jueves, 21 de mayo de 2020

Tolstoi: las novelas cortas


Una novela corta es más larga que un cuento pero más breve que una novela. En la actualidad se considera que, aproximadamente, una novela corta no excede las 40.000 palabras. Pero más allá de sus medidas la novela corta exige una unidad de acción y un afán de concisión que la novela larga, más, digamos, desparramada, no se preocupa por mantener. Para las llamadas novelas de tesis, es decir aquellas que desarrollan una idea ilustrada con una anécdota novelesca, este tipo de novela es la más adecuada.
Su origen está en la novella italiana del Renacimiento. De hecho, en algunas lenguas, como el francés, se distingue entre roman (lo que nosotros llamamos novela) y nouvelle (novela corta). Ya en el Decamerón (s. XIV), los protagonistas se recluyen en la iglesia de Santa María Novella, aunque las novelas de Boccaccio son lo que ahora llamaríamos cuento. En el Quijote, sin embargo, podemos establecer una distinción definitiva: una cosa es la novela, las andanzas de don Quijote, sin más término que la muerte del protagonista y que abarcan diferentes episodios, personajes que aparecen y desaparecen, historias de diverso desarrollo, y, por otra parte, la novela corta, la novella, como es el caso de El curioso impertinente, que los protagonistas encuentran dentro de una maleta, o la Historia del capitán cautivo, de tintes autobiográficos. Ambas son historias en el sentido que, mucho tiempo después, Edgar Alan Poe le atribuiría a los cuentos, es decir, textos para ser leídos en un solo golpe de lectura, o para ser contados en una sola sesión. Pero Poe ya habla de relatos más breves y plenos de intensidad, esto es, de cuentos.
En el caso de Tolstoi, además de sus tres grandes novelas, Ana Karenina, Guerra y paz y Resurrección, escribió una considerable cantidad de cuentos, unas deliciosas memorias de infancia y juventud y algunas novelas cortas que están entre las más valoradas del género y que han adquirido su condición de paradigma. Las tres más célebres son La muerte de Iván Illich, Hadji Murat y Sonata a Kreutzer


La muerte de Iván Illich es la historia de un hombre que, tras hacer todo lo posible para llegar a lo más alto en la escala social, se encuentra entonces más solo y desamparado que nunca. Empieza así:

En general, la vida de Ivan Ilich transcurría como, según su parecer, la vida debía ser:  cómoda, agradable y decorosa. Se levantaba a las nueve, tomaba café,  leía el periódico, luego se ponía el uniforme y se iba al juzgado. Allí  ya estaba dispuesto el yugo bajo el cual trabajaba, yugo que él se  echaba de golpe encima: solicitantes, informes de cancillería, la cancillería misma y sesiones públicas y administrativas. En ello era  preciso excluir todo aquello que, siendo fresco y vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos judiciales; era también preciso  evitar toda relación que no fuese oficial y, por añadidura, de índole  judicial. Por ejemplo, si llegase un individuo buscando informes acerca  de algo, Ivan Ilich, como funcionario en cuya jurisdicción no entrara el caso, no podría entablar relación alguna con ese individuo; ahora bien, si éste recurriese a él en su capacidad oficial  —para algo,  pongamos por caso, que pudiera expresarse en papel sellado—, Ivan Ilich haría sin duda por él cuanto fuera posible dentro de ciertos límites, y al hacerlo mantendría con el individuo en cuestión la apariencia de  amigables relaciones humanas, o sea, la apariencia de cortesía. Tan pronto como terminase la relación oficial terminaría también cualquier  otro género de relación. Esta facultad de separar su vida oficial de su  vida real la poseía Ivan Ilich en grado sumo y, gracias a su larga  experiencia y a su talento, llegó a refinarla hasta el punto de que a  veces, a la manera de un virtuoso, se permitía, casi como jugando,  fundir la una con la otra. Se permitía tal cosa porque, de ser preciso,  se sentía capaz de volver a separar lo oficial de lo humano. Y hacía  todo eso no sólo con facilidad, agrado y decoro, sino con virtuosismo.  En los intervalos entre las sesiones del tribunal fumaba, tomaba té,  charlaba un poco de política, un poco de temas generales, un poco de  juegos de naipes, pero más que nada de nombramientos. Y cansado, pero  con las sensaciones de un virtuoso volvía a su casa, donde encontraba  que su mujer y su hija habían salido a visitar a alguien, o que allí  había algún visitante, y que su hijo había asistido a sus clases,  preparaba sus lecciones con ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco  lo que se enseña en los institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de  la comida, si no tenían visitantes, Ivan Ilich leía a veces algún libro  del que en aquel momento se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a  trabajar, esto es, a leer documentos oficiales, consultar códigos,  cotejar declaraciones de testigos y aplicarles la ley correspondiente.  Ese trabajo no era aburrido ni divertido. Le parecía aburrido cuando  hubiera podido estar jugando a las cartas; pero si no había partida, era  mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su mujer. El  mayor deleite de Ivan Ilich era organizar pequeñas comidas a las que  invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y al igual que su  sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales personas  podían ser copia de otras reuniones de la misma índole.
En  cierta ocasión dieron un baile. Ivan Ilich disfrutó de él y todo  resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con motivo  de las tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho sus propios  preparativos, pero Ivan Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero  de los caros y había encargado demasiadas tartas; y la disputa surgió  cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero  ascendió a cuarenta y cinco rublos. La querella fue violenta y  desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamo “imbécil y  mentecato”; y él agarró la cabeza con las manos y en un arranque de  cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy  divertido. Había asistido gente de postín e Ivan Ilich había bailado con  la princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad “comparte mi aflicción”. Los deleites de su trabajo oficial eran  deleites de la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de  la vanidad. Pero el mayor deleite de Ivan Ilich era jugar al vint con  buenos jugadores que no fueran chillones, y en partida de cuatro, por  supuesto  (porque en la de cinco era molesto quedar fuera, aunque  fingiendo que a uno no le importaba), y enzarzarse en una partida seria e  inteligente (si las cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un  vaso de vino. Después de la partida, Ivan Ilich, sobre todo si había  ganado un poco (porque ganar mucho era desagradable), se iba a la cama con muy buena disposición de ánimo. Así  vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que  asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de  perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima  a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un sinfín de  carantoñas, se metían volando en la sala de jarrones japoneses en las  paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin… 



