1595 es, según la cronología aproximada de sus obras, un gran año para William Shakespeare. De la misma fecha datan la comedia El sueño de una noche de verano, la obra histórica Ricardo II y la tragedia Romeo y Julieta. Las tres comparten, dentro de su divergencia, algunos rasgos comunes: la fábula de Píramo y Tisbe sirvió como punto de partida para la comedia y la tragedia (matizada por la tradición cortés del Tristán e incluso un poema de Arthur Brooke, de 1562, donde ya aparece el Ama); el mito del héroe trágico que se deja caer por los abismos de la desgracia, frecuente luego en tragedias como Antonio y Cleopatra, queda encarnado en Romeo y el rey Ricardo; y las tres abordan, de una u otra manera, el mundo de la fantasía: el de los cuentos de hadas, el de la poesía vibrante y colorida, el del lirismo creciente en mitad de la caída, el del veneno equivocado.
Todavía falta tiempo para la impresionante serie de tragedias que encadenó entre 1601 y 1606, entre ellas Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth o Antonio y Cleopatra, la cima de su producción, y quizá por ello suela hablarse de Romeo y Julieta con la condescendencia y el prejuicio con se piensa en las obras primerizas. Es verdad que Romeo y Julieta no utiliza tramas secundarias y que su estructura dramática se apoya en giros argumentales de controvertida justificación. Romeo podía haber huido con Julieta sin atender a los consejos de fray Lorenzo, y no deja de ser una desgracia, más que una fatalidad, que no le llegue a Romeo una carta en el momento preciso. Se diría que estas soluciones dramáticas fuerzan la acción, pero también puede verse desde el lado contrario.
Romeo y Julieta es la tragedia de la pasión irrefrenable. Excepto las escenas de amor, todo sucede tumultuosa, vertiginosamente. Es como si una epidemia de amor los atacase sin posibilidad de defenderse. Desde que Romeo, por bienintencionado consejo de su amigo Benvolio, se olvida de Rosalina y se precipita en el amor hacia Julieta, todo está envuelto en una urgencia de los sentimientos que tampoco puede llevarse muy bien con la paciencia o la premeditación. Dicho de otro modo, es lógico que el amor sea un desastre incontrolable desde todos los puntos de vista, y casi sería menos verosímil que Romeo hubiera sabido actuar o que la carta de fray Lorenzo le hubiese llegado a tiempo. La propia desmesura del amor justifica cualquier recurso argumental, como si el autor hubiera compuesto la obra con la misma intensidad, con la misma prisa que reclama la pasión.
Pero esta desmesura tan solo da sensación de grandiosidad, de riqueza de matices y significados, de atmósfera poseída por el sentimiento. No hay enamoramiento en Romeo. Hay amor, pleno, profundo, irreversible desde el primer instante, desde que no solo los amantes saben que están enamorados sino que son, para siempre, el uno del otro: mi Romeo, mi Julieta, repiten los amantes, sin dar nunca sensación de propiedad sino de unión.
La tragedia conserva intacta su frescura, y pese al mito en que se ha convertido, a su condición de antonomasia del amor, más de cuatro siglos de ininterrumpida representación no han conseguido petrificarla. Su capacidad emotiva se mantiene como el primer día, y eso ha dado lugar a toda clase de interpretaciones. Las más altisonantes quizá sean las que hablan del conflicto entre idealismo y realismo, y las todavía más solemnes que ven un sacrificio expiatorio en la inmolación de los amantes. Ambas tienen sus razones.
Romeo y Julieta es, sorprendentemente, una de las obras más realistas de Shakespeare. En ninguna aparecen tantos personajes de las clases populares: Pedro, Sansón, Gregorio, Abrahán, Baltasar, el Ama, el Boticario, los músicos… En pocas son tan importantes los objetos, un frasco, un balcón, una tumba, una daga, unos huesos, unos pantalones, un botón incluso. El atrezzo normalmente es una apoyatura secundaria, pero aquí son realidades cercanas, resúmenes de sentimientos, escenarios perfectos. Más que servir para la acción, la condensan, la simbolizan. La historia está en esos objetos, de modo que el espacio de la palabra se amplía, y con él su extrema libertad. Y así vemos que personajes tan importantes y tan bien retratados como Mercuccio hacen arte de lo mismo que los va a matar. Su intervención más importante no es cuando muere a manos de Tebaldo: cualesquiera otros dos jóvenes igual de impulsivos o de cínicos habrían servido para la acción, pero ninguno habría recitado como Mercuccio el fabuloso poema de la reina Mab, una especie de pompa irisada de jabón, una belleza tan límpida y tan frágil como la propia vida de Mercuccio. Entendemos a Mercuccio gracias a su alarde verbal, no a la forma gratuita que tiene de ganarse la vida.
