El caballero sin ningún respiro se va armado a través del bosque. Y mi señor Galván detrás lo sigue y le da caza con ahínco cuando ya había traspasado una colina. Después de avanzar gran trecho encontró muerto el corcel que había regalado al caballero, y vio muchos rastros de caballos y restos de escudos y de lanzas en torno. Se figuró que había habido gran pelea de varios caballeros, y mucho le apenó y disgustó no haber llegado a tiempo. No se paró allí largo rato, sino que avanza con raudo paso. Hasta que adivinó que volvía a ver al caballero: muy solo, a pie, con toda su armadura, el yelmo lazado, el escudo al cuello, ceñida la espada, había llegado junto a una carreta. Por aquel entonces las carretas servían como los cadalsos de ahora; y en cualquier buena villa, donde ahora se hallan más de tres mil no había más que una en aquel tiempo. Y aquélla era de común uso, como ahora el cadalso, para los asesinos y traidores, para los condenados en justicia, y para los ladrones que se apoderaron del haber ajeno con engaños o lo arrebataron por la fuerza en un camino. El que era cogido en delito era puesto sobre la carreta y llevado por todas las calles. De tal modo quedaba con el honor perdido, y ya no era más escuchado en cortes, ni honrado ni saludado. Por dicha razón, tales y tan crueles eran las carretas en aquel tiempo, que vino a decirse por vez primera lo de: «Cuando veas una carreta y te salga al paso, santíguate y acuérdate de Dios, para que no te ocurra un mal.»
El caballero a pie, sin lanza, avanza hacia la carreta, y ve a un enano sobre el pescante, que tenía, como carretero, una larga fusta en la mano; y dice el caballero al enano: «Enano, ¡por Dios!, dime si tú has visto por aquí pasar a mi señora la reina.» El enano, asqueroso engendro, no le quiso dar noticias, sino que le contesta: «Si quieres montar en la carreta que conduzco, mañana podrás saber lo que le ha pasado a la reina.» Mientras aquél reanuda su camino, el caballero se ha detenido por momentos, sin montar. ¡Por su desdicha lo hizo y por su desdicha le retuvo la vergüenza de saltar al instante a bordo! ¡Luego lo sentirá! Pero Razón, que de Amor disiente, le dice que se guarde de montar, le aconseja y advierte no hacer algo de lo que obtenga vergüenza o reproche. No habita el corazón, sino la boca, Razón, que tal decir arriesga. Pero Amor fija en su corazón y le amonesta y ordena subir en seguida a la carreta. Amor lo quiere, y él salta; sin cuidarse de la vergüenza, puesto que Amor lo manda y quiere. A su vez mi señor Galván acercábase hacia la carreta; y cuando encuentra sentado encima al caballero, se asombra y dice: «Enano, infórmame sobre la reina, si algo sabes.» Contesta el enano: «Si tanto te importa, como a este caballero que aquí se sienta, sube a su lado, si te parece bien y yo te llevaré junto con él.» Apenas le oyó mi señor Galván, lo consideró como una gran locura, y contestó que no subiría de ningún modo; pues haría desde luego un vil cambio si trocara su caballo por la carreta. «Pero ve adonde quieras, que por doquier vayas, allí iré yo.» Así se ponen en marcha; él cabalga, aquellos dos van en carreta, y juntos mantenían un mismo camino.
Al caer la tarde llegaron a un castillo. Sabed bien que el castillo era muy espléndido y de arrogante aspecto. Los tres entran por una puerta. Del caballero, traído en la carreta, se asombran las gentes. Pero no lo animan desde luego; sino que lo abuchean grandes y pequeños, viejos y niños, a través de las calles, con gran vocerío. El caballero oyó decir de él muchas vilezas y befas. Todos preguntan: «¿A qué suplicio destinarán al caballero? ¿Va a ser despellejado, ahorcado, ahogado, o quemado sobre una hoguera de espino? ¿Di, enano, di, tú que lo acarreas, en qué delito fue aprehendido? ¿Está convicto de robo? ¿Es un asesino, o condenado en pleito?» El enano mantiene obstinado silencio, y no responde ni esto ni aquello. Conduce al caballero a su albergue -y Galván sigue tenazmente al enano- hacia un torreón que se alzaba en un extremo de la villa sobre el mismo plano. Pero por el otro lado se extendían los prados y por allí la torre se alzaba sobre una roca escarpada, alta y cortada a pico. Tras la carreta, a caballo entra Galván en la torre. En la sala se han encontrado una doncella de seductora elegancia. No había otra tan hermosa en el país, y la ven acudir acompañada por dos doncellas, bellas y gentiles. Tan pronto como vieron a mi señor Galván, le demostraron gran alegría y le saludaron. También preguntaron por el caballero: «Enano, ¿qué delito cometió este caballero que llevas apresado?» Tampoco a ellas les quiso dar explicaciones el enano. Sino que hizo descender al caballero de la carreta, y se fue, sin que supieran adonde iba. Entonces descabalga mi señor Galván, y al momento se adelantan unos criados que los desvistieron a ambos de su armadura. La doncella del castillo hizo que les trajeran dos mantas forradas de piel para que se pusieran encima. Cuando fue la hora de cenar, estuvo bien dispuesto la cena. La doncella se sienta en la mesa al lado de mi señor Galván. Por nada hubieran querido cambiar su alojamiento, en busca de otro mejor; ¡a tal punto fue grande honor y compañía buena y hermosa la que les ofreció durante toda la noche la doncella! Cuando hubieron bien comido, encontraron preparados dos lechos, altos y largos, en una sala.
