viernes, 8 de mayo de 2020

Orgullo y prejuicio, 1


CAPÍTULO I

Es posible que el éxito que tanto en su tiempo como ahora tiene esta novela se debe a que la autora no se regodea en introducciones retóricas ni descripciones lentificadoras. Así, en las primeras líneas se nos revela el fondo de la cuestión: un joven rico llega a Hertfordshire y la señora Bennet se apresta a ofrecerle a sus hijas para que elija con cuál casarse. Desde el principio Austen deja claro el refinado sarcasmo que acompañará a la novela entera, y, sobre todo, qué es lo que quiere contar.
El otro aspecto que hace tan atractiva esta novela es que Austen utiliza recursos teatrales. Está cimentada sobre el diálogo, de tal forma que en la conversación van saliendo los detalles que hasta entonces se dejaban para largas reflexiones del autor. Sorprende, sin embargo, que termine el capítulo apostillando lo que el lector ya ha deducido del diálogo: que el señor Bennet es «ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso», y que la señora Bennet es, en líneas generales, tonta.
Pero hay otro detalle más que la autora no espera a introducir: que Lizzi, la protagonista, es la favorita de su padre por su inteligencia, y la menos apreciada por su madre debido a una supuesta deficiencia de belleza. Con eso habría bastado para saber que el marido es un buen tipo y la mujer un poco merluza. Y con eso basta para que Lizzy, antes de conocerla, ya nos caiga bien.


CAPÍTULO II

El señor Bennet se dedica a tomar el pelo a su mujer, y de paso a mostrar, como sucede con la tos de Kitty, que es bastante más comprensivo que ella. Su ironía se muestra también en esa defensa que hace de los formalismos, rematada con un toque de resignación hacia su hija Mary, a quien está visto que no le basta con leer libros «y resumirlos» para tener más luces.
El juego de Austen, gracias al señor Bennet, es que vayamos intuyendo que solo Lizzy puede ser la protagonista. En el fondo de tontería que componen sus hermanas y su madre, ella aguarda su turno, pero ya la esperamos.

CAPÍTULO III

La llegada del caballero Bingley al baile convierte la narración misma en un baile de salón en el que, muy refinadamente, el caballero va buscando la pareja que más le gusta. El recuento que hace de ello la señora Bennet es bastante elocuente. Sin embargo, en medio de tanto formalismo y sonrisa postiza, aparece otro tipo interesante, Darcy, que empieza con mal pie, despreciando a Lizzy, «no es lo bastante guapa para tentarme», pero un mal pie que no hace que lo despreciemos como la señora Bennet, sino que consideremos que la confunde por una más de aquellas muchachas tontas que se ofrecen al recién llegado como mercancía sentimental. Hay un detalle que no podemos pasar por alto. Cuando Lizzy y Darcy cruzan la mirada, «él apartó inmediatamente la suya». ¿Alguien que desprecia a una chica como Lizzy aparta tan rápidamente la mirada? ¿No es esa actitud de Darcy lo que nos sugiere que es un hombre tímido que se esconde en su repelente desdén?
Elisabeth sale de la escena con «sentimientos no my cordiales» hacia Darcy, pero, como no es estúpida, le quita importancia enseguida, y ese es un rasgo importante de su carácter, porque Lizzy «tenía cierta disposición a hacer divertidas las cosas ridículas». Si hubiese sido como sus hermanas, o como su madre, se habría echado a llorar. Así, no le da mayor importancia.
La ironía de Austen continúa. Catherine y Lydia «habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse en los bailes». No olvidéis que esta novela se publicó en 1913 (anónima) y que las cosas entonces debían ser así: muchachas cuya única aspiración era que un joven rico las pusiese en su casa como adorno. Ellas lo aceptaban, formaba parte de su educación, pero por encima de eso están el temperamento y la inteligencia, los de Lizzy y los de Jane Austen. Y así debió de ser educada la señora Bennet, que no puede soportar la «escandalosa rudeza» de Darcy. Pero Darcy, Elisabeth y nosotros hemos visto algo más interesante que la señora Bennet sería incapaz de descifrar, que a Darcy tampoco le gusta esa especie de comercio, y que considera que en los bailes no hay más que niñas estúpidas y serviles.
¿También Lizzy? En su manera de girar la cara, cualquiera diría que no.

CAPÍTULO IV


Dos conversaciones nos aclaran el carácter de sus protagonistas, la de Lizzy y su hermana Jane, y la de Bingley y su amigo Darcy. A Jane, Lizzy le reprocha que sea tan ingenua (y Darcy le critica que sonría tanto), pero tanto Jane como Bingley son ese tipo de individuos que en el fondo han entendido el mundo y no padecen por la permanente hipocresía que conlleva. Los dos son guapos y elegantes, los dos son simpáticos y cariñosos. Ninguno es mala gente, sino más bien el tipo de personas que entienden y aceptan el mundo que les ha tocado vivir. Por contra, Darcy, que es «mucho más inteligente» que su amigo, emplea esa inteligencia, como suele suceder, en ver lo absurdo y ridículo de las convenciones sociales. No es un estúpido arrogante, sino que su hosquedad es producto de que va buscando, quizás, a alguien tan inteligente como él. Con Lizzy ocurre algo parecido. La inteligencia la hace más crítica, pero también le permite sufrir menos. Que no la sacaran a bailar no parece afectarla demasiado. A su hermana, sin embargo, la habría dejado hecha polvo. Por otra parte, cabe preguntarse por qué Lizzy y Bingley no pegan demasiado, y por qué Jane y Darcy son absolutamente incompatible. Jane, además, juega con un defecto que hasta cierto punto tenemos todos, en especial las personas perspicaces: lo fácil (Bingley) no es tan atractivo como lo difícil (Darcy). A Darcy casi es de esperar que le ocurra lo mismo.