Hadji Murat cuenta la histora, verídica, de un guerrillero caucásico que después de batallar contra los rusos durante muchos años, acaba enfrentado con sus propios compañeros, que lo condenan y secuestran a su familia. Hadji Murat tiene entonces que aliarse con sus enemigos de siempre para salvar a sus seres queridos.
El comienzo de esta novela es una parábola que en cierto modo resume y simboliza la historia entera, contada con la intensidad, la precisión y la sencillez de las que siempre hizo gala Tolstoi.

Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado remate a la cosecha del heno y empezaba la siega del centeno.
Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado, aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de ésas de «me quieres no me quieres», de olor picante a fruta pasada; colza amarilla con olor a miel; altas campanillas blancas o color lila, semejantes a tulipanes; arvejas rampantes; bonitas escabrosas, amarillas, rojas, de color rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados; y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.
Había cogido un gran ramo de estas flores y ya volvía a casa cuando vi en una zanja, en plena eflorescencia, un magnífico cardo color frambuesa de los que por aquí llaman «tártaros», que los segadores esquivan con cuidado, y cuando por descuido cortan uno lo arrojan entre la hierba para no pincharse las manos. A mí se me ocurrió coger ese cardo y ponerlo en medio de mi ramo. Bajé a la zanja y, tras ahuyentar un abejorro que se había colado en una de las flores y allí dormía dulce y pacíficamente, me dispuse a coger la flor. Pero aquello resultó muy difícil. No sólo el tallo pinchaba por todas partes -incluso a través del pañuelo con que me había envuelto la mano-,sino que era tan sumamente duro que tuve que bregar con él casi cinco minutos, arrancándole las fibras una a una. Cuando por fin logré mi propósito, el tallo estaba enteramente deshecho y la flor misma no me parecía ahora tan fresca ni tan hermosa. Por añadidura, era demasiado ordinaria y vulgar para emparejar con los otros colores delicados del ramo. Lamentando haber destruido sin provecho una flor que había sido hermosa en su propio lugar, la tiré. «¡Pero qué energía, qué potencia vital! -me dije, recordando el esfuerzo que me había costado arrancarla-. ¡Cómo se defendía y cuán cara ha vendido su vida!»
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada. La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era tierra negra. « ¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas destruye para mantener su propia vida!» -pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un pequeño arbusto. Cuando me acerqué noté que era la misma especie de cardo «tártaro cuya flor había árrancado en vano y tirado luego.
La mata del cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, estaba todavía erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el cardo había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
«¡Qué energía! —pensé—. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde.»
Y me acordé de una antigua aventura del Cáucaso que yo mismo presencié en parte, que en parte me contaron testigos oculares y en parte también imaginé. Esa aventura, tal como la han ido hilvanando mi memoria y mi imaginación es la que sigue.



