lunes, 31 de marzo de 2014

El artista moderno


Charles Baudelaire 1821-1867

            Charles Baudelaire es, según el poeta Verlaine, el paradigma del hombre moderno, con todas sus características: los refinamientos de una sociedad excesiva, la hiperestesia, la búsqueda de paraísos artificiales o la figura del letraherido, una especie de héroe trágico condenado, más que a vivir de la literatura, a ser él mismo una obra literaria.
            Por eso es también el prototipo del dandy, el artista de estética perturbadora, refinada y excéntrica, que, como haría después el novelista Huysmans, se mete en su torre de marfil y no entiende de más ética que la que dicta su estética, es decir, es bueno lo que es hermoso, y es hermoso, a veces, lo que es terrible. Es el artista que, cuando le brota del ojo una lágrima, corre a mirarse al espejo.
            La devoción que Baudelaire sentía por Edgar Allan Poe describe muy bien la evolución del Romanticismo a la Modernidad. Baudelaire tradujo los cuentos de Poe, en una versión que, paradójicamente, popularizó a Poe en Europa porque suavizaba la retórica un tanto anticuada (deliberadamente anticuada) del original inglés. Por una parte, Baudelaire hizo suyas las ideas de Poe sobre la composición poética: igual que Poe construyó El cuervo a partir de aquello que quería sugerir con su poema y no de lo que podía contar, Baudelaire acude a un lenguaje simbólico, en ocasiones oscuro y confuso, plagado de brillantes paradojas, como un misterio difícil de revelar, expuesto según un desorden deliberado, un caos milimétrico.
            A partir de aquí, Baudelaire incorpora de nuevo el realismo como material poético, y, frente a la verborrea romántica, defiende la exigencia, la labor limae de que nos habla Horacio, al tiempo que un sentido aristocrático de la poesía que necesita un lector difícil, refinado, necesariamente limitado, porque forma parte de la tragedia del artista la incomprensión a que lo someten los otros, el malditismo a que le lleva su hastío, su desprecio por una vulgaridad que encuentra, sobre todo, en la estética burguesa biempensante.
            En 1845, con 24 años, Baudelaire ya era un llamativo crítico de arte que, aparte de fundar la crítica moderna, trajo al mundo la palabra vanguardia en un sentido estético que llega, con sus innumerables formas, hasta hoy en día.
            En 1847 escribe su única novela, La Fanfarló, un sarcasmo contra el Romanticismo, en la que narra la aventura cínica de Cramer, quien se compromete a seducir a la amante del marido de su antigua amada. Ya entonces Baudelaire había escrito su leyenda de bohemia desmadrada, la silueta del artista moderno, sublime sin interrupción, con una vida excesiva donde cabía dirigir una revuelta para fusilar a su propio padre o desafiar a las buenas costumbres con su ensayo Los paraísos artificiales, de 1860, donde narra sus presuntas experiencias con diferentes tipos de narcóticos. Pero es en su obra poética, reunida en Las flores del mal, desde donde Baudelaire ejerció una influencia definitiva sobre el simbolismo, el decadentismo y el parnasianismo, es decir, las tres escuelas literarias por las que a partir de entonces transitaría la modernidad.
            La primera edición es de 1857, y ya desde el título (tomado de un objeto vulgar, de un manual de buenas costumbres demonizado), exhibe su talento para extraer la más elevada poesía de los más insignificantes detalles, de todo aquello que no podía formar parte de una poesía tradicionalmente recluida en las alturas. Hace, pues, lo mismo que los antiguos neoteroi, como Catulo, dedicarse a los primores (perturbadores) de lo vulgar.
            Los grandes temas de Las flores del mal son el hastío, la gran ciudad, la mujer y la conciencia del mal.
La gran ciudad es el símbolo de lo desconocido, la posibilidad de escandalizar, el territorio de la crudeza, de lo sórdido, del afán de totalidad, y, dentro de ella, la mujer no tiene término medio: o es la mujer fatal, diabólica, la sirena de Ulises, o bien es un ángel de pureza intocable, como Nausicaa.
            El hastío por el paso del tiempo y la repetición a que vive sometida la existencia dio también lugar a otro importante libro de prosas, Spleen de París, modelo de periodismo poético para los siguientes ciento cincuenta años, donde Baudelaire abundó en el tema del divino fracaso, tan duradero, o el de la necesidad de llegar al fondo del vaso y, como los grandes héroes, bajar a los infiernos para tratar con los fantasmas de uno mismo.