martes, 27 de septiembre de 2011

11. El náufrago y Nausícaa


Apenas las esclavas y Nausícaa se hubieron saciado de comida, quitáronse los velos y jugaron a la pelota; y entre ellas Nausícaa, la de los níveos brazos, comenzó a cantar. Cual Artemis, que se complace en tirar flechas, va por el altísimo monte Taigeto o por el Erimanto, donde se deleita en perseguir a los jabalíes o a los veloces ciervos, y en sus juegos tienen parte las ninfas agrestes, hijas de Zeus

que lleva la égida, holgándose Leto de contemplarlo; y aquella levanta su cabeza y su frente por encima de los demás y es fácil distinguirla, aunque todas son hermosas: de igual suerte la doncella, libre aún, sobresalía entre las esclavas.
Mas cuando ya estaba a punto de volver a su morada, unciendo las mulas y plegando los hermosos vestidos, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, ordenó otra cosa para que Odiseo recordara del sueño y viese a aquella doncella de lindos ojos, que debía llevarlo a la ciudad de los feacios. La princesa arrojó la pelota a una de las esclavas y erró el tiro, echándola en un hondo remolino; y todas gritaron muy recio. Despertó entonces el divinal Odiseo y, sentándose, revolvía en su mente y en su corazón estos pensamientos:
—¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de los dioses? Desde aquí se oyó la femenil gritería de jóvenes ninfas que residen en las altas cumbres de las montañas, en las fuentes de los ríos y en los prados cubiertos de hierbas. ¿Me hallo, por ventura, cerca de hombres de voz articulada? Ea, yo mismo probaré a salir e intentaré verlo.
Hablando así, el divinal Odiseo salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su fornida mano una rama frondosa con que pudiera cubrirse las partes verendas. Púsose en camino de igual manera que un montaraz león, confiado en sus fuerzas, sigue andando a pesar de la lluvia o del viento, y le arden los ojos, y se echa sobre los bueyes, las ojevas o las agrestes ciervas, pues el vientre le incita que vaya a una sólida casa e intente acometer al ganado; de tal modo había de presentarse Odiseo a las doncellas de hermosas trenzas, aunque estaba desnudo, pues la necesidad le obligaba. Y se les apareció horrible, aleado por el sarro del mar; y todas huyeron, dispersándose por las orillas prominentes. Pero se quedó sola e inmóvil la hija de Alcínoo, porque Atenea diole ánimo a su corazón y libró del temor a sus miembros. Siguió, pues, delante del héroe sin huir; y Odiseo meditaba si convendría rogar a la doncella de lindos ojos, abrazándola por las rodillas, o suplicarle, desde lejos y con dulces palabras, que le mostrara la ciudad y le diera con qué vestirse. Pensándolo bien, le pareció que lo mejor sería rogarle desde lejos con suaves voces, no fuese a irritarse la doncella si le abrazaba las rodillas. Y entonces pronunció estas dulces e insinuantes palabras:—¡Yo te imploro, oh reina, seas diosa o mortal! Si eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo te hallo muy parecida a Artemis, hija del gran Zeus, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu natural y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu veneranda madre y tus hermanos, pues su alma debe de alegrarse a todas horas intensamente cuando ven a tal retoño salir a las danzas. Y dichosísimo en su corazón, más que otro alguno, quien consiga, descollando por la esplendidez de sus donaciones nupciales, llevarte a su casa por esposa.
Que nunca se ofreció a mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte. Solamente una vez vi algo que se te pudiera comparar en un joven retoño de palmera, que creció en Delos, junto al ara de Apolo -estuve allí con numeroso pueblo, en aquel viaje del cual habían de seguirme funestos males-; de la suerte que a la vista del retoño quedéme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como aquél; de la misma manera te contemplo con admiración, oh mujer y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un pesar muy grande. Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanencia en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que desamparé la isla Ogigia; y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que éstas se hayan acabado, antes los dioses deben prepararme otras muchas todavía.
Pero tú, oh reina, apiádate de mi, ya que eres la primera persona a quien me acerco después de soportar tantos males y me son desconocidos los hombres que viven en la ciudad y en esta comarca. Muéstrame la población y dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa. Y los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles: marido, familia y feliz concordia: pues no hay nada mejor ni mas útil que el que gobiernen su casa el marido y la mujer con ánimo concorde, lo cual produce gran pena a sus enemigos y alegría a los que los quieren, y son ellos los que más aprecian sus ventajas.
Respondió Nausícaa, la de los níveos brazos:
—¡Forastero! Ya que no me pareces ni vil ni insensato, sabe que el mismo Zeus Olímpico distribuye la felicidad a los buenos y a los malos, y si te envió esas penas debes sufrirlas pacientemente; mas ahora, que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no carecerás de vestido ni de ninguna de las cosas que por decoro ha de alcanzar un mísero suplicante. Te mostraré la población y te diré el nombre de sus habitantes: los feacios poseen la ciudad y la comarca y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, cuyo es el imperio y el poder entre los feacios.

Odisea, VI