Allí había también otro, más bello y espléndido que los anteriores. Pues, según lo relata el cuento, aquél ofrecía todo el deleite que puede imaginarse en un lecho. En cuanto fue tiempo y lugar de acostarse la doncella acompaña a tal aposento a los dos huéspedes que albergaba, les muestra los dos lechos hermosos y amplios y les dice: «Para vosotros están dispuestos aquellas dos camas de allá. En cuanto a esta de aquí, en ella no puede echarse más que aquel que lo merezca. Ésta no está hecha para vosotros.» Entonces le responde el caballero, el que llegó sobre la carreta, que considera como desdén y baldón la prohibición de la doncella. «Decidme pues el motivo por el que nos está prohibido este lecho.» Respondió ella, sin pararse a pensar, pues la respuesta estaba ya meditada. «A vos no os toca en absoluto ni siquiera preguntar. Deshonrado está en la tierra un caballero después de haber montado en la carreta. No es razón que inquiera sobre ese don que me habéis preguntado, ni mucho menos que aquí se acueste. ¡En seguida podría tener que arrepentirse! Ni os lo he hecho preparar tan ricamente para que vos os acostéis en él. Lo pagaríais muy caro, si se os ocurriese tal pensamiento. -¿Lo veré? -¡En verdad! -¡Dejádmelo ver! No sé a quién le dolerá -dijo el caballero-, ¡por mi cabeza! Aunque se enoje o se apene quien sea, quiero acostarme en este lecho y reposar en él a placer.» Con que, tras haberse quitado las calzas, se echa en el lecho largo y elevado más de medio codo sobre los otros, con un cobertor de brocado amarillo, tachonado de estrellas de oro. No estaba forrado de piel vulgar, sino de marta cibelina. Por sí misma habría honrado a un rey el cobertor que sobre sí tenía. Desde luego que el lecho no era de paja ni hojas secas ni viejas esteras. A media noche del entablado del techo surgió una lanza, como un rayo, de punta de hierro y lanzóse a ensartar al caballero, a través de sus costados, al cobertor y las blancas sábanas, al lecho donde yacía.
La lanza llevaba un pendón que era una pura llama. En el cobertor prendió el fuego, y en las sábanas y en la cama de lleno. Y el hierro de la lanza pasa al lado del caballero, tan cerca que le ha rasgado un poco la piel, pero no le ha herido apenas. Entonces el caballero se ha levantado; apaga el fuego y empuña la lanza y la arroja en medio de la sala. No abandona por tal incidente su lecho, sino que se vuelve a acostar y a dormir con tanta seguridad como antes. Al día siguiente por la mañana, al salir el sol, la doncella del castillo encargó la celebración de una misa, y envió a despertar y levantar a sus huéspedes. Después de cantada la misa, el caballero que se había sentado en la carreta se acodó pensativo en la ventana ante la pradera y contempló a sus pies el valle herboso. En la otra ventana de al lado estaba la doncella; allí algo le murmuraba al oído mi señor Galván. No sé yo qué, ni siquiera el tema de su charla. Pero mientras estaban en la ventana, en la pradera del valle, cerca del río, vieron acarrear un ataúd. Dentro yacía un caballero y a sus costados un llanto grande y fiero hacían tres doncellas. Detrás del ataúd ven venir una escolta. Delante avanzaba un gran caballero que conducía a su izquierda a una hermosa dama. El caballero de la ventana reconoció que era la reina. Y no dejaba de contemplarla con plena atención, y se embelesaba en la larga contemplación. Cuando dejó de verla, estuvo a punto de dejarse caer por la ventana y despeñar su cuerpo por el valle. Ya estaba con medio cuerpo fuera, cuando mi señor Galván lo vio y la sujetó atrás, diciéndole: «Por favor, calmaos. ¡Por Dios, no pretendáis ya cometer tal desvarío! ¡Gran locura es que odiéis vuestra vida! -Con razón, sin embargo, lo hace -dijo la doncella-. ¿Adonde irá que no sepan la noticia de su deshonor, por haber estado en la carreta? Bien debe querer estar muerto, que más valdría muerto que vivo. La vida será desde ahora vergonzosa, triste y desdichada.»