domingo, 15 de abril de 2012

El despertar



Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
—¿Qué me ha sucedido?
No soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños –Samsa era viajante de comercio–, colgaba una estampa ha poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en un boa también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (se sentía repiquetear en el cinc del alféizar las gotas de lluvia) le infundió una gran melancolía.
—Bueno –pensó–; ¿qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías? Mas era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esta postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarle en el costado.
—¡Ay, Dios! –se dijo entonces–. ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esta plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo!
Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda, alargándose en dirección a la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos puntitos blancos, que no supo explicarse. Quiso
aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna; pero hubo de retirar esta inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.
—Estos madrugones –se dijo– le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados, tomándose el desayuno. Si yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de patitas en la calle. Y ¿quién sabe si esto no sería para mí lo más conveniente? Si no fuese por mis
padres, ya hace tiempo que me hubiese despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, le habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del pupitre! Que también tiene lo suyo eso de sentarse encima del pupitre para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga reunida la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres –unos cinco o seis años todavía–, ¡vaya si lo hago! Y entonces, sí que me redondeo. Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.
Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía su tictac encima del baúl.
—¡Santo Dios! –exclamó para sus adentros.
Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Mas ¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta a los mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente tanto más profundo. Y ¿qué se hacía él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la filípica del dueño, pues el mozo del almacén, que habría bajado al tren de las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal mozo una hechura del amo, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado malo ni una sola vez. Vendría de seguro el encargado con el médico del Montepío. Se desataría en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo, y cortaría todas las objeciones alegando el dictamen del galeno, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su opinión no habría carecido completamente de fundamento.
Salvo cierta somnolencia, desde luego superflua después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía admirablemente, con un hambre particularmente fuerte. Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse decidir a abandonar el lecho, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.

Franz Kafka, La metamorfosis.
Fotografía de Dámaso Aguilar