martes, 16 de octubre de 2018

El anillo de Polícrates


 
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POLÍCRATES, el tirano de Samos, aparecía ante el mundo como un hombre muy afortunado. Gobernó en una rica isla que había arrebatado por la fuerza a sus dos hermanos. Habiendo asesinado a uno de ellos y desterrado al otro, se encontró como único gobernante. Raro era el día en que no recibía noticias de la victoria de su flota o de que llegaba un barco a su puerto cargado con riquezas y esclavos. Era tan rico y poderoso que deseaba convertirse en el amo y señor de toda la Jonia.
En la plenitud de sus triunfos, Polícrates se ofreció como aliado a Amasis, el gran rey de Egipto, que, al principio, aceptó su amistad. Pero el rey Amasis comenzó a tener sospechas, y al poco tiempo envió un mensaje a Polícrates.
"Un hombre que es siempre afortunado tiene mucho que temer. Nadie se eleva a una gran posición como la tuya sin hacer enemigos, e incluso los mismos dioses estarán celosos de un hombre que obtiene tantos triunfos porque el bien y el mal, alternadamente, constituyen la herencia común entre los mortales. Nunca he oído de alguien que sea tan grande que no tenga ninguna preocupación y que llegue a un final feliz. Acepta mi consejo: busca tu mejor tesoro y ofrécelo como sacrificio a los dioses para que no te traten de modo adverso".
Cuando Polícrates recibió este mensaje, pensó en su contenido intensamente y decidió que seguiría el consejo del rey Amasis. Eligió un anillo de esmeraldas de gran valor, uno de los tesoros que menos deseaba perder, y se hizo a la mar en una embarcación ricamente engalanada. Ante su séquito y sus guardias, arrojó el anillo a las profundidades del mar, confiando en que eso le compraría los favores de los dioses.
Sin embargo, antes incluso de llegar a casa, Polícrates ya se arrepentía de la pérdida de su preciosa gema; y durante muchos días se reprochó por haberla arrojado tan apresuradamente. Una semana después, un pobre pescador llevó a las puertas de palacio un gran pez, pensando que semejante regalo le agradaría al rey de Samos. Cuando los sirvientes abrieron el pez, encontraron dentro de su vientre la mismísima esmeralda que el rey había arrojado al mar, y se la entregaron gozosamente a su amo.
Polícrates estaba encantado y tomó esto como señal de que los dioses le concedían para siempre buena fortuna. Escribió gozosamente al rey Amasis, explicando que había seguido su consejo y que los dioses le habían devuelto su ofrenda. Para su sorpresa, Amasis envió de regreso al heraldo con la renuncia a la alianza, porque veía en Polícrates a alguien que parecía destinado a provocarle calamidades.
No obstante, en su orgullo el tirano no admitió ninguna advertencia. En lugar de ello continuó con su lucha por el poder y la riqueza y, ofuscado por el éxito, se sintió invencible. Pasado algún tiempo, Polícrates recibió noticias del rey Oroestes de Persia, quien le proponía una alianza y le ofrecía un gran tesoro a cambio de su ayuda. El codicioso Polícrates no pudo resistirse a la oportunidad y envió a un sirviente a visitar a Oroestes y a ver los tesoros que estaba ofreciendo. Mostraron al sirviente ocho arcones que, de hecho, estaban llenos de piedras; aunque la capa superior de cada arcón estaba cubierta de oro y joyas. El sirviente trajo a Polícrates un brillante informe del maravilloso tesoro, y el tirano decidió ponerse en movimiento de inmediato.
Los oráculos y adivinos, sin embargo, no eran partidarios de que hiciera el viaje, y la hija de Polícrates soñó que su padre se elevaba en el aire, arrebatado por Zeus y ungido por el sol. Pero Polícrates tomó el sueño como un presagio de un gran honor y exaltación, y partió poniendo rumbo directo hacia Persia e ignorando todas las advertencias. Una vez que el rey Oroetes lo tuvo en sus manos, ordenó que fuera crucificado de inmediato. De modo que el hombre que creía no tener nada que temer del cielo y de la tierra fue arrebatado por el cielo y ungido por el sol.

Heródoto, Historias, II