«Toda la literatura rusa moderna sale del abrigo de Gogol», dijo Fedor Dostoievski. Y leyendo, sobre todo, a Dostoievski, uno diría que tiene toda la razón. Nikolai Gogol, que vivió en la primera mitad del XIX, es el padre de lo que podríamos llamar novela crítica, de un sarcasmo hiriente, muy comprometida en denunciar los males de su país. Su más famosa novela, Almas muertas, cuenta cómo el pretencioso Chíchikov viaja por las granjas del país para comprar, por un precio simbólico, los derechos sobre aquellos siervos, mujiks, que ya habían fallecido pero cuya anterior existencia seguía gravando los impuestos de los propietarios. Con estos siervos difuntos, Chíchikov pretende fundar un gran latifundio y recibir ayudas del gobierno a razón de cuántos siervos tiene, sin importar que estén vivos o muertos. Es algo así como esos casos que vemos de vez en cuando de familias que ocultan la muerte de un abuelo para seguir cobrando la pensión (en Bronchales, hace no demasiado tiempo, hubo uno). Pero lo que Gogol pretendía con la novela, que dejó inacabada, era denunciar la corrupción, la arrogancia y la avaricia de los terratenientes rusos.
Almas muertas es de 1842, un momento en el que en Europa tan apenas se ha salido del Romanticismo, y casi veinte años antes de que Flaubert imponga un canon realista que nos llevará al naturalismo. Pero de ese mismo año de 1842 es el relato El abrigo, la historia de «un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a nadie». Su protagonista, Akakiy Akakievich, es un triste funcionario que se dedica a copiar legajos en un edificio de oficinas de San Petersburgo. Gana muy poco dinero tiene problemas de salud derivados del despiadado invierno ruso y de que solo cuenta con un abrigo desgastado y roto que ya no le protege del frío. Así que, a base de esfuerzos y de ahorros, logra reunir dinero suficiente para que un vecino sastre le confecciones un abrigo en condiciones. Nada más llegar a la oficina con su flamante abrigo, la relación con sus compañeros cambia por completo: los mismos que antes los despreciaban, ahora lo invitan a fiestas y le hacen agasajos y carantoñas. Al salir de una de esas fiestas, en plena noche, Akakiy es asaltado por unos maleantes que le quitan el abrigo. Desrozado, acude a entrevistarse con una «alta autoridad» para denunciar el robo y buscar la posibilidad de algún tipo de resarcimiento. La «alta autoridad», símbolo de la burocracia corrupta, haragana e inútil, lo despacha de mala manera, y el pobre Akakiy, que había hecho todo lo humanamente posible por tener un abrigo decente, muere en la más absoluta soledad.
El final del cuento es aún más crudo y sarcástico, porque se corre el rumor de que el fantasma de Akakiy vaga por San Petersburgo, algo que llega a oídos de la «alta autoridad», que, ahora sí, se arrepiente de haber maltratado al hombrecillo aquel, se obsesiona con la idea del fantasma y acaba medio loco, sucumbiendo a un transeúnte en el mismo lugar donde Akaky perdió el abrigo.
La influencia de este cuento, en efecto, fue total, tanto en lo que respecta al pesimismo con respecto al ser humano, como a la denuncia de las desigualdades sociales, e incluso a un estilo alejado de las pomposidades huecas de la época, más atento a la descripción precisa y a la ironía corrosiva. Desde luego que no se podría entender ni El jugador ni Crimen y castigo sin este referente, pero tampoco el realismo transparente de Tolstoi y su preocupación por los desfavorecidos; tampoco la escritura del gran cuentista Anton Chéjov, ni siquiera el retrato, digamos, pre-existencial que trazó Gonchárov en su magnífica novela Oblomov. Y eso por no hablar de que ya prefigura lo que ochenta años después hará Franz Kafka, que no era ruso pero a veces lo parecía.
De estos autores y de algunas de sus obras seguiremos hablando en los próximos días. Os dejo con el relato íntegro de Gogol. Es un poco largo pero es fundamental para entender todo lo que vendrá después.