domingo, 5 de octubre de 2014
Beatus ille
Dichoso el que
de pleitos alejado,
cual los del
tiempo antigo,
labra sus
heredades, no obligado
al logrero
enemigo.
Ni la arma en
los reales le despierta,
ni tiembla en la
mar brava;
huye la plaza y
la soberbia puerta
de la ambición
esclava.
Su gusto es, o
poner la vid crecida
al álamo
ayuntada,
contemplar cuál
pace, desparcida,
el valle su
vacada.
Ya poda el ramo
inútil, o ya enjiere
en su vez el
extraño;
castra sus
colmenas, o si quiere,
tresquila su
rebaño.
Pues cuando el
padre Otoño muestra fuera
la su frente
galana,
con cuánto gozo
coge la alta pera,
las uvas como
grana.
Y a ti, sacro
Silvano, las presenta,
que guardas el
ejido,
debajo un roble
antiguo ya se asienta,
ya en el prado
florido.
El agua en las
acequias corre, y cantan
los pájaros sin
dueño;
las fuentes al
murmullo que levantan,
despiertan dulce
sueño.
Y ya que el año
cubre campos y cerros
con nieve y con
heladas,
o lanza el
jabalí con muchos perros
en las redes
paradas;
o los golosos
tordos, o con liga
o con red
engañosa,
o la extranjera
grulla en lazo obliga,
que es presa
deleitosa.
Con esto, ¿quién
del pecho no desprende
cuanto en amor
se pasa?
¿Pues qué, si la
mujer honesta atiende
los hijos y la
casa?
Cual hace la
sabina o la calabresa
de andar al sol
tostada,
y ya que viene
el amo enciende apriesa
la leña no
mojada.
Y ataja entre
los zarzos los ganados,
y los ordeña
luego,
y pone mil
manjares no comprados,
y el vino como
fuego.
No me serán los
rombos más sabrosos,
ni las ostras,
ni el mero,
si algunos con
levantes furiosos
nos da el
invierno fiero.
Horacio, Epodos, 2. Traducción de Fray Luis de León
El charlatán
Horacio, Sátiras, IX.
Iba por la vía
Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto
en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido sólo de nombre, que
cogiéndome la mano me preguntó: "¿Qué tal va, querido amigo?", y
contestéle: "Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes."
Quiso acompañarme, le salí al paso diciéndole: "¿Te ocurre algo?", y
él me respondió: "Quiero que me conozcas, soy poeta como tú."
"Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación".
Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un
recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies a cabeza, y murmuré entre
dientes: "¡Oh Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!" Mi hombre,
resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus arrabales, y observando que
nada le respondía: "Ya veo -me dice- que deseas huir; pero es inútil,
porque he determinado seguirte, pues llevamos el mismo camino." "No
es necesario que te molestes. Voy a visitar a un amigo que tú no conoces y vive
bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César."
"No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta
allí".
En resolución,
no tuve otro remedio que agachar las orejas, como cl asno que lleva encima una
carga superior a sus fuerzas. Aquél proseguía: "Sin vanidad, creo que has
de estimarme tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en
menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia
del mismo Hermógenes." "¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa
salud?" "No, ninguno: a todos los enterré." Dichosos ellos, y
¡ay desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me
predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal:
"A éste no le matará el veneno ni la espada enemiga, ni el dolor de
costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea
hombre hecho y derecho: huya, sobre todo, de los charlatanes."
Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez,
hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla
si no comparecía, y me dijo: "Si me estimas, no me abandones"
"Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la
casa que ya sabes"; y me responde: "Me encuentro perplejo. ¿Qué haré?
¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?". "Déjame a mí".
"No, jamás", dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a
luchar contra el más fuerte? "¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran
entendimiento y de pocos, pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar
la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te
ayudase a dar cuenta de tus rivales". "¡Qué error! Allí se vive de
modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre
de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza
o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde."
"Me
cuentas cosas
casi increíbles." "Y sin embargo, verdaderas." "Con tus
palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas." "Si así lo
quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto: no tiene nada de intratable,
aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista." "Eso corre de
mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día
me dan con la puerta en los hocicos, volveré al día siguiente, y esperaré que
salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo".