O vemos cómo la cercanísima Ama es una mujer que habla con su presencia, y que con su divertida corriente de conciencia (no en vano el Ulises de Joyce termina igual que uno de los más celebrados monólogos del Ama) plasma la realidad de un tipo de mujer intemporal, la que se expresa con absoluta claridad en su incapacidad para hablar con coherencia. La simpatía que transmite se debe a que nos gusta lo que dice sin importarnos mucho; nos gusta, más que sus palabras, su presencia hablando, en un alarde lingüístico, por otra parte, que tampoco tiene mucho que envidiar al de Mercuccio.
Incluso es real el fraile, tan fantasioso en el fondo, tan cobarde en los momentos importantes, tan honesto al final. Es débil y lucha sin fuerzas contra su propia bondad. Las mejores intenciones le llevan al desastre. Y lo mismo podríamos decir de los padres de Julieta: son débiles, incapaces. El padre tiene salidas de tono improcedentes, de una agresividad estúpida, o bien una voluntad pacificadora inoperante. La madre es mala madre, descuidada, antipática, lejana, a pesar de que en una ocasión hable frente a frente con Julieta. Ni la entiende ni saca provecho de no entenderla. Es una pobre mujer, y eso siempre resulta muy realista.
Todos ellos componen una sociedad enferma, carcomida por el odio sin sentido de Montescos y Capuletos, por el delirio del honor y el desprecio de la vida. Romeo y Julieta son los únicos que, en la súbita maduración que les provoca el amor, son capaces, con su desgracia, con su sacrificio, de redimir la ciudad y sanarla de una morbosa ausencia de sentimientos verdaderos. Ellos serían el ideal del amor, y todos los desgraciados que los rodean la realidad de la vida. Amor omnia vincit, pero al precio de la muerte.
Aunque tampoco habría que ir tan lejos para encontrar tanta riqueza. Julieta tiene catorce años. Romeo, pocos más. El amor los atrapa y les hace ser hombre y mujer, les abre una verdad a la que ni pueden ni quieren resistirse. No necesitan querer ni fingir. No necesitan buena voluntad para quererse. El amor en ellos es una necesidad trágica, un ciclón que se los lleva. Todo podía haber sido de otra manera y los amantes, con un poco más de temple, con algo de astucia, podrían, además de vencer, haber seguido vivos. Pero en Antonio y Cleopatra Shakespeare volvería a insistir en la fatalidad del verdadero amor, sobre todo con la muerte de Cleopatra, que surge, otro vínculo con la realidad, de una cesta de higos.
Ni hay cálculo en sus sentimientos ni podía haberlo en la desatada poesía que brilla en cada página. Alguien ha contado 175 juegos de palabras con intención graciosa en medio de semejante drama. La incontinencia paronomásica de Shakespeare no se toma un respiro. Hasta en una intimidad tan poco dada a la filigrana especulativa de Romeo y Julieta se practica el nominalismo filosófico, como en el célebre episodio de la rosa. Mercuccio no solo hace brotar poemas de su boca sino que da lecciones de literatura, desde el pin of my heart de la mitología clásica al pink of courtesy de sus aficiones literarias. Fray Lorenzo es como un monje escolástico que se lía un poco al hablar y cree en los curanderos. Bajo sus alambicados parlamentos, salvo el último, no suele haber mucha sustancia, pero él, otra vez, es intensamente real.
Pero esta afición de Shakespeare a jugar con las palabras por puro placer musical tiene otro efecto en la obra. Los poemas son tan cristalinos, puros e incontaminados como el amor de Romeo y Julieta. Son belleza no premeditada, libre de la carga de profundidad de su significado. Las mismas palabras sin sentido que sirven para condenarlos son las que llenan de color y de emoción todos sus pasos. Dicho sea con la licencia propia del caso, las palabras pintan de música las escenas. La misma obra, en su presunta imperfección, tiene la tersura, la pureza de los amantes atolondrados. Hablan en serio, aman en serio. Nadie alrededor es capaz de hacer lo mismo. Se los ha comido la incapacidad de entregarse a sus sentimientos, de tenerlos siquiera. Mercuccio es el esteta despegado, el Óscar Wilde irónico y distante. Los mejores personajes son prudentes o directamente cobardes. Los peores, individuos defectuosos, arruinados por las impurezas de su corazón. Romeo y Julieta no son compatibles con nada que limite su pasión, pero la vida está llena de limitaciones y la plenitud encaja mejor en el escenario de la muerte. La tragedia es que solo se conserva la pureza el tiempo que duran las flores, hasta que se acaba la canción de amor, y los músicos, pobres, se quedan sin cobrar.