POLÍCRATES, el tirano de Samos, aparecía ante el mundo como un hombre muy afortunado. Gobernó en una rica isla que había arrebatado por la fuerza a sus dos hermanos. Habiendo asesinado a uno de ellos y desterrado al otro, se encontró como único gobernante. Raro era el día en que no recibía noticias de la victoria de su flota o de que llegaba un barco a su puerto cargado con riquezas y esclavos. Era tan rico y poderoso que deseaba convertirse en el amo y señor de toda la Jonia.
En la plenitud de sus triunfos, Polícrates se ofreció como aliado a Amasis,
el gran rey de Egipto, que, al principio, aceptó su amistad. Pero el rey Amasis
comenzó a tener sospechas, y al poco tiempo envió un mensaje a Polícrates.
"Un hombre que es siempre afortunado tiene
mucho que temer. Nadie se eleva a una gran posición como la tuya sin hacer
enemigos, e incluso los mismos dioses estarán celosos de un hombre que obtiene
tantos triunfos porque el bien y el mal, alternadamente, constituyen la
herencia común entre los mortales. Nunca he oído de alguien que sea tan grande
que no tenga ninguna preocupación y que llegue a un final feliz. Acepta mi
consejo: busca tu mejor tesoro y ofrécelo como sacrificio a los dioses para que
no te traten de modo adverso".
Cuando Polícrates recibió
este mensaje, pensó en su contenido intensamente y decidió que seguiría el
consejo del rey Amasis. Eligió un anillo de esmeraldas de gran valor, uno de
los tesoros que menos deseaba perder, y se hizo a la mar en una embarcación ricamente
engalanada. Ante su séquito y sus guardias, arrojó el anillo a las
profundidades del mar, confiando en que eso le compraría los favores de los
dioses.
Sin embargo, antes incluso de llegar a casa, Polícrates ya se arrepentía de
la pérdida de su preciosa gema; y durante muchos días se reprochó por haberla
arrojado tan apresuradamente. Una semana después, un pobre pescador llevó a las
puertas de palacio un gran pez, pensando que semejante regalo le agradaría al
rey de Samos. Cuando los sirvientes abrieron el pez, encontraron dentro de su
vientre la mismísima esmeralda que el rey había arrojado al mar, y se la
entregaron gozosamente a su amo.
Polícrates estaba encantado y tomó esto como señal de que los dioses le
concedían para siempre buena fortuna. Escribió gozosamente al rey Amasis,
explicando que había seguido su consejo y que los dioses le habían devuelto su
ofrenda. Para su sorpresa, Amasis envió de regreso al heraldo con la renuncia a
la alianza, porque veía en Polícrates a alguien que parecía destinado a
provocarle calamidades.
No obstante, en su orgullo el tirano no admitió ninguna advertencia. En
lugar de ello continuó con su lucha por el poder y la riqueza y, ofuscado por
el éxito, se sintió invencible. Pasado algún tiempo, Polícrates recibió noticias
del rey Oroestes de Persia, quien le proponía una alianza y le ofrecía un gran
tesoro a cambio de su ayuda. El codicioso Polícrates no pudo resistirse a la
oportunidad y envió a un sirviente a visitar a Oroestes y a ver los tesoros que
estaba ofreciendo. Mostraron al sirviente ocho arcones que, de hecho, estaban
llenos de piedras; aunque la capa superior de cada arcón estaba cubierta de oro
y joyas. El sirviente trajo a Polícrates un brillante informe del maravilloso
tesoro, y el tirano decidió ponerse en movimiento de inmediato.
Los oráculos y adivinos, sin embargo, no eran partidarios de que hiciera el
viaje, y la hija de Polícrates soñó que su padre se elevaba en el aire,
arrebatado por Zeus y ungido por el sol. Pero Polícrates tomó el sueño como un
presagio de un gran honor y exaltación, y partió poniendo rumbo directo hacia
Persia e ignorando todas las advertencias. Una vez que el rey Oroetes lo tuvo
en sus manos, ordenó que fuera crucificado de inmediato. De modo que el hombre
que creía no tener nada que temer del cielo y de la tierra fue arrebatado por
el cielo y ungido por el sol.
Heródoto, Historias, II