Mientras
hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien el
poema, me para y me dice: "¿De dónde vienes, adónde vas?", pregunta y
contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos
yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero;
mas el gran bribón riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La
bilis me abrasaba los hígados. "¿No dijiste que tenías que hablarme en
secreto?" "Sí, es verdad; pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se
celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos
judíos". "No profeso ninguna religión." "Pues a mí no me
sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame, hablaremos otro día." ¡Qué
negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el
cuchillo en la garganta. La suerte quiso que me apareciera la parte contraria
de aquel moscardón, gritando con la fuerza de sus pulmones: "¿Adónde vas,
infame? Tú me servirás de testigo." "Con mucho gusto", le
respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los
ociosos, y conseguí salvarme con el favor de Apolo.
sábado, 4 de octubre de 2014
Adiós a Roma
Ovidio, Tristia, I, 3
Cuando
se me aparece la tristísima visión de aquella noche que fue para mí mis últimos
momentos en Roma, cuando de nuevo revivo la noche en que tuve que dejar tantas
cosas para mí queridas, todavía ahora de mis ojos resbalan las lágrimas.
Ya
estaba cerca el día en que Augusto me
había ordenado partir desde las fronteras
de la más remota Italia.
Ni
el tiempo ni el ánimo habían sido bastante apropiados para los preparativos,
mis decisiones se habían visto entorpecidas por la prolongada espera.
No
puse cuidado en escoger los acompañantes, los criados, los vestidos o lo
necesario para mi destierro.
Estaba
tan aturdido como el que, herido por el rayo de Jove, está vivo, pero él no es
consciente de que vive.
Pero
cuando el propio dolor disipó esta niebla de mi mente y recobráronse por fin
mis sentidos, a punto de partir, me dirijo por última vez a mis afligidos
amigos, que de muchos sólo me acompañaba alguno que otro.
A
mí que lloraba, me sostenía mi amante esposa, aun más llorosa, cayendo por sus
mejillas sin cesar una lluvia de inmerecidas lágrimas.
No
estaba presente mi hija; estaba lejos, en las tierras de África, y no había
podido hacerse una idea de mi aciago sino.
Doquiera
que mirases, llantos y gemidos se oían y el aspecto del interior de la casa era
el de un nada silencioso funeral.
Mujeres
y hombres, también los criados, lloran en mi entierro, y no hay rincón en la
casa que no se vea anegado por las lágrimas.
Si
es lícito servirse de los grandes ejemplos en los incidentes menores, tal era
el aspecto de Troya en el momento de su caída.
Ya
iban callándose las voces humanas y los ladridos de los perros, y la luna,
alta, conducía sus nocturnos caballos.
Yo,
levantando hacia ella la mirada, y viendo a su luz el Capitolio que inútilmente
estuvo cercano a mi casa, dije:
“Divinidades
que habitáis en las moradas vecinas, templos que ya nunca volverán a ver mis
ojos, dioses que debo abandonar y que son los de la alta ciudad de Roma, recibid mi saludo
para siempre.
Y
aunque cojo el escudo tarde, después de la herida, a pesar de todo, librad mi
destierro de odios y al varón celestial explicadle qué equivocación me ha
confundido, no piense que hay un crimen en lugar de una falta. Que lo que
vosotros sabéis, lo sienta también el autor de mi castigo; aplacado el dios, puedo
yo no seguir siendo desgraciado."
Con
esta plegaria oré yo a los dioses; con muchas otras mi esposa, entrecortando el
sollozo las palabras.
Ella,
incluso, postrada ante los Lares, con los cabellos en desorden, besó con sus
trémulos labios el apagado hogar y dirigió a los contrarios Penates largos
discursos del todo ineficaces en favor
de su desventurado esposo.
Y
ya la noche muy avanzada me negaba más tiempo de demora, y ya la Osa Mayor
había completado una vuelta sobre su eje.
¿Qué
iba yo a hacer? El dulce amor a la patria me retenía, pero esta noche era la
última de mi obligado destierro.
¡Ah!,
Cuántas veces, ante el agobio de alguno, dije « ¿Por qué te apresuras? Mira de
dónde y a dónde te das prisa en marcharte.»
Cuántas veces dije mintiendo que tenía fijada
una hora que sería la favorable para mi
prevista partida.
