían. Otros, llevados por una opinión diferente, afirmaban que el beber mucho y el gozar y el ir por ahí cantando y disfrutando y el satisfacer el apetito con todo lo que se pudiese reírse y burlarse de lo que ocurría, que esa era la medicina más eficaz para tanto mal; y tal como lo decían lo llevaban cabo si podían, yendo de día y de noche de una taberna a otra, bebiendo sin tiento y sin medida, y haciéndolo sobre todo por las casas ajenas, con sólo sentir que algo les agradaba o se les antojaba. Y podían hacerlo fácilmente, pues todo como si no fuesen a vivir más, habían abandonado tanto a sí mismos como a sus cosas; por lo que la mayor parte de las casas se habían vuelto comunes, y las usaban los extraños, con sólo tropezarse con ellas, como las habría usado su propio dueño; y a pesar de ese comportamiento bestial, siempre que podían huían de los enfermos.  Y en tanta aflicción y desolación para nuestra ciudad estaba la respetable autoridad de las leyes, tanto divinas como humanas, casi toda abatida y destrozada por los ministros y ejecutores de las mismas que igual que los demás, todos estaban muertos o enfermos o se habían quedado tan faltos de servidumbre que no podían de desempeñar oficio alguno, por lo que a todos les era licito hacer lo que les venía en gana. Otros muchos, entre los dos ya dichos, observaban una vía intermedia, sin privarse de los manjares como los primeros ni excederse en las bebidas y en otras libertades como los segundos, sino que se servían de las cosas lo suficiente según sus apetitos y sin encerrarse iban de un lado a otro, llevando en la mano unos flores, otros hierbas aromáticas y otros diversos tipos de especias, y se las llevaban con frecuencia a la nariz creyendo que era muy bueno tonificar el cerebro con esos olores, por la razón de que todo el aire parecía impregnado y maloliente por el hedor de los cuerpos muertos y de las enfermedades y de las medicinas. Algunos eran de parecer más cruel, aunque fuese tal vez más seguro, diciendo que no había una medicina mejor ni tan buena contra la peste que el huir de delante de ella; e impulsados por este razonamiento, sin ocuparse de nada más que de sí mismos, muchos hombres y mujeres abandonaron su propia ciudad, sus propias casas, sus posesiones, a sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos el campo, como si la ira de Dios para castigar las iniquidades de los hombres con aquella pestilencia no fuese a caer donde estuviesen, sino que, excitada, fuese a azotar solamente a los que se encontraban dentro de las murallas de su ciudad, o como si pensasen que no iba a quedar nadie en ella y que había llegado su última hora.
[...]
Me disgusta a mí mismo irme deteniendo en tantas miserias; por lo que, queriendo dejar ya esa parte de las que puedo evitar adecuadamente, diré que estando nuestra ciudad en estos términos, casi vacía de habitantes, sucedió, tal como le oí después a una persona digna de fe, que en la venerable iglesia de Santa María Novella, un martes por la mañana, cuando no había allí nadie más, vestidas de luto tras oír los santos oficios, como tal ocasión requería, se encontraron siete jóvenes señora todas unidas entre sí o por amistad o por vecindad o por parentesco, de las que ninguna pasaba de veintiocho años ni era menor de dieciocho todas discretas y de sangre noble y bellas de aspecto y adornadas de buenas costumbres y de gentil honestidad.  Yo diría sus nombres verdaderos si justa razón no me lo impidiese, y es ésta: que no quiero que alguna de ellas en lo sucesivo pueda avergonzarse de las cosas relatadas por ellas, que se siguen, ni de lo escuchados al estar hoy bastante más restringidas las leyes del placer, mientras que entonces, por las razones ya señaladas, eran amplísimas no ya para su edad sino para una mucho más madura; ni tampoco darles pie a los envidiosos, dispuestos a criticar cualquier vida respetable, a disminuir en modo alguno la honestidad de las ilustres señoras con desconsideradas habladurías.  Por ello, para que en lo sucesivo si pueda comprenderse sin confusión lo que cada una dijo, pretendo llamarlas con nombres en todo o en parte apropiados a la índole de cada una; a la primera de las cuales y a la que era de más edad la llamaremos Pampinea y a la segunda Fiammetta, Filomena a la tercera y a la cuarta Emilia, y a continuación llamaremos Lauretta a la quinta, a la sexta Nefilé y a la última la denominaremos Elissa.
