jueves, 28 de mayo de 2020

Dostoievski, 2


Crimen y castigo (1866) gira en torno a un asesinato. El plan original de Dostoievski fue esbozar la hisoria de un crimen. Un joven estudiante, Raskólnikov, mata a una vieja usurera para hacer felices a su madre y a su hermano con el dinero robado. Después terminaría sus estudios, se marcharía al extranjero y viviría según la ley de Dios. Pero no todo sale como había previsto: tras el asesinato, el autor siente remordimientos y se entrega a la policía, dispuesto a asumir la condena.
En la versión definitiva de la obra, el estudiante asesina a la vieja para pagar sus estudios. A través de las conversaciones son el juez Petrovic, y, sobre todo, al redescubrir con Sonia la misericordia perdida, Raskólnikov vive una catarsis. Los dos le enseñan que su soledad solo puede combatirse aceptando su culpabilidad y asumiendo el castigo que se le imponga. Cuando, por fin, Raskólnikov debe ir a Siberia, condenado a trabajos forzados, Sonia se va voluntariamente con él. Gracias al amor de Sonia, Raskólnikov se siente como Lázaro, resucitado de entre los muertos, y puede comenzar una nueva vida. 
Crimen y castigo es una novela policíaca llena de suspense, pero no para descubrir al asesino sino para saber cómo el asesino preparó el crimen. Raskólnikov va fraguando progresivamente que quiere matar a una persona pero le repugna la idea. Cuando los planes son solo conjeturas, el asesinato nunca se menciona de manera explícita. Solo se alude a él como un «acto». Todo es confuso, incluso las razones que le llevan a cometerlo. Después del crimen, el suspense se concentra en las conversaciones con el juez, en las que Raskólnikov expone sus teorías. Por ejemplo, que si todo lo que contribuye al progreso es bueno, también la muerte de la vieja usurera contribuiría a la felicidad general, porque así podría terminar los estudios y ayudar a su familia.
Frente a ese orgullo individualista, que le conduce al asesinato, está la compasiva humildad de Sonia, que acepta el sufrimiento y de esta forma contribuye a la purificación de Raskólnikov. La novela, además, tiene un fuerte componente de crítica social. La acción sucede en sótanos, callejones oscuros, comisarías, de modo que el ambiente es de una sociedad abrumada por la miseria. Sonia, por ejemplo, se hace prostituta para mantener a su familia. Es decir, el crimen de Raskólnikov sería una forma de protesta contra un mundo profundamente injusto. 
Dostoievski revolucionó la novela no solo con esta trama tan novedosa y apasionante, o con la extraordinaria profundidad de sus personajes, sino también con la manera de escribirla. Cualquier escritor de la época, al leer las primeras páginas, pensaría que la novela está mal escrita, como si le importasen muy poco las convenciones retóricas del momento. Sin embargo, él lo justificó con una frase memorable: «La preocupación por el estilo es el primer síntoma de impotencia», es decir, el estilo no puede interferir en la novela. Tolstoi había llegado a la transparencia más absoluta, y Dostoievski a un lenguaje que era como los sórdidos callejones en los que transcurre la acción. En apariencia no es un estilo depurado, pero es absorbente, hipnótico, y uno llega a la conclusión de que es el mejor estilo posible para lo que se está contando. Ese estilo, como ya os he comentado, fascinó a Pío Baroja, y el pobre tuvo que soportar que generaciones de críticos sin sensibilidad ni conocimientos literarios dijera que el suyo era un estilo desaliñado, incluso hubo algún mentecato que lo acusó de no dominar bien el castellano…
Os dejo con la primera página de Crimen y castigo. En ella puede versa la extraordinaria intensidad del libro entero, el desprecio por las florituras literarias, la capacidad de Dostoievski de meternos en un mundo aparte desde las primeras líneas.

Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él
un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.