Tres
veces pisé el umbral, tres veces volví sobre mis pasos, y mis propios pies,
indulgentes con mi ánimo, se mostraban perezosos. Una y otra vez, tras decir
“adiós”, de nuevo reanudé la conversación, y como si ya me marchase, di los
últimos besos. Una y otra vez, reiteré los mismos encargos y me engañé remirando
con mis ojos las prendas queridas.
Por
fin exclamé: « ¿Por qué me doy prisa? Es la Escitia adonde me destierran y
tengo que abandonar Roma; la una y la otra justifican la demora.
A
mí que aún estoy vivo se me niega para siempre una esposa que está viva, y mi
propia casa y los queridos miembros de mi fiel hogar y mis amigos a los que yo
he querido como hermanos, ¡corazones unidos a mí con la fidelidad de Teseo!
Mientras se me permite, os abrazaré; quizás nunca más podré hacerlo. Por
ganancia tengo la hora que se me da.»
Y
sin demora, dejo a medias las palabras de mi charla, abrazando a todo lo
querido del alma.
Mientras
hablo y lloramos, el Lucero del Alba, estrella aciaga para mí, había aparecido
con todo su brillo en el alto cielo.
Me
separo no de otra manera que si me desprendiese de mis miembros y una parte
pareciese ser arrancada de su cuerpo. De ese modo se dolió Meto cuando tuvo a
caballos, dirigidos hacia direcciones opuestas, como vengadores de su traición.
Pero
estalla entonces el griterío y los gemidos de los míos y sus desgraciadas manos
golpean sus pechos desnudos.
Entonces
mi esposa, cuando yo ya me marchaba, colgándose de mis hombros, mezcló con sus
lágrimas estas tristes palabras:
«Tú
no puedes serme arrancado; juntos, ¡ah!, juntos nos marcharemos los dos”, dijo,
“te seguiré, y como mujer de un desterrado, desterrada voy a ser. Para mí ya
está hecho el viaje, ya la tierra más remota me posee y como leve carga subiré
a tu nave de desterrado. La cólera del César te ordena a ti que te vayas de la
patria, a mí el sentido de mi deber como esposa. Este sentido del deber
conyugal será mi César. »
Bregaba
en tal empeño como ya lo había intentado antes, y con dificultad cedió por el
mutuo interés.
Salgo
o aquello era ser conducido al sepulcro sin estar muerto, adelgazado y con el
pelo alborotado sobre el rostro sin afeitar.
Ella,
loca de pena, dicen que, perdido el sentido, se desplomó desmayada en medio de
la casa.
Y
que cuando volvió en sí, con el pelo manchado del sucio polvo, y alzó su cuerpo
del frío suelo, o bien deploró su suerte, o bien sus Penates vacíos. Y que
llamó por su nombre una y otra vez al esposo que le había sido robado, y que no
gimió y lloró menos que si hubiese visto que la alzada pira sostenía el cadáver
de su hija o el mío.
Y
que hubiese deseado morir y muriendo poner término al sufrimiento, y que, sin
embargo, no pereció por consideración a mí.
¡Que
siga viviendo ella, y a mí ausente, pues así lo dispusieron los hados, que siga
viviendo, y me sostenga continuamente con su auxilio!
El mancebo presentable
Ovidio, Arte de amar
Jóvenes romanos, os aconsejo que no aprendáis las bellas artes con el único objeto de convertiros en defensores de los atribulados reos; la beldad se deja arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido; pero ocultad el talento, que el rostro no descubra vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un estúpido escribirá a su tierna amiga en tono declamatorio? Con frecuencia un billete pedantesco atrajo el desprecio a quien lo escribió. Sea tu razonamiento sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante, de modo que imagine verte y oírte al mismo tiempo. Si no recibe tu billete y lo devuelve sin leerlo, confía en que lo leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno. Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohibe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado. Cuida que no vaya sin tu compañía a ostentar su belleza en el teatro; allí sus espaldas desnudas te ofrecerán un gustoso espectáculo; allí la contemplarás absorto de admiración y le comunicarás, tus secretos pensamientos con los gestos y las miradas. Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa a una doncella, y más todavía al que desempeña el papel del amante. Levántate si ella se levanta, vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos. Tampoco te detengas demasiado en rizarte el cabello con el hierro o en alisarte la piel con la piedra pómez; deja tan vanos aliños para los sacerdotes que aúllan sus cantos frigios en honor de la madre Cibeles. La negligencia constituye el mejor adorno del hombre. Teseo, que nunca se preocupó del peinado, supo conquistar a la hija de Minos; Fedra enloqueció por Hipólito, que no se distinguía en lo elegante, y Adonis, tan querido de Venus, sólo se recreaba en las selvas. Preséntate aseado, y que el ejercicio del campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan tus dientes su esmalte y no vaguen tus pies en el ancho calzado; que no se te ericen los pelos mal cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca, recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás resérvalo a las muchachas que quieren agradar y para esos mozos que con horror de su sexo se entregan a un varón.
