domingo, 2 de octubre de 2011

36. La peste de Atenas

No hacía aún muchos días que estaban allí cuando comenzó a declararse la epidemia entre los atenienses; se dice que había atacado ya antes muchos lugares, Lemnos entre otros, pero una plaga tan terrible y una tal mortandad de gente no se recordaba en ninguna parte. Los médicos, que no la conocían y la trataban por primera vez, no podían hacer nada contra ella, sino que ellos mismos eran sus primeras víctimas, pues eran los que más se acercaban a los enfermos, y tampoco valía otra ciencia humana. Hicieron plegarias en los templos, consultaron oráculos y recurrieron a prácticas semejantes, pero todo fue inútil y acabaron por renunciar, vencidos por el daño. El mal comenzó primero, según dicen, en Etiopía, más arriba de Egipto; descendió después a Egipto, a Libia y a la mayor parte del imperio del Rey. En Atenas cayó de improviso y primero atacó a la población del Pireo; por esto corrió el rumor de que los peloponenses habían tirado veneno en los pozos, ya que allí aún no habían fuentes. En seguido llegó a la ciudad alta y entonces la mortandad fue mucho mayor. Sobre esta epidemia, cada cual, médico o profano, diga según su parecer, cuál fue el origen probable y cuáles las causas que cree de fuerzas suficientes para provocar perturbación tan grande. Yo, por mi parte, diré sus características y mostraré sus síntomas a vista de los cuales, si volviese a sobrevenir, teniendo una idea previa, mejor se podría diagnosticar.
Porque yo mismo padecí la enfermedad y vi a otras personas afectadas por ella. Aquel año, según reconocía todo el mundo, fue un año exento de las enfermedades ordinarias, y si había algunos casos todos se resolvieron en esto. Pero en general sin ninguna causa manifiesta, sino de repente, los que estaban buenos, de buenas a primeras les venían unos fuertes fiebres de cabeza, rojez e inflamación en los ojos, y, por dentro, la garganta y la lengua inmediatamente se inyectaban de sangre, la respiración era irregular y el aliento, fétido. Después de estos síntomas sobrevenían estornudos y ronquera y en no mucho tiempo el mal bajaba al pecho y luego producía una fuerte tos.
Cuando se fijaba en el estómago lo revolvía y seguían todos los vómitos de bilis que han especificado los médicos, acompañados de un gran malestar. A la mayor parte de los enfermos les vino también dolencia sin vómitos, que producía violentos espasmos, que en unos cesaban inmediatamente y en otros mucho después. Por fuera, el cuerpo no era muy caliente al tacto ni tampoco estaba pálido, sino rojizo, lívido y lleno de pequeñas úlceras; pero por dentro escocía tanto que los enfermizos no podían soportar el contacto con los vestidos y sábanas más ligeras, ni estar de otro modo sino desnudos, y con gran anhelo se hubieran sumergido en agua fría. Y así lo hicieron tirándose en los pozos, muchos que no estaban vigilados, acometidos por una sed inextinguible; pero era igual beber mucho que poco. Además la falta de reposo les daba una angustia continua. El cuerpo, mientras duraba la enfermedad, no se marchitaba sino que resistía desesperadamente el malestar; de manera que, o bien la mayoría morían a los nueve o siete días consumidos por el fuego interno cuando aún tenían fuerzas, o bien escapaban a este término el mal bajaba hacia el vientre y producía una laceración violenta acompañada de una diarrea rebelde a consecuencia de la cual la mayoría sucumbían de debilidad. El mal, fijado primero en la cabeza, comenzando por arriba, recorría todo el cuerpo, y los que sobrevivían a sus más graves ataques quedaban con señales de ello en las extremidades, porque atacan los órganos genitales, las puntas de las manos y pies, y muchos salieron del trance perdiendo estos miembros y algunos hasta los ojos. A otros, cuando se restablecían, les sorprendía un olvido de todo y no se conocían a sí mismos ni a sus amigos.
El carácter general de la enfermedad es imposible de describir, y sus ataques eran de una violencia que la naturaleza no resiste, pero sobre todo lo siguiente demostró que todo esto era diferente a todas las afecciones ordinarias: los pájaros y cuadrúpedos que se alimentan de carne humana, entonces cuando había muchos cuerpos sin enterrar, o no se acercaban, o si los probaban, morían. Y la prueba: la desaparición de estas aves de rapiña fue manifiesta, y no se les veía junto a los cadáveres, ni en ninguna otra parte. Los perros, que conviven con el hombre, permitían mejor la observación de los efectos. Dejando aparte otras muchas particularidades, ya que cada una era diferente de la otra, tales fueron en conjunto, las características de la enfermedad. Y durante aquel tiempo no se hizo sentir otra enfermedad habitual; y la que se presentaba acababa en ésta. Unos morían por abandono y otros, a pesar de todas las atenciones. No se encontró casi ni un solo remedio que se pudiese aplicar con segura eficacia, pues lo que iba bien a uno perjudicaba al otro.
