Ya vimos que Tiempos difíciles es una de las mejores novelas de Dickens, y una de las que más específicamente trata el problema de la educación y sus consecuencias. Su argumento es de una inusual perfección, teniendo en cuenta que a Dickens le atraía el enrevesamiento de los folletines, pero aquí todo está más medido que de costumbre. También es cierto que se trata de una de sus novelas más breves, sin dejar por ello de ser larga.
La trama empieza en la escuela de Gradgind, un maestro, por así llamarlo, que solo cree en la memorización de datos y en el rigor disciplinario. La novela es de mediados del XIX, pero esa obsesión poco edificante ha permanecido como sistema educativo durante mucho tiempo. Incluso ahora se le da a la memoria de usar y tirar más importancia de la debida. Gradgind tiene dos hijos, Thomas y Louisa, que encarnan los dos tipos de malas consecuencias que tiene ese sistema educativo. Thomas es esquinado y egoísta, y Louisa una muchacha excesivamente sumisa. A ellos se suma Ceci, una chiquilla que vivía en un circo y cuyo padre la abandona. Gradgind la acoge en su casa y Ceci sufre para adaptarse a su nueva vida.
Todos viven en Coketown, literalmente ciudad del carbón, en concreto del carbón de coque, un símbolo de la Revolución Industrial en Inglaterra, usado, por ejemplo, en los primeros trenes. Ese carbón era muy contaminante, y las ciudades dedicadas a su fabricación eran lugares oscuros e irrespirables. En este ambiente obrero aparecen otros dos personajes, Stephen Blackpool y Bounderby.
Stephen es un obrero al que todo le ha ido mal. Se casó con una mujer borracha y malvada de la que no puede divorciarse porque no tiene dinero, y está enamorado de Raquel, quien le pide que no forme parte de los movimientos sindicales. El resultado es que Stephen, muy buena persona, sufre el desprecio y el ninguneo de sus compañeros. Por su parte, Bounderby es el cacique de la ciudad, dueño del banco y de la fábrica donde trabaja Stephen. Cuando crecen los hijos de Gradging, el banquero Bounderby se casa con Luisa, que no lo ama en absoluto, pero accede al matrimonio para que su hermano Thomas tenga un medio de subsistencia.
La acción se desata cuando Thomas planea robar el banco de Gradging y se las arregla para echar la culpa al obrero Stephen, que, acosado por sus compañeros y despedido de la fábrica, tiene que huir de Coketown. Pero también hay un efecto beneficioso, y es que Luisa se da cuenta de la maldad de su hermano, se harta de su insoportable marido rico y vuelve a casa de su padre, quien, finalmente, se da cuenta de que la culpa de todo es suya, por haberlos educado así de mal.
El final invita un poco a la esperanza. Raquel, la verdadera mujer de Stephen, con quien no puede casarse, logra desenmascarar a Thomas, que pone tierra de por medio y huye a América. Como curiosidad, hay que decir que una de las series de televisión más famosas de los últimos tiempos, Downton Abbey, utiliza la historia de Thomas y Raquel en una de sus tramas principales, con la diferencia de que, en vez del desaprensivo Bounderby, el jefe de Thomas es todo un caballero. Menos mal.
Tiempos difíciles es de 1854, y de ese mismo año es Norte y sur, de Elysabeth Gaskell, otra gran novelista inglesa, amiga de Dickens. Es interesante porque Norte y sur es otra magnífica novela, muy recomendable, que aborda un tema parecido, el de las ciudades del norte de Inglaterra durante la revolución industrial.
La siguiente novela, La pequeña Dorrit, también tiene un fuerte contenido crítico contra las tremendas desigualdades sociales y el corrupto sistema burocrático de la administración inglesa. Además, parte de una amarga experiencia que vivió el propio Dickens, cuyo padre, como vimos, pagó con la cárcel por sus deudas. En esa cárcel para deudores vive William Dorrit, un caballero venido a menos, y sus hijos, Fanny (que no acepta su nueva situación), el vago Tip y Emy, La pequeña Dorrit. Los hijos, al contrario que el padre, pueden salir de la cárcel, y Emy, la única que tiene sentido común, trabaja de criada para la señora Clennam, cuyo hijo, Arthur, es un comerciante que ha pasado muchos años en China sin conseguir hacerse rico y regresa a Inglaterra.
A partir de aquí la trama se desliza por lo folletinesco. Arthur trata de ayudar a Emy, y descubre que el padre de Emy es en realidad el heredero de una gran fortuna. Pero el padre, al salir de la cárcel, decide gastarse el dinero en viajar con sus hijos. Por su parte, Arthur invierte mal su dinero en una estafa piramidal, algo frecuente incluso hoy en día. Como dato curioso, la hija del escritor Mariano José de Larra, Baldomera, fue la primera que perpetró en España ese tipo de estafa. El caso es que Arthur, después de haber sacado a Clennam de la cárcel, acaba él mismo entre rejas.