Las cuales, llevadas no ya por algún propósito, sino reunidas por azar en una de las partes de la iglesia, tomando asiento casi en círculo, tras dejar de decir los padrenuestros con varios suspiros, se pusieron a comentar entre ellas muchas y diversas cosas de los sucesos de entonces. Y tras algún tiempo, callando las demás, Pampinea comenzó a hablar así:
"Mis queridas señoras, vosotras, lo mismo que yo, habéis podido oír muchas veces que a nadie ofende quien honestamente hace uso de su derecho.  Es natural tendencia de todo el que nace tratar de conservar y defender su vida cuanto pueda; y esto se acepta tanto que alguna vez ha sucedido que, para defenderla, sin culpa alguna se ha matado a hombres.  Y si esto lo admiten las leyes, entre cuyos fines está el bienestar de todos los mortales, ¡con cuánta mayor razón, sin ofender a nadie, nos es lícito a nosotras y a cualquier otro poner los remedios posibles para conservar nuestra vida!  Cada vez que vuelvo a considerar nuestros actos de esta mañana e incluso los de otras muchas pasadas, pensando cuántas y cuáles son nuestras reflexiones, comprendo, y de igual modo vosotras lo podréis comprender, que todas temamos por nosotras mismas; y esto no me asombra nada pero sí me asombra advertir que cada una de nosotras, teniendo sentimientos femeninos, no adoptemos algún remedio a lo que cada una de nosotras fundadamente teme.  Me parece que permanecemos aquí como si quisiésemos o tuviésemos que dar testimonio de cuántos cuerpos se nos llevan a enterrar, o escuchar si los frailes de aquí dentro, cuyo número se ha reducido casi a cero, cantan sus oficios a las horas debidas, o a demostrarle a todo el que se nos presente, con nuestras vestiduras, la calidad y la cantidad de nuestras miserias. Y si salimos de aquí, o vemos cadáveres o enfermos transportados por ahí, o vemos a los que la autoridad de las leyes públicas les ha condenado por sus delitos al exilio, que se mofan de ellas porque saben que sus ejecutores están muertos o enfermos, y con ímpetu desenfrenado van de correría por la ciudad  [...]
Por lo que aquí y fuera de aquí, y en casa, me encuentro a disgusto, y mucho más porque me parece que nadie que tenga alguna posibilidad y adonde poder ir, como tenemos nosotras, se ha quedado, salvo nosotras.  [...]
Y por ello, para no caer por repugnancia o por excesiva confianza en lo que, si quisiéramos, acaso podríamos evitar de alguna manera, no sé si a vosotras os parecerá lo que a mí me parece; yo estimaría muy adecuado que, en esta situación, tal como muchos antes que nosotros han hecho y hacen, saliésemos de nuestra ciudad, y huyendo como de la muerte de los deshonestos ejemplos ajenos, fuésemos a quedarnos honestamente en nuestras posesiones en el campo, que todas poseemos en abundancia, y allí disfrutásemos de la fiesta, la alegría y el placer que pudiésemos, sin traspasar en acto alguno el tope de la razón.  Allí se oyen cantar a los pajarillos, se ven verdear las colinas y los llanos, y los campos de mieses ondear como el mar, y unas mil especies de árboles, y el cielo más abiertamente, que, aunque esté aún enojado, no por ello nos niega sus bellezas eternas, que son mucho más bellas de contemplar que las murallas vacías de nuestra ciudad; y allí, además, el aire es mucho más fresco y hay más abundancia de esas cosas que son necesarias para la vida en estos tiempos, y es menor el número de molestias.  Por lo que, aunque allí mueran los campesinos como aquí los ciudadanos, el disgusto es menor porque las casas y los habitantes son menos que en la ciudad  [....]"
Mientras de este modo razonaban las señoras, he aquí que entraron en la iglesia tres jóvenes, aunque no demasiado, pues el más joven de ellos tendría veinticinco años; en ellos, ni el tiempo adverso, ni la pérdida de amigos o parientes, ni el temor por sí mismos habían podido no ya apagar sino enfriar su amor. De los que uno se llamaba Pánfilo, Filóstrato el segundo y el último Dioneo, todos muy agradables y corteses. Iban buscando, para su mayor consuelo entre tanta turbación, ver a sus amadas, que por ventura estaban las tres entre las dichas siete y algunas de las otras estaban directamente emparentadas con alguno de ellos. [...]