Ninguna constitución, fuese robusta o débil, se mostró capaz de resistir el mal, sino que a todas indistintamente las arrebataba cualquiera que fuese el régimen seguido. Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo de quien se sentía enfermo, porque abandonándose a la desesperación mucho más fácilmente y no intentaba resistir, y también el hecho de que, contagiándose los unos atendiendo a los otros, morían como ovejas. Esto causaba más mortandad. Ya que, si por miedo no se querían visitar unos a otros, los enfermos morían abandonados, y muchas casas quedaron vacías porque nadie se preocupaba de ellas. Sucumbían los que presumían de sentimientos humanitarios. Por pundonor no se quejaban, entrando de los amigo, cuando hasta los familiares, vencidos por el exceso del mal, acababan por cansarse de los lamentos de los moribundos. No obstante, los que se habían salvado de la enfermedad eran los que más se apiadaban del moribundo y del enfermo, porque tenían experiencia y se sentían ya seguros; y es que el mismo hombre no era atacado dos veces por el mismo mal. Y recibiendo las felicitaciones de los demás, ellos mismos, en el exceso de la alegría del momento, tenían para el porvenir la vana esperanza de que ya no morirían nunca más de otra enfermedad. Acentuó la angustia para los atenienses, en medio de la calamidad presente, la evacuación de los campos a la ciudad, sobre todo para los refugiados. Pues como no habían casas para ellos y Vivían, en pleno verano, en barracas hacinadas, la mortandad se producía se producía en medio de la confusión; mientras iban muriendo quedaban, ya cadáveres, unos sobre otros, y se arrastraban medios muertos por las calles y junto a todas las fuentes por anhelo de agua. Los templos estaban llenos de cadáveres de los que allí mismo morían, porque la violencia del azote era tal que los hombres no sabiendo que sería de ellos, tendían a no hacer caso de la religión ni de la decencia.
Todas las costumbres que antes se observaban en los entierros fueron trastornadas y enterraban a cada cual como podían. Muchos, por falta de lo necesario, pues habían tenido ya muchos muertos, recurrían a modos de enterrar indecorosos. Unos depositaban sus muertos sobre piras que no eran suyas, anticipándose a los que las habían construido, y les prendían fuego; otros tiraban al muerto que llevaban sobre otro, que ya ardía, y se iban. La plaga introdujo también en la ciudad otros desórdenes más graves. La gente buscaba, con especial osadía, placeres que antes se ocultaba, porque veían tan bruscos los cambios en los ricos, que morían súbitamente, y de los que antes no tenían nada y que de repente adquirían los bienes de los muertos. Y así, considerando igualmente efímeras la vida y la riqueza, creían que se habían de aprovechar rápidamente y con afán. Nadie tenía el ánimo para preservar en un nombre propósito por la incertidumbre de si moriría antes de poder alcanzarlo. El placer inmediato y todos los medios que a él conducen, se constituyó en lo bello y en útil. Ni el temor a los dioses, ni a la ley humana les retenía, porque al ver que todos morían indistintamente, creían que era igual honrar a los dioses como no hacerlo, y por otra parte nadie esperaba vivir hasta que se hiciese justicia y recibir el castigo de sus delitos. Más grave era la sentencia dictada que pendía ya sobre sus cabezas, y antes que cayese, era natural que sacasen algún provecho de la vida.
Tal era la pesadumbrante calamidad que había caído sobre los atenienses: dentro de la ciudad la gente moría, y fuera, se devastaba el territorio. En medio de la desgracia, como es natural, entre otras cosas se acordaron de este verso, que los más viejos debían haber oído cantar hace tiempo: Vendrá la guerra dórica y con ella la peste Es verdad que surgió una discusión sobre si no era loimós (peste) la palabra usada en el antiguo verso, sino limós (hambre), pero dadas las circunstancias, prevaleció la opinión que era peste, pues la gente conformaba el recuerdo a los males que sufría. Pero si jamás vuelve a estallar una nueva guerra dórica después de ésta y acontece una plaga de hambre, probablemente recitarán el verso en este segundo sentido. Los que lo conocían trajeron también a colación el oráculo dado a los lacedemonios cuando al preguntar al dios si habían de ir a la guerra, les respondió que la victoria sería de ellos si combatían con todas sus fuerzas y les dijo que él, el dios, se pondría de su lado. Se imaginaban pues que los acontecimientos correspondían al oráculo, porque la epidemia se declaró acto seguido que los peloponenses hubieran invadido el Ática, y no penetró en el Peloponeso, al menos en forma digna de mención, sino que produjo sus mayores estragos en Atenas y después en las otras localidades más pobladas. Esta es la historia referente a la epidemia.

Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso.