martes, 10 de enero de 2012

Oda a un ruiseñor (versión de Alejandro Valero)



I
Me duele el corazón, y un sopor doloroso
aturde mis sentido, cual si hubiera bebido
cicuta o apurado un pesado narcótico
hace poco y me hubiera hundido en el Leteo:
no es por sentir envidia de tu feliz estado,
sino por el exceso de dicha que me infundes
cuando, dríada de alas ligeras de los árboles,
en algún escondite melodioso
de frondosos hayedos y sombras incontables,
le cantas al estío con voz resuelta y plena.

II

¡Ah, si bebiera un sorbo del vino que se enfría
mucho tiempo en el seno de la tierra y que guarda
el sabor de praderas y de Flora, y de cantos
y bailes provenzales, y del gozo soleado!
¡Si tuviera una copa con vino del Sur tibio,
llena del sonrojado y auténtico Hipocrene,
borboteando al borde las burbujas ligadas,
con la boca de púrpura teñida,
y que al beber me aleje del mundo sin ser visto
y me pierda contigo por la espesura umbría!

III

Perderme en lo lejano, disiparme, olvidar
lo que no has conocido jamás entre las ramas:
el hastío, la fiebre, la angustia que se siente
aquí donde los hombres se escuchan sus gemidos,
donde el temblor sacude las tristes canas últimas,
donde la juventud muere exangüe y escuálida,
donde el solo pensar nos llena de zozobra
y desesperación con ojos decaídos,
y la Belleza pierde su mirada esplendente
que un nuevo Amor no ama más allá de mañana.   

IV

¡Lejos, lejos! Pues voy a volar hacia ti,
no montado en el carro de Baco y sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque la mente torpe se retarde, perpleja.
¡Ya estoy aquí contigo! Esta noche es tan tierna,
Y quizás en su trono está la Reina Luna
con sus hadas estrellas que alrededor se apiñan;
pero en este lugar la luz no existe,
salvo la que las brisas impulsan desde el cielo
por sendas serpenteantes de musgo y fronda oscura.

V

No puedo ver las flores que están bajo mis pies,
ni el delicado incienso que pende de las ramas,
pero entre las fragantes tinieblas adivino
los encantos que ofrece esta estación propicia
a la hierba y al soto, al frutal de los bosques,
al brezo pastoril y a los espinos blancos,
a violetas marchitas cubiertas de hojarasca,
               y a la hija primogénita del mayo ya mediado:
rosa almizcleña en ciernes, cubierta de rocío,
de un zumbido de insectos en tardes estivales.

VI

Escucho entre las sombras; y he estado muchas veces
un poco enamorado de la Muerte apacible;
le he dado dulces nombres en versos abstraídos
para que fuera al aire mi aliento sosegado;
y ahora más que nunca morir parece hermoso,
sin dolor extinguirse en medio de la noche,
mientras que tú derramas tu alma hacia lo lejos,
¡absorto en ese éxtasis!
Seguirías cantando para mi oído en vano,
pues yo sería tierra para tu intenso réquiem.

VII

¡Oh, Pájaro inmortal, no es para ti la muerte!
Ni las generaciones hambrientas te han pisado.
La voz que oigo esta noche fugaz ya la escucharon
antaño el soberano igual que el campesino:
quizás el mismo canto que encontró una vereda
por el corazón triste de Ruth que, con nostalgia
del hogar, lloró en medio del maizal extranjero;
el mismo que hechizara algunas veces
las mágicas ventanas, que se abrían a mares
peligrosos, en tierras de encanto ya olvidadas.

VIII

“¡Olvidadas!” Palabra que tañe cual campana
que de ti me sapara hacia mis soledades.
¡Adiós! La fantasía, geniecillo embustero,
no es tan buena engañando como su fama indica.
¡Adiós! ¡Adiós! Tu himno lastimero se pierde
más allá de estos prados, sobre el arroyo quieto,
ladera arriba, y luego penetra hondo en la tierra
               de los claros del valle colindante.
¿Fue aquello una visión o un sueño de vigilia?
Ya se esfumó esa música. ¿Duermo o estoy despierto?