El resto es una sucesión un poco inverosímil, y muy folletinesca, de herencias secretas, hijos ilegítimos y demás tópicos que acaban, cómo no, con el matrimonio de Arthur y Amy, los dos, por fin, fuera de la cárcel y sin apuros económicos.
Os dejo con un fragmento de Tiempos difíciles, un diálogo entre Ceci, la niña rescatada del circo, y Luisa, la hija de Gradgind, que da idea del tipo de educación del que habla la novela.
—Pero, por favor, señorita Luisa —dijo Ceci, excusándose—. ¡Soy..., soy tan ignorante!
Luisa dejó escapar una risa más alegre de lo que era habitual en ella, y le dijo que poco a poco se iría haciendo más instruida.
—Es que no sabéis lo tonta que soy —exclamó Ceci, casi llorando—. En la escuela no hago más que equivocarme. El señor y la señora M'Choakumchild me hacen poner una y otra vez en pie, nada más que para que cometa errores. No lo puedo remediar. Parece que me brotan espontáneamente.
—Supongo que el señor y la señora M'Choakumchild no se equivocarán nunca, ¿verdad, Ceci?
—¡Jamás! —contestó Ceci, con mucha seriedad—. Ellos lo saben todo.
—Cuéntame algunas de tus equivocaciones.
—Me da casi vergüenza —contestó la muchacha con cierta repugnancia—. Hoy, por ejemplo, nos explicaba el señor M'Choakumchild la teoría de la Prosperidad natural.
—Supongo que quieres decir la Prosperidad nacional —apuntó Luisa.
—Sí..., eso... Pero ¿no es lo mismo? —interrogó Ceci tímidamente.
—Puesto que él dijo nacional, es mejor que tú también lo digas así —contestó Luisa con sequedad reservada.
—La Prosperidad nacional. Y nos dijo: «Mirad: suponed que esta escuela es la nación y que en esta nación hay cincuenta millones en dinero. ¿Es o no una nación próspera? Niña número veinte, ¿es o no una nación próspera esta, y estáis o no estáis vos nadando en prosperidad?»
—¿Y qué contestaste? —le preguntó Luisa.
—Señorita Luisa, le contesté que no lo sabía. Me pareció que no estaba en condiciones de afirmar si la nación era o no era próspera y si yo estaba nadando en prosperidad, mientras no supiese en qué manos estaba el dinero y si me correspondía a mí una parte. Pero esto era salirse de la cuestión. No podía representarse con números —dijo Ceci, enjugándose las lágrimas.
—Cometiste un gran error —sentenció Luisa.
—Ahora ya lo sé, señorita Luisa; ahora ya lo sé. El señor M'Choakumchild me dijo a continuación que me lo presentaría de otra manera, y se expresó de este modo: «La sala de esta escuela es una ciudad inmensa en la que vive un millón de habitantes, y de ese millón de habitantes, solamente se mueren de hambre en la calle, al año, veinticinco. ¿Qué os parece esta prosperidad?» Lo mejor que se me ocurrió contestarle fue que para los que se morían de hambre era lo mismo que la ciudad tuviese un millón que un millón de millones de habitantes. Y también en esto me equivoqué.
—¡Naturalmente que sí!
—El señor M'Choakumchild dijo que iba a probarme otra vez, y empezó: «Tengo aquí un cuaderno de asmatísticas...»
—Estadísticas —corrigió Luisa.
—Eso es, señorita Luisa...; siempre me hacen pensar en los pobres asmáticos... De estadísticas de accidentes marítimos. «Según ellas (dijo el señor M'Choakumchild), cien mil personas se embarcaron en un año para travesías marítimas largas, y tan sólo quinientas se ahogaron o perecieron entre llamas. ¿Qué tanto por ciento resulta?» Y yo le contesté... que ninguno... —y al decir esto, Ceci sollozó, como si aquel error, el mayor de los suyos, le inspirase viva contrición.
—¿Cómo que ninguno, Ceci?
—Ningún tanto por ciento representa para los parientes y amigos de los que perecieron. No acabaré jamás de aprender —dijo Ceci—, y lo peor de todo es que, si bien mi padre deseaba tan ardientemente que yo aprendiese, y yo deseo muy de veras aprender, precisamente porque él lo deseaba, sospecho mucho que el aprender no es cosa de mi gusto.
Luisa se quedó mirando aquella cabeza tan modesta, cuando Ceci la inclinó avergonzada.