Por último, la Sonata a Kreutzer es la historia de un hombre que mata por celos a su mujer, pero también una reflexión acerca de en qué consiste el verdadero amor. Esta novela tuvo mucha influencia, y no fueron pocos los autores que, mutatis mutandis, la utilizaron para escribir otras novelas. En nuestra lengua, quizá la más importante sea El túnel, de Ernesto Sábato, en la que se indaga en la naturaleza patológica de los celos.
Os incluyo también el principio de la novela y, para terminar, y aunque merece la pena leerla en ediciones recientes, sendos enlaces en las que podéis leerlas completas.


Era el comienzo de la primavera. Llevábamos dos días de viaje. A cada parada del tren bajaban y subían viajeros de nuestro coche; pero quedaban siempre tres personas que, como yo, habían subido al coche en el punto de la partida del tren: una señora, ni joven ni guapa, cara consumida, con gorra en la cabeza, un paletó medio de hombre, y fumando cigarrillos; su acompañante, de unos cuarenta años, portador de un equipaje flamante, muy arreglado y ordenado; finalmente, otro caballero que se mantenía a distancia, aún joven, pero con el pelo rizado prematuramente canoso, bajo de estatura, de ademanes nerviosos, con unos ojos muy brillantes que saltaban con rapidez de un objeto a otro. Llevaba un sobretodo usado pero hecho por un buen sastre, con astracán, y un alto sombrero también de astracán. Bajo el sobretodo, cuando lo desabrochaba, se veía la poddiovka y la camisa rusa bordada. Otra particularidad de este caballero consistía en emitir de vez en cuando sonidos extraños parecidos a tos o risa bruscamente interrumpida. Este señor parecía evitar durante todo el trayecto trabar relaciones con los viajeros. Cuando alguien le dirigía la palabra, daba una respuesta breve y seca y se ponía a leer, o mirando por la ventanilla, fumaba o sacando provisiones de su vieja valija bebía té y comía.
A mí se me antojó que le pesaba la soledad y varias veces traté de hablarle; pero cada vez que nuestras miradas se cruzaban, lo que sucedía a menudo, porque estábamos sentados casi frente a frente, volvía la cabeza, tomaba un libro o miraba por la ventanilla. A la caída de la tarde, aprovechando una parada larga, este señor bajó a la estación a buscar agua hirviente y se puso a preparar su té. El caballero de los equipajes flamantes —un abogado, según supe después— bajó con su vecina, la señora del sobretodo masculino y de los cigarrillos, a tomar té en el restaurante de la estación. Durante su ausencia entraron en el coche algunos viajeros nuevos, entre los cuales figuraban un viejo alto, muy afeitado y arrugado, un comerciante a todas luces, embutido en un cumplido capote de pieles y cubierto por una gorra no menos cumplida. Este comerciante se sentó frente al puesto vacío del abogado y de su compañera; y al punto entabló conversación con un joven viajante de comercio, y que acababa de subir también en esa estación. Yo me encontraba lejos de esos dos viajeros, y como el tren estaba parado, podía oír a ratos fragmentos de su conversación.
El comerciante declaró primero que iba a su casa de campo, la que se encontraba cerca de la próxima estación; después hablaron, como de costumbre, del desarrollo actual del comercio, especialmente en Moscú, y luego de la feria de Nijni-Nóvgorod. El comisionista empezó a relatar las francachelas de un rico comerciante, muy conocido; pero el viejo no le dejó seguir, poniéndose a contar francachelas y devaneos de antaño en Kunávino, en las cuales había tomado parte. Estaba evidentemente muy orgulloso de tales recuerdos. Contaba con orgullo cómo, estando beodos, habían hecho precisamente con aquel mismo comerciante, en Kunávino, tales locuras, que no podía decírselas al otro más que al oído, a lo que el viajante soltó una carcajada estrepitosa y el viejo se puso a reír enseñando los dientes amarillentos.
Como no me interesaba su charla, salí del vagón para estirar las piernas. En la portezuela encontré al abogado y la señora:
—No tiene usted tiempo ya —me dijo el abogado—, va a sonar el segundo toque.
En efecto: apenas llegué a la cola del tren, se oyó la campanilla. En el momento de entrar, el abogado hablaba animadamente con la señora. El comerciante, sentado enfrente de los dos, permanecía taciturno, moviendo los labios de vez en cuando con aire desaprobador.
—Y ella —decía el abogado, sonriendo, al tiempo que yo pasaba a su lado— declaró redondamente a su marido "que no podía ni quería vivir con él, porque…"


La muerte de Iván Illich:

Hadji Murat:

Sonata a Kreutzer: 
https://cesarcallejas.files.wordpress.com/2018/09/tolstoi-leon-la-sonata-a-kreuzer.pdf