Jóvenes romanos, os aconsejo que no aprendáis las bellas artes con el único objeto de convertiros en defensores de los atribulados reos; la beldad se deja arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido; pero ocultad el talento, que el rostro no descubra vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un estúpido escribirá a su tierna amiga en tono declamatorio? Con frecuencia un billete pedantesco atrajo el desprecio a quien lo escribió. Sea tu razonamiento sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante, de modo que imagine verte y oírte al mismo tiempo. Si no recibe tu billete y lo devuelve sin leerlo, confía en que lo leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno. Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohibe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado. Cuida que no vaya sin tu compañía a ostentar su belleza en el teatro; allí sus espaldas desnudas te ofrecerán un gustoso espectáculo; allí la contemplarás absorto de admiración y le comunicarás, tus secretos pensamientos con los gestos y las miradas. Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa a una doncella, y más todavía al que desempeña el papel del amante. Levántate si ella se levanta, vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos. Tampoco te detengas demasiado en rizarte el cabello con el hierro o en alisarte la piel con la piedra pómez; deja tan vanos aliños para los sacerdotes que aúllan sus cantos frigios en honor de la madre Cibeles. La negligencia constituye el mejor adorno del hombre. Teseo, que nunca se preocupó del peinado, supo conquistar a la hija de Minos; Fedra enloqueció por Hipólito, que no se distinguía en lo elegante, y Adonis, tan querido de Venus, sólo se recreaba en las selvas. Preséntate aseado, y que el ejercicio del campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan tus dientes su esmalte y no vaguen tus pies en el ancho calzado; que no se te ericen los pelos mal cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca, recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás resérvalo a las muchachas que quieren agradar y para esos mozos que con horror de su sexo se entregan a un varón.
viernes, 3 de octubre de 2014
Carta de Dido a Eneas
Ovidio, Heroidas, VII 1-24; 133-140.
Como canta el blanco cisne, cuando la muerte lo llama,
tendido sobre las húmedas hierbas en la ribera del Meandro, así te hablo yo, y
no porque abrigue esperanzas de conmoverte con mis súplicas.
Contra la voluntad divina he dado comienzo a esta carta.
Pero, puesto que para mi desgracia he perdido ya mi buena fama y la honestidad
de mi cuerpo y de mi alma, de poca importancia es perder también unas palabras.
Tienes decidido, a pesar de todo, irte y dejar a la
desdichada Dido, y los vientos se llevarán al mismo tiempo tus velas y tu
promesa. Tienes decidido, Eneas, desatar amarras a las naves a la vez que te
desatas tú de tu compromiso, y buscar los reinos ítalos, que no sabes dónde
están. Y nada te importa la naciente Cartago ni las murallas que van alzándose
ni el sumo poder entregado a tu cetro. Escapas de lo que está hecho, persigues
lo que está por hacer. Otra es la tierra que debes buscar a través del orbe,
otra es la tierra que buscabas. Mas, aunque encuentres esa tierra, ¿quién te la
ofrecerá para que la poseas?, ¿quién dará sus campos a unos desconocidos para
que se queden con ellos? Otro amor te está esperando y otra Dido a la que
engañar de nuevo, otra palabra tienes que dar. ¿Cuándo llegará el tiempo en que
fundes una ciudad como Cartago y veas a tu gente desde la altura de un alcázar?
(…)
Quizás incluso, malvado, abandones a una Dido embarazada y
en mi cuerpo se esconda encerrada una parte de ti. La desdichada criatura
seguirá el destino de su madre y serás culpable de la muerte de alguien que aún
no ha nacido; el hermano de Julo morirá junto con su madre y un único castigo
arrastrará a dos que están unidos entre sí.
(traducción de Vicente Cristóbal López)
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