(El corazón delator, 2.3)
En
Estados Unidos, país en el que vivió casi toda su breve y sobresaltada vida, Edgar
Allan Poe llegó a ser considerado, en sus momentos de éxito, sobre todo a raíz
de El cuervo, la
mejor representación del romanticismo norteamericano. Es cierto que él había
partido de poetas románticos ingleses como Byron o Coleridge, cuyo poema El
viejo marino tuvo mucho que ver en la novela Arthur
Gordon Pym. En Europa, sin embargo, se le consideró ya un poeta
moderno, sobre todo a raíz de las traducciones de sus cuentos que escribió
Baudelaire, en las que rebajaba el tono un tanto arcaizante de su prosa. Pero El cuervo era, además del mejor ejemplo
de romanticismo norteamericano, el poema fundacional de la modernidad europea.
En su Filosofía
de la composición, Poe explica cómo compuso este poema. Nada de raptos
líricos ni sorprendentes pesadillas, que sí alimentarían muchos de sus cuentos.
El poema no nacía de la necesidad de decir algo sino del modo más conveniente
de sugerir algo. Poe no quería contar una historia en ese poema sino crear una
atmósfera perfectamente calculada para transmitir
una sensación. Su método, el mismo que en sus cuentos, era la atmósfera asfixiante,
la extrema precisión en los detalles, el miedo que produce un ruido repetido en
medio de la oscuridad, o la obsesión por el ritmo y la rima (nevermore, nevermore). Poe consideraba
que la poesía era “creación rítmica de belleza”, una definición que cuadraría
perfectamente a todas las escuelas poéticas que surgieron en Europa con
Baudelaire. Esta visión de la poesía como un arte combinatoria es coherente con
la afición de Poe a las deducciones y los criptogramas, que publicó en diferentes
revistas, y que con el tiempo le harían fundar, en Los
crímenes de la calle Morgue, el moderno relato de detectives.
Comparada
con su producción en prosa, la obra poética de Poe es bastante escasa. Si Poe
comenzó a publicar relatos breves fue por razones económicas. Poe también es
pionero en empeñarse en vivir de la literatura, al precio que fuera.
Y el precio, con frecuencia, era muy alto. Poe toleraba mal trabajar para una
revista que había multiplicado sus lectores gracias a él y que le pagaba un
sueldo miserable. Allí publicaba las más puntiagudas críticas literarias y los
relatos más espeluznantes, se ganaba infinidad de enemigos y su carácter
colérico, sureño, le jugaba malas pasadas. Sus intermitentes pero terribles batallas
perdidas con el alcohol lo terminaban echando de todas las revistas a las que
había hecho crecer. Lo contrataban porque era muy bueno, y lo echaban porque
era muy raro. De vez en cuando desaparecía unos días y regresaba envuelto en
alcohol y lleno de heridas en el cuerpo y, más concretamente, en el cerebro.
A la
altura de 1835, con 26 años, Poe ya es Poe. Ya escribe Berenice, y poco después aparecerán la Narración
de Arthur Gordon Pym, Ligeia, su relato breve favorito, o La caída de
la casa Usher. En todas estas
obras hay un lado sádico y tétrico que marcarían buena parte de sus más célebres
relatos. Sin embargo, como para compensar ese punto de vista y evitar que lo
acusasen de morbosidad, escribía también los cuentos analíticos, como El
misterio de Marie Roget, donde, no obstante, tampoco renuncia a los
detalles escabrosos.
Su vida
es un desastre con frecuencia: pasa temporadas de sosiego y escritura y otras
de locura y disipación. Su mujer, prima suya, muy joven, aficionada al canto, ha
contraído una tuberculosis galopante que la llevará a la tumba. Poe termina de escribir El cuervo, un poema que lo acompañó toda su vida, y alterna los
relatos más novelescos y, digamos, matemáticos
(El
escarabajo de oro, La carta robada, William
Wilson) con el aire siniestro y enloquecido, pero siempre interesante y
profundo, de El tonel
de amontillado o La verdad
sobre el caso del señor Valdemar. Pero unos y otros comparten las
obsesiones literarias de Poe: el crescendo
infatigable del relato, la ambigüedad que nace de la precisión, la hiperestesia,
su extraordinaria inteligencia analítica y su imaginación meticulosa y macabra.
Poco
antes de morir escribió un ensayo de cosmología, Eureka,
y un espléndido poema, Ulalume. Murió en circunstancias tan
espantosas como sus peores ficciones. Pocos años antes, en una de sus escasas
épocas de paz y felicidad, en la felicidad del campo, escribió El entierro prematuro. Su mundo no
dependía de sus debilidades sino, como él dijo, al revés: “No me vuelvo loco
cuando bebo, sino que bebo cuando me vuelvo loco.” En sus últimos días, con
tantas desgracias a cuestas, presentía su fin. Su alto concepto de sí mismo le
impidió aprovechar buenas oportunidades de llevar una vida desahogada, pero esa
misma soberbia no habría podido imaginar que casi dos siglos después sus
cuentos sigan siendo para mucha gente la mejor puerta de acceso a la
literatura, en Estados Unidos, en Europa y en el mundo entero.