Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que
el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al
volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en
contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin
saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos,
cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una
valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que
había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a
los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena.
Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi
paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en
mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo
causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus
desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que
opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia
no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre,
contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me
daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en,
mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué
significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice
más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de
pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que
la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero
no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero
cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que
quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi
disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo
hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave
incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando
ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin
que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra
ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y
entrarla en el campo de su visión. Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese
desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia
de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes
realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de
té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma
un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada
la estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y
protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero
como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el
contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego,
por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con
el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que
se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran
profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la
resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando. Indudablemente,
lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que,
enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy
lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se
confunde el inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo
discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca
el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que
me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata. ¿Llegará
hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo
que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a
conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado,
quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su
noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su
busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de
toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando
sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se
dejan rumiar sin esfuerzo. Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que
tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado
en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque
los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos
días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la
probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las
pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para
enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto
tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!;
las formas externas también aquella tan grasamente sensual de la concha, con
sus dobleces severos y devotos., adormecidas o anuladas, habían perdido la
fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada
subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han
derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más,
persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y
recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin
doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. En cuanto
reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba
(aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar porqué ese
recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde
estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al
pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido
para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el
pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde
me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y
los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento
de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al
parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma,
a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en
personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores
de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y
las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray
entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y
consistencia, sale de mi taza de té.