Rubén Darío
ACUARELA
Primavera. Ya las azucenas floridas y
llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los
gorriones tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas,
esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jasmín, flor sencilla, tachona
los tupidos ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas
elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos
invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una claridad
suave, junto a los árboles de la Alameda que lucen sus cumbres resplandecientes
en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus hojas nuevas, bulle un enjambre
ajeno a ruido de música, de cuchicheos vagos y de palabras fugaces.
He aquí el cuadro. En
primer término está la negrura de los coches que explende y quiebra los últimos
reflejos solares, los caballosorgullosos con el brillo de sus arneces, y con
sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros
taciturnos, en su quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas
los botones metálicos flamantes; y en el fondo de los carruajes, reclinadas
como odaliscas, erguidas como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores,
las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosadas adolescentes
que ríen con alegría de pájaro primaveral, bellezas lánguidas, hermosuras
audaces, castos lirios albos y tentaciones ardientes.
En esa portezuela está un
rostro apareciendo de modo que semeja el de un querubín, por aquélla ha salido
una mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los corazones,
más allá se alcanza a ver un pie de Cenicienta con un zapatito oscuro y media
lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su color de
marfil amapolado, su cuello real y la corona de su cabellera, está la Venus de Milo,
no manca, sino con dos brazos, gruesos como los muslos de un querubín de
Murillo, y vestida a la última moda de París, con ricas telas de Prá.
Más allá está el oleaje de
los que van y vienen: parejas de enamorados, hermanos y hermanas, grupos de
caballeritos irreprochables; todo en la confusión de los rostros, de las
miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas: resaltando a veces
en el fondo negro y aceitoso de los elegantes dumas, una cara blanca de mujer,
un sombrero de paja adornado de colibríes, de cintas o de plumas, y el inflado
globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado
cuello a la marinera.
En el fondo, los palacios
elevan al azul la soberbia de sus fachadas, en las que los álamos erguidos
rayan columnas hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde
fugitiva.