martes, 27 de septiembre de 2011

16. Penélope desconfía

Entonces Eurínome, la despensera, lavó y ungió con aceite al magnánimo Odiseo en su casa, y le puso un hermoso manto y una túnica; y Atenea esmaltó con notable hermosura la cabeza del héroe e hizo que se ostentase más alto y más grueso, y de su cabeza colgaron ensortijados cabellos que flores de jacinto semejaban. Y así como el hombre experto, a quien Hefesto y Palas Atenea han enseñado artes de toda especie cerca de oro la plata y hace lindos trabajos: de semejante modo, Atenea difundió la gracia por la cabeza y por los hombros de Odiseo. El héroe salió del baño con el cuerpo parecido al de los inmortales, volvió a sentarse en la silla que antes había ocupado frente a su esposa, y le dijo estas palabras:
—¡Desdichada! Los que viven en olímpicos palacios te dieron corazón más duro que a las otras débiles mujeres. Ninguna se quedaría así, con ánimo tenaz, alejada de su marido, cuando éste, después de pasar tantos males, vuelve en el vigésimo año a la patria tierra. Pero ve, nodriza, y aparéjame la cama para que pueda acostarme, que ésa tiene en su pecho corazón de hierro.
Contestóle la divina Penelopea:
—¡Desdichado! Ni me entono, ni me tengo en poco, ni me admiro en demasía; pues sé muy bien cómo eras cuando partiste de Itaca en la nave de largos remos. Ve, Euriclea, y ponle la fuerte cama en el exterior de la sólida habitación que construyó él mismo: sácale de allí la fuerte cama y aderézale el lecho con pieles, mantas y colchas espléndidas.
Habló de semejante modo para probar a su marido; pero Odiseo, irritado, díjole a la honesta esposa:
—¡Oh mujer! En verdad que me da gran pena lo que has dicho. ¿Quién me habrá trasladado el lecho? Difícil le fuera hasta al más hábil, si no viniese un dios a cambiarlo fácilmente de sitio; mas ninguno de los mortales que hoy viven, ni aun de los más jóvenes, lo movería con facilidad, pues hay una gran señal en el labrado lecho que hice yo mismo y no otro alguno. Creció dentro del patio un olivo de alargadas hojas, robusto y floreciente, que tenía el grosor de una columna. En torno suyo labré las paredes de mi cámara, empleando multitud de piedras, la cubrí con excelente techo y la cerré con puertas sólidas firmemente ajustadas.
Después corté el ramaje de aquel olivo de alargadas hojas; pulí con el bronce su tronco desde la raíz, haciéndolo diestra y hábilmente; lo enderecé por medio de un nivel para convertirlo en pie de la cama, y lo taladré todo con un barreno. Comenzando por este pie, fui haciendo y pulimentando la cama hasta terminarla, la adorné con oro, plata y marfil, y extendí en su parte interior unas vistosas correas de piel de buey, teñidas de púrpura. Tal es la señal que te doy; pero ignoro, oh mujer, si mi lecho sigue incólume o ya lo trasladó alguno, habiendo cortado el pie de olivo.
Así le dijo; y Penelopea sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, al reconocer las señales que Odiseo daba con tal certidumbre.

Odisea, XXIII